La Jornada Semanal, 30 de enero del 2000



Carlos García-Tort

el cuento del domingo


En caso de emergencia


Los cuñados eran tan parecidos (chaparritos, bigotones, canosos y con lentes bifocales), que para un psicólogo social resultarían totalmente distintos. El cuento de García-Tort circula por los terrenos de la grilla local, la sociedad vecindaria, las ``cruces'' y su lastimero aullido, los ``señores licenciados'' y las madrugadas de las unidades de urgencias. En el anticlímax hay un aliento chejoviano y, a lo largo del cuento, el lenguaje, sus giros infatigables y sus poderes para comunicar o incomunicar, se vuelven el personaje central. A lo lejos cruza el yate del Tigre Azcárraga y, desde la playa, contemplan su paso victorioso los chaparritos bigotones vestidos con terlenka.

A Andrea Huerta

A David A. y a Oscar T.

Leyes hechas, estatuas vistas, odas acabadas:
Todo tiene hoyo propio. Si nosotros, carnes
A las que un sol íntimo da carne, tenemos
Ocaso, ¿por qué no ellas?
Somos cuentos contando cuentos; nada..

Ricardo Reis

La tendría alguna vez en su poder? Llevaba tres meses pidiéndosela a su cuñado, pero éste se hacía el remolón. ``¿Para qué la quieres? Vas a hacer mal uso de ella. Además, tendría que autorizarte para usarla, pedir favores al Delegado -que me respeta pero no me quiere demasiado-, llamar al comandante de la zona por si las cosas llegan a mayores... No jodas, cuñado, no será para tanto con esos cabroncitos. Ve, tócales y diles que se callen, que apaguen su aparato, que tu cuñado las puede, amenázalos con la policía y santas pascuas.'' Vaya cuñado, siempre terminaba su discurso evasivo con esa muletilla que ya nadie usaba: y santas pascuas. Pero él insistía, no quitaba el dedo del renglón, y lo llamaba casi diario a su trabajo o a su casa: ``Anoche otra vez lo mismo, cuñado. El tocadiscos a todo volumen, los gritos y el escándalo hasta las seis de la mañana. Esos vecinos nos van a matar a desveladas. Están locos. Beben, gritan y reciben visitas toda la santa noche. Préstamela, cuñado, déjame sacarles un buen susto.''

Ya no quería que llegara la policía. Al principio sí, la llamó, pero nunca apareció, y su cuñado no hizo nada aunque se lo prometía una y otra vez. La verdad es que éste siempre lo consideró muy poquita cosa, un empleaducho, un burócrata de Caminos y Puentes Federales. Pero físicamente eran muy parecidos: chaparritos, bigotones, canosos y con lentes bifocales. Ahora, lo de sus vecinos ya era una cosa personal. Quería encararlos y que se humillaran, doblegarlos. De una vez por todas. Que supieran a quién tenían enfrente. Quería que lo respetaran. No sólo esos cabrones, sino todo el edificio. A todos les molestaba el escándalo diario, pero nadie se había atrevido a decir esta boca es mía. Eran jóvenes y se veía que nada les importaba. Además eran muchos (y muchas) los que entraban y salían de ese departamento frente al suyo. Pero eran tres los que vivían de planta ahí. Uno que siempre llevaba una gabardina raída y se reía con una risa de hiena que lo irritaba particularmente a las cuatro de la mañana. Otro alto y flaco, de pelo rizado y lentes oscuros, que siempre entraba abrazando una botella de tequila recién comprada, ya fueran las nueve de la mañana o las once de la noche. Y el tercero, un chaparro cejijunto, macizo, de pelo duro y crespo, y una mirada cínica que parecía burlarse de uno, sin reírse. Y las mujeres que llegaban a cualquier hora, solas o acompañadas, con las cabelleras sueltas y las miradas brillantes, enervadas; con minifaldas o mallas untadas a las nalgas y amplios suéteres bajo los que se agitaban, lúbricos y voluptuosos, los pechos liberados del sostén... ¿Qué ejemplo eran esas putas para sus hijas, que ya estaban en edad de merecer?

Pero una mañana, cuando menos lo esperaba, le habló el cuñado a su trabajo. ``Ya la hicimos, cuñao -le dijo, utilizando esta expresión norteña desusada en él, que manifestaba su buen estado de ánimo-. Me voy con el delegado a su campaña para diputado por Tlaxcala. Hay grandes planes, ya te contaré. Pásate el viernes por la casa. Te voy a dar tu gusto, eso que tanto me has pedido. Cuenta con ello. Chau.'' ``¿Chau?'', pensó, mientras oía el clic del teléfono. ``Mi cuñado está refinándose. Antes sólo decía `ahí la vemos'.''

El viernes llegó tarde a su casa. Venía de ver a su cuñado. En cuanto se extinguió el estrépito metálico que producía la puerta de entrada al edificio de la calle Guanajuato -de hierro, negra, pesadísima, carcelaria-, escuchó, todavía sorda pero inconfundible, la música estridente que identificaba a sus vecinos: casi podía verla bajar desde el cubo de las escaleras e ir corriendo a su encuentro por el tétrico pasillo, mitad mosaico mitad concreto, pintado de verde pistache y alumbrado por una luz tan mortecina que deprimía el ánimo de todos los que entraban al edificio. De todos, menos de sus vecinos que tanto parecían divertirse al amparo de esa eterna semioscuridad.

Cuando empezó a subir las escaleras se sorprendió al entrever un par de bultos que se agitaban en el segundo descanso. Se detuvo un momento, mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad, y luego decidió seguir; tosió discretamente para anunciarse, pero los bultos continuaron afanándose en lo suyo como si él no existiera. Eran el chaparro cejijunto y una frondosa mujer que había visto dos o tres veces acompañada por otro sujeto, pálido y con los pelos parados, que ella llamaba Bobi, como si fuera su perro. Aquéllos se besaban, jadeaban y se restregaban uno contra otra sin importarles que él pasara casi rozándolos: como si no existiera. Cuando llegó al primer piso, y antes de dar vuelta hacia su departamento, alcanzó a ver por el rabillo del ojo cómo la mujer se alzaba el suéter, dejando al descubierto unas tetas magníficas (por supuesto sin sostén), mientras ponía los ojos en blanco y le decía al chaparro ``¡Agasájate!'', y éste, con tres palmos de lengua fuera, se lanzaba sobre un pezón oscuro y eréctil, y luego sobre el otro para succionarlos escandalosamente. Se quedó allí, paralizado: el chaparro parecía tener por lo menos seis manos, todas realizando operaciones estratégicas. De pronto una puerta en alguna parte del edificio se abrió. Sobresaltado, se dio cuenta de que no se había movido y de que tenía una tremenda erección. Automáticamente se echó a andar por el pasillo hacia su departamento, pero no se detuvo frente a su puerta sino que siguió hasta el fondo, también en tinieblas, donde se acomodó el miembro, apartó los malos pensamientos y dio paso a la indignación, que le permitió sentirse nuevamente dueño de sí. Cuando acumuló suficiente cólera y la erección amainó, regresó frente a su departamento, sacó el llavero (que le mordisqueó el miembro) y entró.

Cenó con sus tres hijas adolescentes y su mujer. Cuando terminaron les dijo que no se retiraran a dormir, podían ver la televisión o escuchar discos, pero quería que estuvieran despiertas para que supieran cómo al fin, su papá, el hombre de la casa, ponía en su lugar a esos borrachos de enfrente. Las cuatro mujeres se miraron entre sí con expresión entre asombrada y escéptica. El sorprendió estos gestos y se dijo que estaba haciendo lo correcto, porque en esa casa ya empezaba a tambalearse su autoridad de paterfamilias.

Se sentó pesadamente en su sillón favorito, poniendo en la mesita de luz, entre animalitos y muñecas de porcelana, la botella de brandy español que tenía guardada para las grandes ocasiones y empezó a beber espaciosamente en un vasito coñaquero. Esperaba que el escándalo en el departamento de enfrente llegara a su clímax, para entonces montar la mise en scne que tanto había repasado durante tantas noches de insomnio.

Como a las dos de la mañana, mientras sus hijas y su esposa dormitaban reclinadas unas sobre otras, decidió que había llegado el momento. Pero, de pronto, se hizo un silencio sepulcral en el departamento de enfrente. El, que ya se había levantado, puesto el saco y tosía para aclararse la garganta, se quedó congelado frente a la puerta. En eso oyó cómo alguien tocaba, imperiosa y simultáneamente, su timbre y su puerta. Desconcertado, no se movió hasta que su mujer le dijo desde el sillón: ``Gordo, creo que están tocando la puerta. ¿No vas a abrir?'' ``Mejor no abras, apá'', dijo la más pequeña con tono preocupado. El se ajustó el saco, respiró profundamente y gritó: ``¿Quién?'' Del otro lado le respondieron: ``Soy yo, cuñao, no tengas miedo.'' ¡El cuñado influyente! Abrió bruscamente, molesto por el comentario. En el umbral se tambaleaba una figura pequeña y regordeta, con la corbata desarreglada y un faldón de la camisa de fuera. En una mano sostenía un enorme puro y en la otra una botella de coñac francés. Avanzó dos pasos y, con mirada bizqueante, observó a las mujeres sentadas en el sillón. ``¿Qué, interrumpo?'', dijo abriendo los brazos y lanzando una carcajada idiota. ``Vengo a que celebremos. Porque las bienaventuranzas, los regalos del Señor, los golpes de suerte o los reconocimientos al mérito propio, como es mi caso, deben compartirse y celebrarse con la familia, ¿no es cierto?'' Se dejó caer en el sillón favorito del paterfamilias, mientras exclamaba: ``A ver, hermanita, alcánzame un vaso para que me sirva.'' Luego, dirigiéndose al cuñado: ``Vengo de cenar con mi diputado y miembros del Comité Central de mi Partido en un restaurante de primera y, sobre todo, con un nombre profético: Los Irabién. ¿Qué te parece, eh? En un mes comenzamos la campaña por todo el estado yÉ''

Mientras el cuñado se ensartaba en un monólogo regocijado acerca de su futuro político, no sólo en la entidad, sino remontándose enjundiosamente hasta el plano nacional, disertando sobre concesiones, prebendas, secretarías y grupos de poder, en el departamento vecino empezó a crecer un rumor que fue convirtiéndose en fragor sordo, casi sísmico: no era la acostumbrada música a todo volumen ni los gritos y risotadas de siempre, no; esta vez se oían portazos, vidrios que estallaban, puertas azotadas con ira o con desesperación, ruidos secos como de cuerpos que caían al crujiente suelo de madera, chillidos altisonantes, histéricos. El escándalo creció a tal grado que el cuñado tuvo que interrumpir, disgustado, su monólogo: ``¿Pero qué carajos está pasando allí?'' ``Son los vecinos'', dijo el padre de familia con una sonrisa enigmática. ``¡Pero si parece que estuvieran demoliendo el edificio!'' Una sonrisa como la del gato de Cheshire creció hasta disolver la cara del padre de familia. Era una mueca que lo decía todo: los insomnios, la ira, el odio, la vergüenza, el te lo dije pero no me hacías caso, la sed de venganzaÉ incluso la lujuria que le había provocado la escena

de la escalera. ``¡Es el colmo! -dijo el cuñado levantándose-: ¡En este mismo momento voy a ir a calmar a esos cabrones! ¡Es inadmisible que no pueda uno platicar decentemente con su familia, chingao! A ver, cuñado, pásame eso.'' La sonrisa del paterfamilias desapareció para dar paso a una mueca de angustia. ``¡No la amueles! -dijo en tono bajo pero silbante-: ¡Déjame que sea yo quien la utilice! ¡Permíteme que yo vaya a callarlos!'' -le suplicó a su cuñado, poniéndole una mano crispada en el antebrazo. ``¡Ni madres! -dijo el cuñado desprendiéndose de un tirón de la garra para arreglarse el saco-. De esto me encargo yo personalmente, faltaba más. Además, tú no sabes cómo usarla. Ahorita te enseño.'' Y se lanzó rápidamente hacia la puerta, la abrió, cruzó el pasillo hasta plantarse frente a la de los vecinos, se acomodó mecánicamente el faldón de la camisa, tomó aire mientras se erguía a todo lo que daba su pequeña estatura y luego tocó violentamente con el puño cerrado, a la vez que gritaba: ``¡Abran la puerta! ¡Abran! ¿Qué está pasando ahí? ¡Que abran, les digo!''

De entre la abigarrada mezcla de gritos, aullidos, llantos e incluso risas que se producían dentro del departamento se oyeron unas pisadas aproximándose. La puerta se entreabrió y apareció la cara del flaco con lentes oscuros. ``¿Diga?'', dijo con inusitada inocencia y un tono serio pero cortés. El cuñado se desconcertó un poco por la altura del tipo, los lentes oscuros y el timbre agradable, y se quedó callado mirándolo. El hombre repitió en el mismo tono: ``¿En qué puedo servirlos?'', y el cuñado parecía a punto de disculparse, cuando escucharon claramente la voz de un hombre dentro del departamento que gritaba: ``¡Eres una pendeja, Marta, una hija de la chingada! ¡Además, mira cómo me manchaste mi camisa nueva!'' Y otra que replicaba: ``¡No mames, Bobi, ya déjala en paz!'' El cuñado recobró inmediatamente la indignación y olvidó las atentas maneras del flaco de lentes oscuros para exclamar: ``¿Qué chingaos está pasando aquí? ¿Qué escándalo es este? Exijo una explicación inmediata y que cese este desmadre. Yo no soy ningún pendejo, como aquí mi cuñado. Yo soyÉ yo soyÉ'' Y en este punto tuvo que detenerse porque infructuosamente buscaba algo que no encontraba en la parte trasera de sus pantalones. ``Chingao, ¿dónde la dejéÉ? ¡Cuñado, dame esa chingadera!'', recordó por fin. El padre de familia, que la tenía firmemente agarrada dentro del bolsillo derecho del saco, sintió cómo el peso de la vergüenza y el desconsuelo le caían sobre los hombros. Con gesto resentido extrajo poco a poco una cartera de piel negra con esquinas doradas, que alargó a su cuñado. Este se la arrebató de un manotazo, la abrió y la puso a escasos centímetros de los lentes oscuros del flaco, como si fuese un escudo o un crucifijo: ``¡Soy agente del Ministerio Público, cabrones!'', gritó triunfante, mientras mostraba la credencial metálica con un sello de la Procuraduría General del Distrito Federal, una foto tan mal reproducida que los rasgos podían corresponder a cualquier ciudadano de cincuentaitantos años, chaparro, gordito y medio pelón; donde el nombre y el número de registro eran ilegibles, y los colores patrios que la cruzaban estaban ya deslavados y adheridos al plástico que la protegía: ``¡Agente del Mi-nis-te-rio Pú-bli-co!'', repitió pronunciando claramente todas las sílabas. ``Y me los voy a chingar, ¿me oyen? Cuñado, vete a hablarle a la policía, pregunta por el comandante Barrios y dile que hablas de mi parte. Ahorita van a ver, cabrones, lo que es amar a Dios en tierra de licenciados.''

Contra toda lógica, contra toda expectativa del padre de familia y del cuñado, el flaco de lentes oscuros replicó con gran aplomo: ``Cálmense, por favor. Me parece muy bien que el señor le hable a la policía, si es su deseo. Sólo le suplicaría que antes se comunicara a la Cruz Roja o la Verde o con cualquier servicio de urgencias. Verán ustedes, aquí tenemos un problema muy serioÉ'' El cuñado, ya encarrerado en su iracundia y mostrando una desconfianza profesional hacia los discursos razonables, interrumpió tajantemente las palabras del vecino, mientras continuaba esgrimiendo frente a él la credencial como si realizara un exorcismo: ``Se los va a llevar la chingada, ¿me oyen? Como que yo soy yo y me llamo como me llamo. Háblale al comandante Barrios, cuñado. ¿A qué se debe este desmadre?'' ``Eso es lo que estoy tratando de explicarle, señor licenciado -replicó astutamente el flaco. El señor licenciado, dicho con la entonación correcta, tranquilizó un poco al cuñado-: Aquí la señorita que ve usted tirada, desangrándose, tuvo la pésima ocurrencia de intentar suicidarse en esta su humilde casa'', y el flaco se hizo a un lado para que efectivamente vieran a la mujer de las magníficas tetas con la que se había topado el paterfamilias en la escalera, derrumbada en medio del recibidor, con los brazos en cruz, la sangre manando -no muy abundantemente, si se observaba bien - de las muñecas, y la falda alzada hasta el ombligo. Movía lenta, teatralmente la cabeza de un lado al otro, mientras repetía: ``Me quiero morir. Me quiero morir.'' ``¡Ojalá te mueras, puta! ¡Pero yo tengo la culpa, yo tengo la culpa, por pendejo!'', gritaba el de los pelos parados. Junto a él, un hombre con el torso desnudo, los pies descalzos y la bragueta del pantalón desabrochada le contestaba: ``¡Claro que tienes la culpa, Bobi, si ya no se te para! ¿Qué quieres que haga la pobre? ¡Déjala en paz, primo!'' Al fondo, despatarrado sobre un extravagante sillón de terciopelo verde seco, el chaparro cejijunto asistía a la escena como si se estuviera asoleando en Acapulco, mientras abrazaba a una mulata que, con los pies descalzos y abrazándose las piernas, le hablaba a la suicida: ``¿Te duele mucho, Martita, eh, te duele mucho?'' El de la gabardina estaba parado a un lado de ella, con una botella de tequila colgando de una mano y un vaso de la otra. Tenía la cara pálida y seria, pero sus hombros se agitaban como si se carcajeara por dentro.

``Con permiso, licenciado'', dijo el flaco de lentes oscuros y se arrodilló junto a la mujer. ``Hay que parar la hemorragia. A ver Bobi, deja de decir pendejadas y apriétale el brazo, arriba de la cortada. Licenciado, ¿no podría decirle a su cuñado que llame a la Cruz Roja? Como verá, esto es una emergencia.'' El flaco había actuado con tal rapidez y seguridad, que el agente del Ministerio Público olvidó que estaba furioso apenas unos momentos antes y se volteó para decirle al padre de familia: ``Cierto, esto es una emergencia. Espabílate, cuñado: habla a la Cruz o a urgencias, donde te contesten primero, y diles que vengan.'' ``¿También le hablo al comandante Barrios?'' -sugirió el paterfamilias, que estaba impresionado, pero no al grado de olvidar que estaban allí para castigar a sus vecinos y evitar esos escándalos. ``Hombre, vecino -replicó rápidamente el flaco-, lo primero es atender a la muchacha. Licenciado -dijo, volteando a ver al cuñado-, apelo a su caballerosidad y a su alta jerarquía. Este es un problema emocional, amoroso, profundamente humano, diría yo. La muchacha tuvo una debilidad, se peleó con su esposo, aquí presente -y señaló a Bobi, quien seguía viendo a la mujer con ojos desencajados y murmurando: ``¡Puta, puta, puta!''- y en un arranque de desesperaciónÉ Hágase cargo, licenciado.'' ``Lo primero es lo primero, cuñado. Llama a la Cruz Roja. Después ya veremos lo de la policía. Por cierto, ¿cómo se llama laÉ señora?'' -inquirió el licenciado, viendo fijamente los generosos muslos y las pantaletas negras de la mujer. ``Marta -dijo suavemente el flaco a la suicida-, dile al licenciado cómo te llamas.'' ``Marta Patricia'', respondió con voz desmayada, pero actitud seductora y evasiva. ``Mucho gusto'', exclamó el licenciado con una sonrisa también coqueta. El flaco se levantó de un salto, dejando caer bruscamente la muñeca de la suicida, que ya apenas sangraba, al darse cuenta de que sus amigos, sobre todo el de la risa de hiena, estaban a punto de soltar una carcajada fatal. Tomó al licenciado del brazo, con familiaridad, y en actitud confidencial lo encaminó hacia la puerta. Le hablaba en voz baja: ``El caso es, licenciado, que Bobi y Marta han tenido, como todas las parejas, susÉ desavenencias extramaritales, digamos. Esta noche vinieron a visitarnos, junto con el primo de él, que es de Chihuahua; nos tomamos algunas copas, lo usual, vamos: aquí nos gusta agasajar a nuestros invitados. De pronto, ella dijo sentirse mal, el primo la acompañó a la recámara y, como se tardaban demasiado, Bobi malició, fue a asomarse y parece, sí, pareceÉ que los encontróÉ besándose, o algo así. Tuvieron una pelea bochornosa, de pronto ella corrió a la cocina, se encerró allí y, mientras nosotros tratábamos de entrar, ella rompió un frasco vacío de Cheese Weez yÉ'' ``¿De qué?'', se alarmó el licenciado. ``Cheese Weez, ese queso amarillo para untar que por cierto si no lo ha probado se lo recomiendo, lo venden en Sumesa y aquí lo consumimos muchoÉ En fin, que rompió el frasco y con los vidrios se cortó las venas. Cosas de niños, ¿no le parece? Por cierto, hagámonos a un lado, que aquí llegan los paramédicos. ¡Qué eficiencia! Por aquí, señores. Es el departamento de la derecha. No, ése no. El de su derecha.''

Tres paramédicos perfectamente uniformados y equipados -cosa que sólo se explica porque el gran sismo del '85 había sucedido pocos meses atrás- entraron al recibidor y con gran celeridad se hicieron cargo de la situación. De inmediato salieron a relucir algodones, vendas, desinfectantes, sueros, inyecciones antitetánicas, pastillas tranquilizantes, una manta para cubrir a la presunta suicida, una camilla para transportarla... El flaco de los lentes oscuros exclamó: ``Qué maravilla, Marta. Quedaste como para regalo, sólo te falta el moño. Por cierto, mi estimado, ¿a dónde se la llevan?'' ``Al Xoco -respondió uno de los paramédicos terminando de guardar ordenadamente los utensilios en una maleta especial-. No es nada serio, las cortaduras fueron superficiales, pero de todas maneras la vamos a tener en observación. Necesitamos que la acompañe algún familiar o amigo.'' ``A ver, Bobi, ponte las pilas y acompáñala, que como quiera que sea es tu compañera.'' Bobi, que en cuanto entraron los paramédicos pasó de la ira al susto y a un quizás excesivo sentimiento de culpa por lo que había intentado su mujer, lloraba ahora abrazado a su primo, quien lo consolaba diciéndole: ``Perdónanos, primo, fue un momento de debilidad. Pero ella te quiere, clarito me lo dijo. Además, ni siquiera me alcancé a venir.'' Bobi salió detrás de los paramédicos que llevaban a Marta en la camilla, suplicándole: ``¡Perdóname, Marta, soy un imbécil, no te me mueras, por favor!'' Y entonces, como si alguien bajara por las escaleras y el pasillo hasta salir del edificio con un estridente radio portátil sintonizado en una radionovela, se oyó una voz aguda cuya virulencia se distorsionaba al rebotar por todos los mosaicos cochambrosos y las paredes descascaradas del edificio hasta volverse un eco inaudible: ``¡Eres un pendejo, Bobi, un archipendejo. Ni loca, ¿me oyes?, ni loca me moriría por ti. Te odio, no sabes cuánto te odio. Además eres un mantenido, un maricón, un impotenÉ!''

``Cosas de niños, licenciado -dijo el flaco de lentes oscuros, tomando al cuñado nuevamente del brazo y conduciéndolo al departamento-. Ya verá usted que dentro de una semana ni se acuerdan. Por cierto que Marta tiene dos hermanas solteras que para qué le cuento, ya las conocerá. Pero tómese un trago con nosotros, lic, aunque sea de tequila. Ibamos a salir a comprar más cuando sucedió este desafortunado incidente.'' ``No se apure, amigo, que yo traigo del mío'', dijo el licenciado. De un salto cruzó hasta el departamento del paterfamilias, donde éste se había sentado, abatido por la verguenza y la ira, en una silla del comedor. ``Alégrate, cuñao, que todo salió bien y esto también hay que celebrarlo. Además, aprovechamos para que ustedes se conozcan y hagan las paces. A ver muchachos, pásenle, que aquí hay un buen coñaquito y además estoy viendo un brandy que no es Don Pedro pero puede que no esté mal.'' ``¿No será mucha molestia, vecino?'', dijo el flaco abalanzándose sobre el Duque de Alba con un vaso en la mano y sirviéndose generosamente. Los otros entraron detrás y se sentaron en la sala o empezaron a platicar con las adolescentes, que al rato ya estaban animadísimas; la mulata hablaba de ropa interior y fayuca con la esposa. Alguien fue al otro departamento y prendió el tocadiscos, la música se escuchaba perfecta, nítidamente con las dos puertas abiertas. El licenciado platicaba con gran desenvoltura sus recientes logros en la política, mientras el flaco escuchaba pacientemente a la vez que se servía grandes raciones tanto de brandy como de coñac. Al rato, todos bebían y reían, iban de un departamento al otro, cambiaban discos y casetes, incluso empezaron a bailar y las mujeres decidieron preparar bocadillos.

Desolado, el padre de familia se había retirado a su dormitorio. Se tiró vestido sobre la cama y desde ahí escuchaba cómo iba subiendo el rumor de la fiesta, ahora dentro de su propia casa: el tintineo constante de los vasos, el choque de los platos, el arrastre de las sillas y los sillones, las pisadas que entran y salen, las risotadas y pláticas a gritos

donde todos hablan y nadie escucha, los zapatazos inútiles del vecino de arriba que no puede dormirÉ y la música, todo tipo de música: rock, mambo, danzón, bolero, jazz, pop, ranchera, norteña; la música como una neblina, como una polvareda, como un gas venenoso que se expande y entra por todos los huecos y ocupa todos los espaciosÉ No se durmió, quedó desmayado por aturdimiento, su cerebro se desconectó para defenderse del estruendo.

Despertó, o mejor dicho, volvió en sí, al escuchar unos martillazos. Por la ventana se filtraba un resplandor lechoso que le hirió las pupilas. La ausencia de música le pareció escandalosa: en su lugar quedaba una especie de zumbido, un rumor espeso que se adhería a la ropa, a la piel. En su reloj faltaban diez para las seis. Percibió una algarabía de pájaros que parecían burlarse de él. Volvió a oír los martillazos y salió a la sala-comedor. Era una zona de desastre: todos los muebles habían sido movidos, los ceniceros estaban repletos, las alfombras pegajosas, la vajilla sucia o rota; sobre el sofá, su mujer dormía hecha bolas con la mulata y su hija más pequeña; al lado de la entrada, junto a la bendición papal que le había heredado su madre, el de la risa de hiena había encajado un clavo enorme y estaba tratando de colocar una caja con cristal al frente y algo dentro de ella. ``Vecino -oyó que le decían-, ¿dónde se había metido?'' Era el flaco de lentes oscuros, que estaba sentado junto a su cuñado en la mesa del comedor. Ambos tenían enfrente una botella de tequila y asían sus respectivos vasos con destreza profesional, mientras le sonreían haciéndose muecas cómplices. ``¿No es genial, cuñao? Los muchachos fabricaron dos cajas iguales y yo les autoricé que te instalaran unaÉ por si las moscas.'' Y le dio un ataque de risa que casi lo tira de la silla. De pronto, se derrumbó sobre la mesa con los brazos extendidos y empezó a roncar. El flaco se levantó, le palmeó la cabeza al licenciado, tomó la botella de tequila y, cuando pasó junto al padre de familia rumbo a la puerta, le dijo: ``Una larga y movida noche, ¿no es cierto, vecino?'' Luego se paró un momento junto a la caja de cristal y la señaló: ``Por si las moscas, como dijo el licenciado.'' El de la gabardina lanzó su risa de hiena y ambos cruzaron rumbo a su departamento. El paterfamilias se acercó. Era una caja de madera sin tallar, con un vidrio barato enfrente, donde habían escrito con pintura para uñas roja: rómpase en caso de emergencia. Adentro se veía un frasco vacío de Cheese Weez. Creyó que toda su sangre se le agolpaba en la cabeza. Todavía mareado, escuchó una risita que se parecía a la de su hija mayor. Se asomó al otro departamento y al fondo vio al chaparro cejijunto estirado en el sofá de terciopelo verde seco como si se asoleara en Acapulco, abrazando ¡a su hija mayor!, la cual se reía como idiota. El chaparro lo saludó como debió saludar ``El Tigre'' Azcárraga desde su yate a los jodidos que se quedan allá, lejos, solos y malvestidos con terlenka en la orilla de la playa. Después, la puerta de enfrente pareció cerrarse sola.

Sintió como si le hicieran cortocircuito las neuronas. Corrió a donde estaba su cuñado y empezó a registrarle frenéticamente las ropas. ``¡Debe traerla en su coche! ¡Debe traerla en su coche!'' Por fin encontró las llaves en el bolsillo derecho, que casi rasgó para extraerlas. Luego salió corriendo del apartamento, bajó a grandes zancadas las escaleras, abrió de un tirón la pesada puerta carcelaria del edificio y buscó el coche de su cuñado. Dio un grito de victoria cuando lo vio casi enfrente de los Funerales Dante. El grito no lo dejó escuchar el portazo con que se cerraba la puerta del edificio. Abrió el coche y luego, con desesperación, la guantera. No estaba ahí. Buscó bajo el asiento del conductor y por fin dio un suspiro de alivio. Allí estaba. La empuñó firmemente, salió del coche y llegó hasta la puerta. La empujó y se dio cuenta de que se había cerrado. Buscó sus llaves y no las encontró. Volteó y rasgó sus bolsillos, tiró todo lo que traía al suelo, se abalanzó contra la puerta, tocó, gritó, pateó, imploró y no pasó nada. Retrocedió tambaleándose, mientras murmuraba: ``En caso de emergencia, en caso de emergencia, en caso de emergencia...'' Disparó una y otra vez contra la cerradura. Las balas rebotaron para todos lados pero la puerta nunca cedió. Se puso la pistola en la sien. Tiró del gatillo. Sólo escuchó un clic que le rebotó dentro del cerebro. Estaba vacía. Se quedó parado en medio de la acera, con los brazos y la cabeza colgando. Oyó unas sirenas que aullaban a lo lejos, y una algarabía de pájaros que ahora sí, definitivamente, se burlaban de él.