* José Cueli *

Sueño, frenesí a caballo

Allá sobre la cueva perdida, en pleno centro de la ciudad, llegó Pablo Hermoso de Mendoza, el caballero español, a enseñar el santo toreo y a fe que ningún rincón torero necesitaba tanto de un toreo clásico como la Plaza México. Extraviados, los "cabales" no podíamos menos que alegrarnos. Don Pablo no podía faltar a estas tardeadas mexicanas del invierno con todo el esplendor de sus caballos Chicuelo, Cagancho y Albaicín para abrirnos al propio tiempo que el paraíso torero, las negras vorágines de la muerte.

El aliento de los caballos ųtorería puraų llenó el coso de una agradable tibieza que amortiguaba de tal modo la crueldad propia de la fiesta. Vaya manera de embarcar a los toros y meterlos en el temple citando en corto y toreando de dentro a afuera, y de afuera adentro, para despedirlos cargando la suerte debajo de la grupa... Hechicero del toreo a caballo, nos hacía pasar de la crueldad a la belleza, de los campos malditos al paraíso. Es evidente que don Pablo Hermoso está hecho de otra sustancia, pareciera haber nacido montado a caballo, listo para escuchar los olés de los ángeles. En esta fecha quedó signada la verdad del toreo y la plaza invadida de un dulce encanto y una deliciosa perplejidad, porque, ninguna faena podía superar la claridad del rejoneador frente a cuya sabiduría, elegancia y un "no se qué" gracioso, se oscurecía el resto de la tarde. Solos en el coso quedaban don Pablo, Chicuelo y Cagancho.

Enrique Ponce venció a la Plaza México que le había regateado el éxito en la temporada, como un torero cuyo nervio estaba en la perfección de líneas, en armonioso dinamismo al caminarles a los toros, reflejo de su agitada vida interna. šDon Enrique y don Pablo, qué torerazos!