La Jornada Semanal, 16 de enero de 2000


Luis Tovar


Las artes sin musa


El lugar
(poco)común



Hay pocos lugares comunes tan verdaderamente comunes como el tema de la inseguridad, sobre todo en la Ciudad de México, sobre todo en estos tiempos. Ya se sabe: nadie se escapa de haber sido asaltado por lo menos una vez o de conocer a alguien a quien le quitaron aunque sea los diez pesos de su pasaje. Hemos llegado incluso a considerar como normal una forma de pensar que, bien vista, es aberrante, y que puede resumirse en esta frase: ``No, pues yo me guardo un billete de cincuenta en la bolsa; si se suben a robar al pesero les doy el billete y listo. Así, por lo menos no me quitan tanto.'' Las reacciones más frecuentes a esta aceptación del tributo tienen tintes de secuestro y paranoia: ``Deja lo que te quiten, la cosa es que no te hagan nada.'' ``Yo prefiero darles hasta los calzones con tal de que no me vayan a clavar una navaja o lo que sea.''

Claro que es preferible desprenderse de cincuenta pesos (pero son mis cincuenta pesos, yo me los gané, por qué carajos tiene que venir alguien a quitármelos) que hacerse el héroe y salir de un asalto con cincuenta, cien, mil pesos y varios mililitros de sangre menos. De todos modos es horrible vivir con la sensación permanente de que a cualquier hora y en cualquier lugar puede acercársenos alguien a darnos vajilla y que debamos preocuparnos primero por salvar el pellejo, dejando para mejor ocasión pensar en lo que nos pertenece.

Si el cine tuviera la obligación irrestricta de hacerse eco de la realidad, el punto de partida de Todo el poder es absolutamente verídico. Nada tiene de raro que una persona pueda ser asaltada tres veces el mismo día, como le sucede a Gabriel (Demián Bichir), que pierde hasta la cámara con la que está preparando un documental sobre la inseguridad en la Ciudad de México. Tampoco es descabellado imaginarse a un puñado de judiciales que, a instancias de sus superiores, ``encuentran'' rápida y casi milagrosamente una camioneta que desapareció en un espectacular asalto a un restaurante. Mucho menos raro es que los asaltantes lleguen a chambear provistos, entre otras, de las máscaras de Carlos Salinas, Barney, Blue Demon y otros héroes y antihéroes -como Elvis Quijano (Luis Felipe Tovar), un agridulce comandante judicial que reúne todo lo simpático y lo antipático que puede haber en esa clase de ladillas que pueblan Chilangolandia). ¿Y qué tiene de extraño, aquí y ahora, que alguien con un elevado puesto en el gobierno sea uno de los más beneficiados por la inseguridad? Ni siquiera la condición de divorciado del protagonista puede considerarse atípica, ya que ser o conocer a una pareja disuelta es, hoy en día, tan común como ser o conocer a alguien a quien han asaltado o asaltarán. Resumiendo: todos los anteriores son, unos más que otros, lugares comunes que decoran nuestra realidad. Podría pensarse que la decisión del protagonista de hacerse justicia por propia mano también es un lugar común, en este caso cinematográfico, aunque en Todo el poder no es exactamente así.

Es obvio pero hay que decirlo: una historia vale la pena ser contada cuando en ella sucede algo fuera de lo común, o bien cuando un hecho común es realizado por, o le sucede a alguien especial. Esa es la lógica de Todo el poder: Gabriel es un ciudadano que representa a la perfección la manida fórmula ``común y corriente'' y que, orillado por una situación extrema, actúa de manera inesperada. Elvis Quijano es una ``autoridad'', como ya se dijo, con todos los vicios que la policía ha reunido en el ejercicio reiterado de la impunidad, que es y que actúa como se espera de él, y que es el primero en sufrir las consecuencias de un hecho fuera de lo común. Es decir: lo que podría ser una simple caricatura de la realidad (como bien apunta Trino en el cartel promocional: ``El héroe'', ``La guapa'', ``El tira'', ``El lic.'') se convierte en una suerte de lugar común al revés. El héroe no lo era pero se ve impelido a serlo; el tira debería ser heroico pero está en las antípodas del heroísmo... y todo ubicado en la Ciudad de México, uno de los lugares más dramáticamente caricaturescos del mundo, tal vez el único donde es muy probable que Carlos Salinas sea el principal beneficiado de la venta en los cruceros de las máscaras de Carlos Salinas... No es gratuito que la película arranque con la voz en off de una locutora de radio, ni que las primeras tomas después de un vuelo rasante sobre la urbe sean las que Gabriel está haciendo para su documental: lo que vemos y oímos es ficción pero no es ficción, exactamente como el resto de la historia.

Todo el poder, estrenada el jueves pasado, es la primera película mexicana contemporánea que llega a las pantallas provista de una campaña publicitaria como las que estamos acostumbrados a ver cuando se trata de un filme hollywoodense. Alguien me preguntó, poco antes del estreno, si tal despliegue de mercadotecnia no sería excesivo. Respondí que es imposible saberlo por ahora, pues no tenemos forma de medir eso. El hecho es que, desde hace mucho tiempo, al cine mexicano le han hecho falta muchas cosas, pero ninguna tanto como una adecuada promoción, que le permita competir exitosamente (en su propio país) con el avasallamiento Made in L.A.

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