Universidad y responsabilidad nacional

* Rolando Cordera Campos *

La Universidad Nacional pasa por el momento más oscuro de su historia reciente. Podría decirse que la institución vive su hora cero y que su porvenir ha sido de plano puesto en entredicho.

El rector De la Fuente lo ha reiterado: lo que está en juego hoy es la noción misma de universidad pública, tal y como fue construida por los universitarios y la sociedad mexicana desde 1945. En esta perspectiva, la reapertura de la UNAM y la solución del conflicto, la posibilidad de un congreso para reformar la universidad o la recuperación del tiempo académico perdido, sin perder importancia, tienen que ubicarse en lugares subordinados en la escala de prioridades de la universidad.

Toca a las comunidades universitarias, pero también al Estado y a la sociedad en su conjunto, deliberar y decidir sobre la cuestión apuntada por De la Fuente: se quiere o no, y de qué manera, contar con una universidad pública que, además, por sus contenidos y alcances merezca el calificativo de nacional.

Se desdeña esto último ahora, con desconcertante liviandad, al reputarlo de "mito", pero debería ser claro para todos que aun en ese caso improbable, el asunto no está resuelto. Descalificar el carácter nacional de la UNAM exige mayor rigor. Sin embargo, lo más relevante ahora es lo que tiene que ver con el apelativo de pública que, como se ha dicho, ha sido puesto en cuestión una vez más al calor de esta delirante huelga. Al cuestionar o cuestionarse dicho carácter público, desde el Estado, la academia o la empresa, lo que se postula o se insinúa, según sea el caso, es la tesis de que el compromiso público o de Estado con la educación debe circunscribirse a la formación básica, hoy extendida a la secundaria.

Se llega a afirmar, con una notable falta de visión, que es así, y sólo así agregan los pedantes, como la sociedad a través del gasto público puede darle a la educación una misión equitativa, la cual se distorsiona cuando la educación superior se asume como una responsabilidad también pública o estatal.

No hay ciencia en esta materia, mucho menos si la discutimos dinámicamente y la inscribimos en el contexto siempre mutante de la globalización económica y cultural que definirá la historia del siglo entrante. Resulta hasta pueril volver hoy a un debate que debería haber quedado en el pasado: lo que entendemos por educación básica, es del todo insuficiente para formar los ciudadanos y las capacidades productivas que la sociedad y la producción exigen, si se quiere que México se mantenga en el futuro previsible como una formación nacional dinámica y gobernable.

De esta proposición podría derivarse la necesidad de una educación superior potente y amplia, de calidad, a la vez que de masas, pero no necesariamente una buena justificación de su carácter público.

Lo primero puede sustentarse mejor si se atiende a la manera como se distribuyen los recursos de la sociedad y, en particular, al modo como se participa en los frutos de la actividad económica. Ni la empresa ni los individuos pueden hacerse cargo de las tareas implícitas en el desarrollo educativo superior de un modo satisfactorio y, a la vez, es claro que la mayor parte de las familias no están hoy, ni estarán mañana, en condiciones de sufragar los gastos que implica una educación superior de calidad.

Por otro lado, debido a la forma que adoptó el desarrollo de la investigación científica, y en menor pero importante grado el de la propia educación superior, en la UNAM se concentraron recursos cuya dispersión podría resultar desastrosa. En ambas dimensiones, la de la investigación y la educativa, definir esos recursos, instalaciones, saber acumulado, etcétera, como nacionales, ahora bajo la responsabilidad institucional de la UNAM, puede ser un buen primer paso para construir un verdadero sistema nacional de educación superior e investigación científica, capaz de articular racionalmente esfuerzos y una efectiva y productiva circulación de destrezas y conocimientos a todo lo largo y ancho de nuestra geografía educativa, ya muy diversa pero todavía carente de solidez y fuerzas dinámicas que le permitan una sana reproducción autónoma.

Nada de lo dicho tendrá futuro si la sociedad, la empresa y el Estado se mantienen renuentes u omisos ante la gran falla que emergió como volcán en estos tristes y duros meses de la huelga universitaria: la inseguridad profunda de las familias y la pobreza y el empobrecimiento de millones de ellas, cuyos hijos e hijas, sin embargo, llegan y llegarán a los umbrales de la educación superior.

Para las familias favorecidas por la distribución del ingreso, la UNAM que saldrá de la huelga perdió atractivo como opción. Sus hijos buscarán otros caminos y la UNAM se perderá de su concurso que en muchos casos, por sus antecedentes educativos, podría haber sido enriquecedor, en las aulas y fuera de ellas. Para las otras familias, no favorecidas o empobrecidas pero dispuestas de todas formas a invertir en la formación superior de sus hijos, la inversión en la UNAM se presenta como de alto riesgo. No habrán dejado de valorarla como opción, pero tendrán que hacer unos círculos cuyos resultados pueden no ser los mejores para el destino educativo de los jóvenes, mucho menos para la universidad cuya existencia y crecimiento son inconcebibles sin un flujo adecuado de estudiantes.

Estas son algunas de las tribulaciones de nuestra universidad silenciada. Romper este absurdo y doloroso silencio es, qué duda cabe, responsabilidad de los universitarios en activo, como los ha definido José Blanco.

Dejarla a la deriva, como de nuevo proponen algunos, no le resolverá a nadie problema alguno; sí, con toda seguridad, habrá significado una vergonzosa quema de riqueza cultural que ni en las sociedades primitivas se admitía como rito expiatorio.*