* Guillermo Almeyra *

Los poderes y el poder

La brevísima experiencia ecuatoriana de un doble poder estatal enseña mucho y, sobre todo, puede permitir predecir desarrollos futuros teniendo en cuenta que los indígenas se han refugiado en sus incipientes y mal consolidados poderes locales y que el poder estatal central vaga por las calles y las montañas, ya que quienes querrían reprimir masivamente no pueden hacerlo y están demasiado divididos mientras el poder real --el que reside en Estados Unidos y en los organismos del capital financiero internacional-- necesita imprescindiblemente del Estado local, de la política local, de las leyes locales, para ejercer su dominación.

Los indígenas fracasaron porque creyeron ingenuamente que con su sola presión, que había dividido al ejército y a la Iglesia católica, podían derribar instituciones roídas desde el interior, podridas, como el Parlamento que estaba realmente desprendido y aislado de la sociedad real y desprestigiado por las sucesivas deposiciones de presidentes, o la cohorte de jueces corruptos. Sin visión clara sobre qué hacer con el poder central ni decisión de ocuparlo repitieron, en otro momento y en otra escala, lo que ya habían hecho en su tiempo y en México Emiliano Zapata y Pancho Villa en el Palacio Nacional y se retiraron pero quedándose, en un reflujo que puede ser doloroso y largo. Doblemente ingenuos, creyeron que el nacionalismo revolucionario y popular, que efectivamente es la conditio sine qua non para la radicalización de un militar, era ya la transformación de los coroneles los cuales, sin embargo, seguían creyendo en las jerarquías y no se sentían en condiciones de crear, desde las raíces, aunque fuese efímeramente, otras instituciones realmente legítimas aunque no fuesen legales.

En esa cadena de delegación del poder central --de los indígenas a los coroneles, de éstos a sus generales-- se fue la posibilidad de legalizar la legitimidad conquistada en la lucha y en la conciencia popular y se perdió aquélla de generalizar los poderes locales con un poder central estatal democrático y pluralista. Por temor a tener que enfrentar la resistencia de las clases dominantes y sus organismos represivos, que entonces estaban débiles, confundidos y divididos, ahora los indígenas deberán enfrentar --cuesta arriba-- la iniciativa y la represión de un sector que no admite treguas ni hace concesiones y que se ha reforzado precisamente porque los ven- cedores --aunque fuese por un corto tiempo-- no supieron vencer ni aprovechar su victoria.

El tiempo de los indígenas, por supuesto, es largo y es otro y ahora vuelven a empezar casi desde el principio, yendo a las bases, bloqueando caminos, presionando, ganando aliados. Pero la presión por sí misma no basta, aunque sea indispensable para cambiar las relaciones de fuerzas generales y crear poderes locales, doble poderes. Estos son, por otra parte, efímeros y se definen según la capacidad de ejercer la fuerza, legítima o no, y no según la razón. La ocupación del terreno y los pasos ante el arco realmente preparan el gol, pero para ganar, además de la hegemonía en el terreno, hay que meter la pelota en el arco, vencer al portero, romper la red. Los indígenas y los campesinos --como en todas las revueltas y, sobre todo, las revoluciones-- necesitan atraer de su parte lo mejor del ejército y de la Iglesia, deben ganar aliados, pero no deben ser dirigidos por ellos, que no ven el mundo con la misma decisión y falta de privilegios. Por lo tanto, ahora, mas que tomas de carreteras, son necesarias tomas de posiciones políticas y programáticas que puedan dar una base sólida a un frente popular lo más amplio posible, pluralista y democrático y, a la vez, marcar un sendero, construir una memoria, por encima de los líderes populares, que deben ser transitorios si el sujeto real debe ser el movimiento colectivo.

Frente a la represión, la resistencia pública y clandestina de los indígenas y de los trabajadores sirve para luchar por liberar a los presos, por impedir nuevos encarcelamientos. Pero sirve sobre todo para desgastar a las fuerzas represivas, desmoralizarlas, conquistarlas en parte y para armar a los trabajadores desarmados conquistando la cabeza de los que sí tienen armas y conquistando las armas necesarias en el momento en que sean eventualmente indispensables para defender la legalidad, como hicieron los trabajadores españoles en los años 30 frente al levantamiento de los altos mandos asesinos, respaldados por los terratenientes, la banca, los poderes internacionales fascistas y la estructura ecle- siástica, Vaticano incluido.

 

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