La Jornada Semanal, 13 de febrero del 2000



Mario Campaña

entrevista con Víctor Erice
(parte II)

Memoria y sueño

El maestro de El espíritu de la colmena, El sur y El sol de membrillo (obra genial en la que el cineasta se unió al gran pintor Antonio López), en esta segunda parte de la entrevista con Mario Campaña, piensa en sus personajes: Ana y Frankenstein en El espíritu..., Estrella en El sur, y las ``imposibles metas artísticas'' de Antonio L˜pez en El sol de membrillo. Erice sabe que, en su península, todo viene del sur, pues allí se originan la gracia (``duende'', le dicen los seres del Al-Andaluz) y un sentido de la vida que deberíamos mantener vivo para preservar la vida.

En una entrevista de los años setenta usted recuperaba el diagnóstico de Américo Castro según el cual ``los españoles vivimos desviviéndonos''. En otra ocasión utilizó usted la tesis que atribuye al arte la capacidad de ``abrir mundos''. En su caso, ¿a qué se refiere con esta expresión? ¿De qué modo un cine que aspire a convertirse en ``una forma de conocimiento total'' como el suyo puede contribuir a trascender ese ``desvivirse'', a que las personas recuperemos el ejercicio de las facultades de la vida?

-No recuerdo... Pero, aunque citara a Américo Castro, seguro que no quería referirme a los españoles en particular, sino al hecho paradójico, universal, de que sólo se vive desviviéndose. Y no por ninguna suerte de sublimación, sino por la contradicción que se da en el ser humano entre la vida y la conciencia de la vida. Es algo que se manifiesta claramente en el hecho de la creación artística, que siempre entraña una suspensión del vivir. Lo cual no significa que el artista no participe de la vida, al contrario. Lo que sucede es que participa de una manera distinta, que hace de él una especie de extranjero. Esta última condición es, sobre todo, la propia del poeta. Por eso la mirada -prendida del mito, situada en una especie de frontera- que proyecta sobre las cosas, socialmente parece estar de más. El poeta se desvive en la medida en que, superando el presente, el tiempo en que la historia se cuece, nos remite a un tiempo anterior, no cifrado, que es el del origen. Algo que nos permite recrear un mundo que quizás nunca existió pero que está vivo en la memoria, en el deseo. El cuestionamiento de los imperativos de la realidad es siempre una acción previa al descubrimiento. Quizás en eso consista el arte, y no en otra cosa. En cuanto a aspirar a un ``conocimiento total'', me parece que es un error. El conocimiento total sería la muerte. Se trata más bien de ir develando alguna falsedad que otra, cuando hay suerte.

-Uno de los posibles elementos comunes de sus filmes es el asedio, basado en cierta fe, de utopías: en El espíritu de la colmena, Ana persevera al final en su creencia de que puede convocar a Frankenstein, de que la ficción puede ser convertida en realidad, y la realidad en ficción; en El sur, Estrella adopta una fe particular según la cual en el sur encontrará o reencontrará un tramo perdido de la vida de su padre; en El sol del membrillo, Antonio López persigue una meta artística imposible. ¿Concibe usted su cine también como instrumento de indagación de horizontes utópicos en las vidas individuales?

-Más que en las vidas individuales, en aquello que tienen de más común nuestras vidas, cualquier vida... Son películas donde los protagonistas recorren un camino que les lleva a una especie de revelación. Mi esperanza es que el espectador les acompañe en su recorrido, que lo haga suyo también. Y no habría que llamar utopía a lo que se presiente como posibilidad o encantamiento de algo que está ahí, y que sólo hay que acertar a verlo.

-En alguna ocasión se ha referido usted al ``exceso de competencias y servidumbres'' del cine. De este modo ha aludido al tema de la autonomía, estatus que la mayoría de las artes alcanzaron hace mucho tiempo. ¿Puede el cine, en tanto que producto industrial, aspirar a esa autonomía y a su existencia como arte?

-Su naturaleza industrial ha proporcionado al cine una gran capacidad de reproducción y difusión, pero lo ha privado a la vez de otras muchas cosas, impidiéndole con frecuencia crecer liberándose de tutelas. Sin embargo, no sólo como lenguaje artístico sino como producto industrial ha gozado muy pronto de esa autonomía de la que creo habla usted. Y la ha mantenido un tiempo largo, durante el cual fue el monarca absoluto del espectáculo, el que llenó las principales horas de ocio de millones de ciudadanos en el mundo entero. Es hoy cuando ha perdido esa autonomía, hasta el punto de que lleva una existencia vicaria, sumergido dentro del audiovisual. Es indudable que para hacer una película hay que pasar por un gran número de aduanas y ventanillas, entidades bancarias incluidas, privadas y públicas. Si la pantalla fuera como una hoja de papel en blanco en la que, sin más, se pudiera escribir... Sin embargo, hay ciertos signos en el aire que anuncian otras posibilidades, ese grado de autonomía que los autores necesitan para trabajar en un régimen de suficiente independencia. Se trata de algo por lo que merece la pena luchar, y que quizá sólo es posible obtener en los márgenes del bienestar, donde todavía parece que se da un cierto interés primario por las cosas y no por el mero movimiento del dinero o el uso compulsivo de cualquier tecnología de punta. Es preciso no olvidar, además, que las mayorías fabricadas no son toda la gente, y que siempre quedarán oídos y ojos despiertos que piden otra cosa. El problema principal a resolver es el de la difusión de las obras realizadas a partir de este género de iniciativa, ver la manera de que puedan llegar a los espectadores que las solicitan en condiciones de suficiente igualdad con las demás.

-¿Es realmente posible hacer cine desde los márgenes, como postulaba usted en una conferencia en 1994, tomando en cuenta los bajos presupuestos y, en general, las precarias condiciones con que se tendría que trabajar? Personalmente considero el ``margen'' como el lugar que le ha correspondido al arte en general en este periodo al que, sin embargo, algunos llaman de ``estetización de la vida''. ¿Puede usted comentar esta posible contradicción?

-Vivimos en un régimen de ocupación. Hay una industria, la estadunidense, que quiere apoderarse de todas las pantallas del mundo, y está a punto de conseguirlo. Existe, además, un espíritu colaboracionista en el aire, por todas partes. Pero hacer cine desde los márgenes no era algo que yo postulara. Intentaba simplemente reconocer el lugar de donde puede surgir una cierta renovación. Me refería así a una clase de cine que no trata de seducir al espectador a toda costa y por cualquier procedimiento, sino que quiere respetarlo como prójimo. Que no aspira a la riqueza, sino simplemente a sobrevivir sin renunciar a una dimensión crítica, tratando de reunir en sus obras belleza y verdad. Que esta pretensión llegue a resultar marginal es algo propio de los tiempos que corren. Pero ese cine ha demostrado ya, en muchos casos, que es posible producir magníficas películas dentro de unas determinadas condiciones de producción, por limitadas que puedan parecer en lo económico.

-En su conferencia ``Alternativas a la modernidad'' se refirió usted al cine de hoy como un modelo de representación cinematográfica presidido en algunas de sus tendencias dominantes por el manierismo. ¿Puede explicarnos cuáles son los rasgos principales de ese modelo?

-En el texto al que se refiere yo apuntaba que al cine moderno -el que surgió al final de los años cincuenta y que ocupó aproximadamente dos décadas- le siguió en Occidente, en los años ochenta, dentro de lo que convencionalmente se denomina cine de autor, un modelo de representación cinematográfica basado en una escenografía ni clásica ni moderna, más bien barroca. Presidida por la ironía y el distanciamiento, este modelo ha cultivado la mezcla de géneros, adoptando un estilo cada vez más manierista. Se caracteriza, entre otras cosas, porque sus imágenes nos remiten constantemente al cine mismo, como si solamente se alimentara de una parte, muy específica, de su propia historia. Fruto de una época esencialmente conservadora, pendiente en exceso de la seducción del espectador, fetichista al máximo, cultiva en exceso el guiño cómplice. De vez en cuando da muestras de talento, pero se trata, en la mayoría de los casos, de un talento menor.

-Dado el actual estado de las cosas en el cine, ¿puede decirse que éste, como actividad creativa autónoma, ha tenido una vida demasiado fugaz, de apenas unas décadas?

-Quizá... Sobre todo si nos referimos al arte popular que fue y ya no es. Era algo radicalmente distinto al entretenimiento de masas en que hoy se ha convertido. Se trata de una pérdida inmensa, de la que nunca nos podremos consolar. Al mismo tiempo, es cierto que el cine ha evolucionado vertiginosamente, quemando etapas, recorriendo un camino que las demás artes han tardado siglos en completar. Integrado en el audiovisual, sumergido en ese magma que forman la televisión y la publicidad, ¿qué posibilidades le quedan de sobrevivir? Probablemente sólo las que guarda en su naturaleza original, en más de un aspecto apenas explorada.

-¿Esa desaparición del cine como arte popular supone también una pérdida para la cultura de los países, cuyo pasado y presente no es ya representado de un modo tal que pueda convertirse en referencia para sus ciudadanos?

-Supone una pérdida general sin distinciones, a todos los niveles, en la medida en que el cine ha tenido desde sus orígenes una proyección universal incomparable. Y es evidente que entraña una pérdida capital en lo que se refiere a la identidad de los países donde más y mejor floreció. Basta pensar, por ejemplo, en lo que supuso para Italia, al acabar la segunda guerra mundial, la extraordinaria experiencia del cine neorrealista. De ella se ha llegado a decir que contribuyó decisivamente a reconquistar para el pueblo italiano la dignidad perdida, algo que le permitió mirar de nuevo al resto del mundo cara a cara.

-Me parece que la noticia de que no realizará la versión cinematográfica de El embrujo de Shanghaiha sorprendido, y defraudado, a muchísimas personas. Es probable que para explicar este hecho se recurra a la leyenda que desde hace tiempo parece rodearle, según la cual es usted un director difícil para los productores.

-Sí, puede que eso suceda. Al fin y al cabo es lo más cómodo para todo el mundo. En cuanto a la leyenda, creo que no se corresponde con la realidad. En fin, habría que preguntar qué se entiende exactamente por ``difícil''. Yo no me he parado a pensarlo, pero sí quiero decir una cosa: jamás he buscado, y mucho menos cultivado, de forma voluntaria, por esnobismo o coquetería intelectual, la singularidad o la marginación. Soy alguien que se toma su trabajo muy en serio, nada más. Y en lo que se refiere a los resultados comerciales -supremo argumento, es sabido-, ninguna de mis películas se ha saldado con pérdidas para el productor. Sin embargo, esa leyenda existe, y no me ha hecho ningún favor.

-Pero ¿a qué causas específicas se debe atribuir el desenlace de su proyecto basado en el libro de Marsé?

-La historia es larga, y no sé si es ocasión de abordarla. He trabajado en este proyecto más que en ningún otro. Pero las situaciones que me ha tocado vivir, y que no esperaba pudieran producirse, me han empujado finalmente a renunciar al mismo.

-¿Puede contarnos lo que sucedió?

Hablar de este tema me cansa. Todo empezó cuando el productor, Andrés Vicente Gómez, atendiendo la sugerencia de Juan Marsé, me propuso llevar al cine El embrujo de Shanghai. La novela me interesó mucho, ya que existían en ella, además de unos personajes atractivos, una atmósfera y unos temas que me resultaban familiares. A lo largo de tres años he llegado a escribir hasta diez versiones del guión. Las personas que ocasionalmente pudieron leerlo -entre ellas el propio Juan Marsé- manifestaron en todos los casos una impresión favorable, incluso entusiasta. Para la producción, el único motivo de inquietud que esa lectura parecía suscitar era la duración -aproximadamente tres horas- de la historia. Una duración, sin embargo, que no era fruto de la improvisación, sino largamente meditada, acorde con uno de los rasgos capitales del relato de Marsé: el reflejo del paso del tiempo, la huella que dejaba en la vida de sus protagonistas. Como en el mundo existen y seguirán existiendo películas que alcanzan esa longitud y son distribuidas normalmente, pensé que era razonable luchar por sacar adelante el proyecto tal y como había surgido. Comencé a preparar la película en 1998, y entonces aparecieron las verdaderas dificultades. La producción mantuvo en ese período unas pautas -a propósito de los decorados, del rodaje en un auténtico plató, del plan de trabajo- que no se correspondían con las necesidades de la película tal y como había sido concebida, ni tampoco con su ambición inicial de lograr una obra internacionalmente competitiva, al máximo nivel. Una cicatería que contrastaba llamativamente con la imagen espectacular que se tendía a proyectar públicamente.

-¿Qué explicación cabe para esa contradicción?

-No lo sé exactamente. En un primer momento pensé que podía existir un problema de financiación. Todavía hoy sigo sin comprender tantas cosas... Por ejemplo, que no se hizo nada en su momento para contratar en firme a Fernando Fernán Gómez, el actor para quien había escrito uno de los personajes, que lógicamente atendió a otras ofertas profesionales, suscitando así un problema de fechas. A principios de junio del '98, cuando estaba a dos meses del inicio del rodaje y había que empezar a construir los decorados, me tocó vivir una de las situaciones más duras: de la noche a la mañana, el productor suspendió la preparación. Entre otras cosas, todo el largo trabajo de casting, dedicado a la búsqueda de los intérpretes protagonistas -chicos y chicas comprendidos entre los trece y los catorce años de edad, periodo de la vida donde el paso del tiempo, por pequeño que sea, introduce cambios vertiginosos-, quedó echado a perder. Los motivos que, a modo de explicación de su acto, dio Andrés Vicente Gómez a posteriori eran en su mayoría muy confusos. El caso es que, pasado un tiempo, me comunicó que la película de tres horas era inviable y que debía acortarla. Comprendí que, definitivamente, él no iba a hacer nada por superar esa dificultad. Así que no me quedaban más que dos alternativas: decir adiós o bien modificar el desarrollo del guión. Tratando de salvar al menos una parte de mi trabajo, opté por lo segundo. A finales de diciembre del '98, y a pesar de la pérdida -en mi opinión, importante- que suponía para la historia, acabé una nueva versión del guión, que reducía en cuarenta minutos, aproximadamente, su duración. Sin embargo, para mi sorpresa, esta medida no logró modificar los planteamientos de la producción. En definitiva, lo que prevalecía era la misma notable falta de adecuación entre los medios y los fines. Cansado, acabé tirando la toalla.

-¿Se trató de un desacuerdo acerca de la naturaleza y características que debía tener la película o de un asunto de orden estrictamente presupuestario?

-Es difícil separar ambas cosas. El presupuesto depende del plan de trabajo, y éste, a su vez, del carácter que se quiere dar a la producción. De lo que estoy seguro es de que la modificación última del guión entrañaba una reducción de los costos, que no creo hayan llegado a alcanzar nunca las cifras que públicamente se han barajado. Más bien cabe hablar de una falta de coincidencia en la consideración de la naturaleza de la película, y especialmente en la estimación de las necesidades de mi trabajo. Quiero decir mis necesidades respecto a la realización de la obra, porque yo personalmente no hice ninguna nueva reivindicación acerca de mi salario. Es más, he dedicado tres años a las distintas versiones del guión sin ningún cálculo monetario, renunciando a otras ofertas profesionales, ya que para mí lo más importante era la película. Eso lo sabe bien Juan Marsé.

-¿En qué consistía la posible singularidad de su proyecto?

-Del proyecto original, el único rasgo fuera de lo común era su longitud. Se trataba en lo esencial, para mí, de una película de carácter intimista; baste decir que, a diferencia de lo que sucede en la novela, la ciudad de Shanghai ni siquiera aparecía. Todo el tema del exotismo, del lugar remoto y legendario donde la protagonista, al amparo de la vida clandestina de su padre, depositaba su ilusión de un futuro mejor, cristalizaba en unos cuantos objetos llegados de Extremo Oriente: un par de postales, un chipao y un abanico. Yo era un chaval en la época en la cual transcurre la historia y sé en qué consistía entonces el exotismo para los pobres. Mi propósito era crear una escenografía del sueño. Las cosas soñadas tienen en el cine más presencia verdadera que las reales, especialmente si brotan de la imaginación de una niña enamorada. Por eso el título provisional de mi guión era La promesa de Shanghai.