La Jornada Semanal, 6 de febrero del 2000



Guillermo García Oropeza

De la vejez de Casanova

Guillermo García Oropeza recuerda a Giacomo Casanova, espía de la República Serenísima, Gran Maestre de la masonería francesa y ``precursor de una revolución que después deploraría''. Fue, además, médico sin título, violinista desafinado, novicio pecaminoso, enfermero descuidado, mago errático y, sobre todo, libertino de tiempo completo y espíritu clásico que ``elude los vicios autodestructivos'' y defiende la inmensa virtud que sólo se consigue a través del ejercicio del placer. Este ensayo deja una rosa ``sobre la tumba del veneciano fugaz''.

Algunos dicen que fue el hijo muy pobre de dos comediantes, otros lo reducen a la condición infamante de bastardo de algún rufián desconocido y fugaz. Pero Giovanni Giacomo Casanova (él se añadió después el prestigioso y ligeramente falso ``Seigneur de Seingalt'') fue por encima de todo hijo de sí mismo, de su talento portentoso. Aventurero itinerante tal y como lo había sido el padre fantasmal, ya sea el cómico de la legua o el abandonador de mujeres, Casanova conoció todos los oficios del arte de sobrevivir: espía para la República Serenísima, Gran Maestre de la masonería francesa y precursor, por lo tanto, de la revolución que después deploraría; médico de ocasión, violinista, bergante, novicio de monje, enfermero de nobles que se curaban con las vivísimas narraciones del véneto, mago fallido que intentó cambiar de sexo a Madame d'Urfé, que vivía frustrada porque en su condición secundaria de mujer jamás, jamás (``jamais de la vie!'') podría llegar a ser ``un libertin, un scélérat absolut'' y que supuso ``poverella!'' que Casanova, como Cagliostro, dominaba las sabidurías secretas del Egipto.

Casanova hizo fortunas, también fugaces, ganando a las cartas a ingenuos burgueses con quienes practicaba, con elegante desgano, todas las trampas del oficio (los burgueses que conservarían memoria orgullosa del desplume a manos del veneciano como si hubiera sido uno cicatriz en la mejilla dejada por un duelo aristocrático). Por cierto que Giacomo se batió en duelo, a su vez, una mañana muy temprano en el Bois de Boulogne y luego curó a su herido contrincante con un ungüento mágico, lo que le ganó para siempre un amigo agradecido y generoso.

Casanova viajó sin detenerse por toda Europa, en aquellos años en que era tan cansado viajar, a la búsqueda de interlocutores inteligentes; así conversó con Voltaire -que era, como él, aéreo y racional- y sufrió la compañía de Rousseau -que era un sentimental insoportable, enamorado siempre de su atlética capacidad de amar y de penar entre arroyos de lágrimas y mistrales de suspiros. Casanova, que algo sabía sobre eso de los amores, estaba convencido de que la pasión y el sentimiento (sobre todo el sentimiento) poco tienen que ver con la muy concreta realidad amatoria que está más cercana quizá al ``jeu de paume'' (aquel elegante abuelo del tenis) o a la esgrima con florete, a la equitación en el bosque (desnudo y a pelo)o a orillas del mar, a los juegos de naipes, al tarot egipcio y al marsellés, o quizá a un buen y pausado ajedrez jugado con piezas de marfil de China. Como buen clásico (Talleyrand fue otro) Casanova previó que el Romanticismo sería vulgar, excesivo, insufrible.

Hijo de su irrecuperable siglo XVIII, Casanova se movió en medio de un ballet de noblezas; de pelucas empolvadas; de falsas danzas pastorales en el jardín del Trianon; de misas negras mandadas decir por las favoritas del rey, enfermas de celos y poder; de oficiales que regresaban de América enamorados de la ilusión de la libertad. Casanova sabía que en esa centuria tan francesa, todo -los cuadros, el clavicordio, la arquitectura, el teatro o el arte del jardín- debía obedecer la ley suprema de la medida, de la estricta austeridad del placer.

Fiel a esa ley, Giacomo practicó su magno arte de la seducción. Su única posible competencia fue aquel fantasma musical de Don Giovanni que fanfarroneaba en la ópera, enumerando el vanidoso catálogo de sus conquistas:

Pero Casanova, que no tenía espíritu contable, prefería recordar o imaginar las infinitas variedades del amor con las mujeres: la doncella campesina olorosa todavía a heno y a flores humildes; la baronesa otoñal y melómana; la monja en trance de crisis vocacional; la dulce burguesita que enfermará de viruelas, a la que Casanova cuidará hasta el final intenso; la falsa sobrina del Papa; las incontables esposas que le contarán las infidelidades y torpezas de los incontables maridos; la mujer coja que le plantea nuevos pasos del ballet amoroso y, entre tantas posibles culminaciones, la aventura aquella con dos hermanas gemelas, de igual hermosura, de igual perversión, quienes, en la misma noche, interpretan con Casanova una ópera silenciosa (fugaz también) de espejos iluminados, a la sordina, por un candelabro pérfido.

Casanova, espíritu clásico, elude los vicios autodestructivos del Romanticismo que vendría y no son, por tanto, para él los opios que frecuentaba oníricamente De Quincey o el brutal ajenjo de Verlaine, sino tan sólo el buen vino borgoñón nutritivo como la leche de aquella cómica que lo trajo a la luz decantada de Venecia. Pero pese a sus disciplinas, austeridades y baños en azufrosos balnearios tedeschi, un día triste, muy triste, Casanova tuvo que colgar en el muro, junto al falso escudo de la Casa de Seingalt, su espadón heroico de mil batallas, para luego, ¡oh dolor!, calarse las gafas y ponerse a redactar sus memorias que son veraces aunque se compongan de puras fantasías.

Y fue entonces cuando, premiado por Afrodita, amada diosa chipriota que le agradecía tantas devociones, tantos trabajos en su honor, que un Giacomo viejo, muy viejo ya, pudo alcanzar aún dos o tres encuentros finales en una cálida alcoba presidida por maternal chimenea, encuentros con bellas mujeres en insuperable punto de madurez, a las que pudo ofrecer ya sólo sus historias, sus literaturas, sus recetas de cocina y de hechicería, algún monólogo recitado en batón y gorra de dormir y, sobre todo, el catálogo total de sus caricias hechas ya de pura suavidad, de pura ``tenerezza, di soave morbidezza'' y de la materia con la que se hace la nostalgia. Caricias como de quien modela una arcilla perfumada con dedos sapientísimos; caricias como el soplo sutil que intenta reanimar el fuego de un rescoldo indeciso; caricias que son como morder un turrón de España hecho con almendras molidas al polvo de oro.

Ya sin cuerpo casi, Casanova amó también con el puro espíritu, con el puro ``esprit''. Y la diosa a la que rendía su final homenaje le inspiró a las mujeres (como alguna vez lo había hecho con la Helena de Menelao) el amor, o al menos algo que se parecía al amor y que después encarnaría en candelas encendidas en la oscuridad de una iglesia por el descanso del alma del gran maestro de su arte magno, o en la rosa dejada con cierta coquetería sobre la tumba del veneciano fugaz.