La Jornada Semanal, 30 de enero del 2000



Millennium


Enrique Semo


Por orden del rey

Los reyes dominaron el escenario del poder desde el inicio de la historia escrita hasta hace dos siglos. En México existe una tradición monárquica de más de 3 mil años que sólo se truncó definitivamente con el fusilamiento de Maximiliano de Austria en 1867. A lo largo de su dominio, surgieron tradiciones políticas que siguen influyendo en la humanidad hasta nuestros días. El parlamento inglés, el autoritarismo mexicano y el federalismo alemán se consolidaron mucho antes que el desarrollo de las sociedades modernas. Cada pueblo desarrolla su propia cultura política, pero una vez que sus instituciones principales se constituyen bajo las primeras monarquías, es muy difícil cambiarlas. No podemos comprender el mundo actual sin tomar en cuenta las prácticas tradicionales de cada nación, porque la asimilación de los cambios técnicos o sociales debe adaptarlos a su propia historia y a prácticas profundamente enraizadas.

La autoridad de los reyes se sustentaba ante todo en la legitimación religiosa y su reproducción exigía hacer frente a luchas por el poder internas y externas. A lo largo de accidentadas historias, su poder fue centralizado, ampliado y, finalmente, hacia los siglos XIX y XX, condicionado o destruido. Durante todos esos siglos, las sociedades monárquicas estuvieron marcadas por una concentración drástica de la riqueza, el estatus y la autoridad en las manos de pequeñas clases gobernantes que se apropiaban una buena parte del ingreso, mientras el resto de la población vivía a niveles de subsistencia. Y sin embargo, el dominio de la monarquía rara vez era cuestionado. El pueblo podía movilizarse para apoyar a un candidato al trono contra otro, pero nunca dudó de la institución. Durante milenios, los gobernantes derivaron su autoridad de la sanción divina y, en cierta medida, de la tradición y la ley que también necesitaban un respaldo divino. Por eso, cuestionar la autoridad real o la tradición era un sacrilegio. Atacar al rey era atacar a Dios o a los dioses.

Hasta que se iniciaron las revoluciones de los siglos XVI y XVII, los monarcas podían contar con que la población aceptaría su dominio calladamente y sólo tenían que cuidarse de enemigos externos y de disidentes de su propia aristocracia. Pero a partir de ese momento, la situación cambió. El principio de la autoridad en nombre del pueblo o la soberanía popular comenzó a abrirse paso, cuestionando el derecho divino a la monarquía hereditaria. La revolución francesa cuestionó radicalmente una larga era en la cual la política era asunto de unos pocos, haciendo de ella un asunto cada vez más público. La idea de que la autoridad dimana del pueblo es vieja, pero sólo se ha generalizado recientemente. Debe algo a la Grecia clásica que desarrolló el concepto de ciudadano y sus derechos, y durante periodos cortos practicó un tipo de gobierno en el cual todos los hombres adultos participaban en política. A pesar de que después se impuso la monarquía, la experiencia siguió encendiendo la imaginación de los voceros del cambio.

En la época medieval, la idea del mandato popular se abrió camino en la teología cristiana, partiendo del principio de la igualdad de los hombres ante Dios. Esa concepción hacía a gobernantes y gobernados parte de una misma comunidad. Como miembros bautizados de la iglesia, todos tienen acceso a los sacramentos y todos son sujetos de la ley divina. La idea, que prevaleció en las primeras comunidades cristianas, fue debilitándose con la jerarquización y burocratización de la Iglesia Católica que se concibió como la única portadora de la gracia divina sobre la tierra. Pero hacia el siglo XVI, en las luchas de Reforma, la idea de la soberanía popularÊvolvió a abrirse paso, primero entre los protestantes y poco después entre los teólogos católicos. Uno de sus exponentes más brillantes y sistemáticos fue el jesuita español Francisco Suárez (1548-1617), que llevó el título de Doctor Eximias. Filósofo, jurista y uno de los fundadores del derecho internacional, Suárez es considerado frecuentemente como el pensador escolástico más importante después de Tomás de Aquino y uno de los más grandes teólogos jesuitas de todos los tiempos.

Hijo de un abogado acomodado, estudió en la Universidad de Salamanca e ingresó a la Sociedad de Jesús en 1564. Desde 1571 comenzó a enseñar filosofía y en 1580 fue nombrado instructor en el colegio jesuita de Roma. En 1593, Felipe II lo nombró profesor en la Universidad de Coimbra. Autor erudito, sistemático y prolífico, produjo una extensa obra que incluso en la edición incompleta de París (1856-78) comprende veintiocho gruesos tomos. Su principal obra filosófica, Disputationes Metafisicae, fue usada durante más de un siglo como texto en las universidades europeas, tanto en los países católicos como en los protestantes. Sus enseñanzas crearon una fuerte corriente que fue bautizada con el nombre de suarezismo. A solicitud del papa Pablo V y otros, escribió una serie de trabajos sobre la naturaleza del Estado cristiano. En una de ellas polemizó con el rey Jacobo I de Inglaterra, que quería erigirse en jefe de la Iglesia Anglicana, apelando al principio del origen divino de la autoridad real. Suárez defendió la teoría de que los portadores originales de la autoridad son los pueblos y que los Estados son resultado de un pacto social basado en la libre voluntad y el consenso de la comunidad. Jacobo I premió sus esfuerzos quemando, en la escalinata de la Catedral de San Pablo en Londres, la obra en que exponía su tesis, Defensio Fidei (Defensa de la fe). En ella, Suárez sostiene que el hombre sólo es súbdito de Dios y no puede ser reducido a servidumbre o sujeción por otro hombre, ni obligado a reconocerlo como jefe y señor secular. Sin embargo, el gobierno político introducido debidamente (que no es fruto de usurpación o tiranía), es justo y legítimo y debe aceptarse. Esto es así porque el hombre tiende por naturaleza a la sociedad civil y ésta no puede conservarse sin justicia y sin paz, que, a su vez, son funciones de un gobernante con potestad preceptiva y coercitiva. La presencia de los gobernantes con potestad responde por lo tanto al derecho natural. Sin embargo, no se puede inferir de ello que Dios haya otorgado la potestad a los reyes directamente.

El gobierno político procede directamente de Dios pero éste no lo concede inmediatamente al rey sino a los hombres reunidos en la sociedad o perfecta comunidad política. Por lo tanto, la potestad radica no en una persona o en una junta de muchos, aun cuando éstos sean los mejores, sino en todo el pueblo constituido en comunidad. ``Sin la intervención de ninguna revelación o de la fe -escribe Francisco Suárez- por el solo dictamen de la razón, se llegaría a reconocer tal potestad de la sociedad humana, como necesaria para su conservación y su justicia.'' Recuerda que hay diversos tipos de gobierno, pero Dios no ha dado la potestad política a ninguno de ellos directamente, ni al rey, ni a la aristocracia, ni a un senado, sino a toda la comunidad. La democracia es la institución primigenia, aun cuando no necesariamente la mejor forma de gobierno. La realeza hereditaria es institución humana y puede asumir una variedad de formas, siempre y cuando éstas no repugnen a la razón y al libre albedrío.

Suárez llega hasta la legitimación del tiranicidio (deposición y ajusticiamiento del tirano) en defensa de la vida del ciudadano o el bien público. Sostiene que hay dos tipos de tirano, aquel que ha usurpado el puesto y quien siendo de origen legítimo ``gobierna tiránicamente en el ejercicio de su gestión, esto es en el sentido de que todo lo ordena hacia su medro personal, desatendiendo el bien común, o aflige injustamente a sus súbditos robando, matando, pervirtiendo o cometiendo contra la justicia otras semejantes cosas de manera pública y frecuente''. No es lícito que un hombre privadoÊse haga justicia por su propia mano para defender sus bienes, pero en defensa de su vida sí puede defenderse e incluso causar la muerte del rey. También es lícito oponerse al gobernante si éste ataca a la República. ``Porque si está permitido hacerlo por la propia vida, mucho más por el bien común.'' Y aun cuando introduce numerosas salvedades, no deja duda alguna acerca del derecho de oponerse a la tiranía incluso con la violencia: ``cualquier persona privada, siendo miembro de la república que padece la tiranía, puede dar muerte al tirano si no hay otro recurso para librar de él a la república.''

En junio de 1613, con la publicación de Defensio Fidei, Francisco Suárez reitera, sin salirse de la escolástica católica, tanto la soberanía del pueblo como el derecho de éste a oponerse a la tiranía incluso con las armas en la mano .