La Jornada Semanal, 13 de febrero del 2000



Fabrizio Mejía Madrid

TIEMPO FUERA

Gigantes

En esto, descubrieron treinta o cuarenta desaforados gigantes plantados en la mitad del campo. Sus pesados cuerpos anclados a la tierra les permitían lanzar poderosos manazos a diestra y siniestra. El batallón, que iba armado con lanzas de bronce y cascos relucientes, se pasmó frente al presagio de la lucha desigual que librarían. Algunos de ellos intentaron desertar hacia el caserío más cercano pero tuvieron que enfrentar al Capitán:

-Si los caballeros desean huir cobardemente, deben dejar sus lanzas y vestidos para repuesto de los que combatiremos hasta morir.

Todos en el regimiento se miraron entre sí extrañados por esa última condición. Alguien, desde atrás, gritó: ``No se oye, hablen más fuerte.''

Los desertores soltaron las lanzas como si fueran brasas, se despojaron de sus armaduras como si trajeran hormigas y corrieron desnudos por la pradera.

-Oh, la libertad -suspiró un escudero, pero bajó la cabeza ante la mirada reprobatoria de su señor.

Pero no bien lograban los desertores una carrera corta cuando de varios zarpazos los gigantes los descuartizaron ante el asombro de todos los guerreros. Alguno alcanzó a gritar algo como: ``Es un error.''

Ante esa exclamación última, los guerreros, hombres bastos y poco pulcros, se rieron con sus quijadas incompletas. Y es que demostrar dolor no es digno de un caballero aun cuando se le estén saliendo las tripas al aire, y reírse de la agonía es una obligación de los nobles defensores de estas tierras. Esas dos cosas explican muy bien la escena anterior.

-Morir en calzones -dijo el Capitán, mientras escupía una brizna de paja y apenas repuesto de la tragedia-, es el destino de los fugitivos.

Y comenzó, de espaldas a los gigantes, con una historia que concluyó de inmediato pues el Capitán no pudo recordar si el héroe al que iba a hacer mención era Roldano o Machuca o cualquier otro. En un instante, el batallón era un mercado de nombres:

-Era Machuca, mi Capitán, por haber machucado a tanta gente.

-No, ¿se referirá a Simeón El Occipital, al que le cayeron dos elefantes en la cabeza y se levantó para comer?

-Es Gumar, el héroe del norte que era invulnerable y con quien sus amigos se divertían tirándole piedras en círculo todas las tardes.

-No, no, no recuerdo.

-Pero, ¿de qué trataba más o menos su historia, Capitán?

-No sé. Pero, como les dijo Brutus a los senadores, ya es mucha charla y poca sangre.

De esto no se rieron porque nada en el manual de caballería los obligaba a festejar los chistes malos.

A una señal, los caballeros espuelearon sus caballos, inclinados hacia el cuello, como se le ha visto hacer a los hunos, y las lanzas directas a la embestida contra los gigantes. Estos abrían sus enormes fauces y abrían con fiereza sus ojos únicos puestos por Poseidón a la mitad de la frente. Uno a uno fueron levantados por las manazas de los gigantes y arrojados al polvo, los caballos despatarrados, los soldados arrastrados sin ningún respeto por su investidura. Tres o cuatro veces, los ciento veinte hombres valerosos insistieron en el ataque y las mismas veces se rasparon las narices en las piedras de la bella región. Tras un respiro, los gigantes celebraron su victoria dando grandes voces y, en la insidia de las burlas, mostrándole a tan respetable y vencida concurrencia las enormes asentaderas de las que todos los cíclopes se han sentido siempre tan ufanos. Del lado de la derrota, los soldados se amontonaban como pilas de trastos viejos y percudidos. Estaban tan confundidos sus brazos y piernas en una maraña, que alguno creyó que le había crecido un brazo con armadura en la entrepierna y comenzó a gritar. Ante ello, sus compañeros guardaron un prudente silencio por alguna fracción del manual de caballería desconocida por este escriba y porque estaban tan aporreados que la risa hubiera sido una agonía. Esas dos cosas explican muy bien la escena anterior.

Pero desde lo alto de las colinas, dos hombres desarmados discutían los sinsabores de la batalla recién terminada:

-Lo que hay que ver es lo grandes que se las cargan los gigantes ésos. ¿Cómo harán para comprarse calzones?

-¿Qué gigantes, Sancho? Míralos bien, son molinos de viento , y lo que en ellos parecen brazos son las aspas que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino. Bien parece que no estás cursado en esto de las nuevas tecnologías.