La Jornada Semanal, 23 de enero del 2000



Víctor Manuel Mendiola

De la poesía

José Watanabe

Los poemas de José Watanabe (Perú, 1946) no sólo brillan en el panorama de la poesía peruana de los últimos treinta años entre poetas como César Calvo, Antonio Cisneros, Rodolfo Hinostroza, Elqui Burgos, Jorge Pimentel, Carmén Ollé, Enrique Verástegui y muchos más; también irradian una luz particular en el conjunto de la nueva poesía hispanoamericana.

Aunque muchos lectores no saben nada o casi nada de él, los pocos que lo conocen, los pocos que han leído su pequeñísima obra poética, compuesta por Album de familia (1971), El uso de la palabra (1989), Historia natural (1994) y, ahora, Cosas del cuerpo (Editorial Caballo Rojo, 1999), saben que Watanabe ha escrito un puñado de poemas redondos y, sobre todo, inolvidables. En ellos, el lector puede encontrar una precisa construcción y, a la vez, una hondura extrema elaborada, como dijo el poeta peruano Eduardo Chirinos, con parquedad y concisión. En sus poemas, continente y contenido crean, de manera paradójica y casi inexplicable, una subjetividad llena de objetividad. Según Chirinos, el emblema de Watanabe es el ojo, un ojo meditativo. Con una claridad furiosa, en los términos de Gabriel Zaid, los poemas de Watanabe representan duras visiones líricas. De la mantis religiosa, Watanabe escribió: ``Duradero es el coito de la mantis./ En el beso/ ella desliza una larga lengua tubular hasta el estómago de él/ y por la lengua le gotea una saliva cáustica, un ácido,/ que va licuándole los órganos/ ..., mientras le hace gozo,/ y mientras le hace gozo la lengua le absorbe.'' En los poemas de Watanabe, la necesidad de constituir un lenguaje coincide con la necesidad de contar una experiencia que se ha transfigurado en conocimiento. Podríamos decir que en Watanabe hay una reunificación programática del significante y del significado. En él advertimos la idea de que el sentido es un elemento tan determinante como el sonido. El significado no es un ingrediente exógeno del poema; es el modo como el texto convierte a la realidad en un recurso del propio poema.

Si pensamos que una buena parte de la descendencia de Vallejo le ha rendido culto a la libertad de la imaginación o a la creación de violentos lenguajes fragmentarios; si pensamos que la radicalidad de la poesía de poetas tan disímiles como César Moro, Emilio Westphalen, Rodolfo Hinostroza , Carmén Ollé o Roger Santibáñez han dispersado el sentido de cohesión en el poema; si pensamos, además, que los poetas peruanos se enorgullecen -a veces con una pedantería discutible, un poco a la manera de los chilenos- de su capacidad de ruptura, entonces el estilo clásico de los poemas de Watanabe es desconcertante hasta parecer reaccionario. Pero si lo vemos bien, el hecho de que Watanabe no le rinda culto a la imagen o la ``autonomía'' del lenguaje, el dato evidente de que en sus poemas la palabra no es un ``fetiche'', no quiere decir que no posea una conciencia extrema, no sólo del valor de la forma en la poesía moderna sino del carácter problemático del significado. En sus mejores poemas hay una igualdad entre lo prosaico y lo lírico y, en general, entre lo interior y lo exterior (Miguel Angel Zapata caracterizó este rasgo como ``el espacio afectivo de la interioridad de las cosas''). Esta ecuación le ha permitido a Watanabe saltar por encima del tono exagerado y solemne de los poetas de la imagen, así como le ha permitido hacer a un lado los excesos del coloquialismo y del uso de un lenguaje transgresor y barrial como resulta evidente en los poetas del grupo Kloaca. Watanabe ha producido una nueva concreción.

Este equilibrio entre lo prosaico y lo lírico lo apreciamos claramente cuando, en Cosas del cuerpo en el poema ``Restaurante vegetariano'', Watanabe dice: ``El alimento en la boca te relaciona/ con el mundo. Hay días de felino/ y hay días de paquidermo. Hoy sean bienvenidas/ las benéficas ensaladas...''. O en el poema ``Nuestra reina'' cuando dice: ``Blanco tu uniforme y qué rosada/ tu piel./ Entonces tus vísceras deben ser azules, doctora./ Eres nuestra reina./ Los enfermos estiramos las manos atribuladas/ hacia ti, en triste cortejo.''

Hace más de veinte años, Daniel Sada, aprovechándose de la ignorancia de sus amigos y de la capacidad que él tiene para descubrir nuevos poetas, recitaba -de principio a fin, y en público- el memorable poema de José Watanabe, ``Imitación de Matsuo Basho'', cuyas frases iniciales dicen: ``Fuimos rebeldes y audaces. Yo la convencí de la nueva moral que ni aún yo tenía, y huimos sin ceremonia y consentimiento.'' Sada no sólo no revelaba el nombre del poema, sino que escamoteaba a su favor y con verdadero orgullo la autoría del texto maravilloso. Ante el gesto desconcertado y admirativo de sus oyentes boquiabiertos, Sada lanzaba una mirada provocadora como diciendo ¿no saben de quién es?, ¿los he agarrado otra vez desprevenidos con mi ardid? En México, unos cuantos privilegiados le deben a Sada el primer contacto con este poema de antología. Pocos son capaces de ver un poema cuando muchos no lo ven.