La Jornada Semanal, 16 de enero de 2000



Piedad Bonnett

Hombres

Con encantadora y filosa ironía, la colombiana Piedad Bonnett -poeta bien conocida en su país pero poco o nada en el nuestro, gracias a la indigencia poética latinoamericana a la que nos han condenado las grandes editoriales- repasa los arquetipos del varón de este subcontinente dividiéndolos en el macho ``duro'', el Pedro Páramo en vías de extinción, y el ``hombre nudo'', es decir, el hombre de la transición: aquel que cree que ``el primer deber de un hombre es no ser mujer''. Pero usted, excepcional miembro del género masculino, lea sin temor estas líneas y deje que su compañera se encargue de clasificarlo.

Alguien decía por ahí que hay tan poca diferencia entre los maridos que bien podría uno quedarse con el primero. Lo cual, sacado del estrecho terreno del matrimonio, equivale a decir que los hombres son todos iguales. Estamos de acuerdo, claro está, en que esa es una burda simplificación. Estoy segura, por ejemplo, de que usted, querido lector perteneciente al género masculino, es distinto de los demás hombres. Por tanto no hablaré de usted, el excepcional, sino al final de este artículo. Entretanto me concentraré en el hombre promedio, en ese latinoamericano que hace las veces de padre, amante y esposo ciñéndose a un ideal masculino heredado culturalmente, ideal que sin embargo se hace cada vez más problemático en razón del cambio vertiginoso del papel de la mujer en la sociedad en los últimos cincuenta años.

Celebremos, sin embargo, para empezar, las diferencias de género, que salvan a este mundo del tedio infinito. Diferencias que van mucho más allá del hecho de que el hombre posea más neuronas que las mujeres, aunque peor conectadas, como informa un reciente informe de divulgación científica. En lo relativo a los aspectos puramente biológicos o a las habilidades o destrezas propias del género, por ejemplo, las mujeres aceptaremos siempre agradecidas que no se proponga la igualdad de los sexos... Así, estaremos siempre dispuestas a pegar un botón con tal de que nos ayuden a cambiar una llanta. O a encontrar un objeto perdido a cambio de que arreglen el enchufe fundido o nos abran el frasco de mermelada. ¿Y qué decir de la labor de calentarnos los pies en las noches heladas? Razón tenía Shelly Winters cuando contaba que, estando en Inglaterra, hacía tanto frío que estuvo a punto de casarse.

Hay, por otra parte, características masculinas de otro orden que las mujeres simplemente envidiamos. En general y en cualquier parte del mundo, por ejemplo, los hombres envejecen mejor que las mujeres, físicamente hablando. De ahí que ellos se aventuren, más allá de los cincuenta, a flirtear con una saludable muchachita de veinte, con grandes posibilidades de éxito. Sobre todo si son inteligentes, pues probado está que, así como los hombres claudican básicamente ante la belleza, a las mujeres nada las seduce más que la inteligencia masculina -que en los dos géneros, por otra parte, sabemos que es más bien escasa. Entre los abundantes ejemplos se cuentan los casos de Charles Chaplin, Picasso y Woody Allen. En cambio, y recordando un viejo chiste, tan sólo los arqueólogos parecieran interesarse en las mujeres viejas, y eso en razón de su espíritu investigador.

Otra característica suya, siempre seductora, es la de saber guardar silencio. Creo, según he leído, que eso no se debe a ninguna virtud especial sino a la conformación de los lóbulos del cerebro. Y, por otra parte, nada nos garantiza que eso signifique que están escuchando. En general, entre el género humano, lo contrario de hablar no es escuchar sino esperar. Se sabe, por ejemplo, que antes de casarse un hombre se desvela pensando en lo que quisimos decir. Después de casado, se dormirá siempre antes de que acabemos de hablar. Pero así y todo, esa aura misteriosa nos sigue conquistando, pareciéndonos un rasgo fascinante de personalidad.

Los hombres latinos, además, son divertidos, buenos bailarines, conducen con destreza y poseen sentido del humor. Y en cuanto a sus defectos, algunos, los veniales -que jamás atinen en un regalo, que no perciban el último cambio de peinado y que se obstinen en no contestar a la pregunta ``¿en qué estás pensando?''- son tan universales que siempre estamos dispuestas a perdonarlos. No así el feroz egoísmo o la misoginia encubierta, rezagos de la vieja cultura patriarcal.

Nuestros padres, hombres mayores de sesenta años, formaron parte de un sistema que validaba totalmente una idea de la virilidad estereotipada y atrozmente pobre. A pesar de la exaltación teórica de la mujer, el hombre arquetípico de esa generación -como sus antecesores- asociaba hombría con dureza. El ``duro'' era capaz de emborracharse hasta perder la conciencia, silenciaba por decreto a su mujer, en público y en privado, delegaba en ella la formación de los hijos, jamás pisaba la cocina, asociaba ser hombre con potencia sexual y vivía para obtener prestigio, dinero o cualquier forma de poder. Incapaz de reconciliar en él lo masculino con lo femenino o, dicho de otra manera, convencido de que rasgos como la ternura, la pasividad o la preocupación por los otros eran, por femeninos, deleznables, reprimió durante años las lágrimas, el sentimiento, la dulzura, a un precio altísimo para su psiquis y para sus seres cercanos.

Ese hombre ``duro'', claro está, no ha desaparecido. Persiste en ese arquetipo latinoamericano que es el padre de ``los hijos de la gran chingada'', que huye y se desentiende, dejando regados los infinitos huérfanos de su desamor y su incapacidad. Es el que hizo afirmar a Gloria Steinem que ``algunas de nosotras nos estamos convirtiendo en el hombre con el que queríamos casarnos''.

Más interesantes que ``el duro'', petrificado en su falsa masculinidad milenaria, resultan los hombres de la transición, sometidos al remezón al que, queriendo o sin querer, los hemos sometido las mujeres, deseosas de participar en todos los procesos sociales y de acabar con las estrechas estructuras que nos hacían infelices por igual. Estos hombres no dejan de enternecernos, pero también de asustarnos. Son los que, tratando de deshacerse del antiguo patrón de virilidad, no logran encontrar de nuevo los términos de su identidad. Los que jugando el juego de la civilización y tratando de estar a la altura de los tiempos, pero sin lograr domeñar las atávicas actitudes supuestamente masculinas, sufren y hacen sufrir, irremediablemente. Los llamados ``hombres nudo'', expresión que hace alusión tanto a los tradicionalistas y formales que encontramos detrás de sus corbatas, como a los que mantienen anudados sus sentimientos. El que se obstina en no dar, competitivo y constreñido en la expresión sentimental... El que permite que su mujer destaque, pero sólo hasta cierto punto. El que se asume como padre interlocutor, pero sólo mientras no esté cansado. El que admira a las mujeres pero no resiste burlarse de ellas en público. Pero también el que no deja salir a ese niño que no acaba de morirse nunca. El que no llora ni agacha la cabeza para que se la acaricien. En fin, el que siente, en lo más hondo de sí, y sin confesárselo, lo que el psicoanalista norteamericano Robert Stoller encontró que es el verdadero imperativo de la vieja idea de masculinidad: que ``el primer deber de un hombre es no ser mujer''.

Ese hombre, sin embargo, está en apuros. Sabe, en el fondo, que el esquema ya está roto. Cada vez le resulta más difícil saber qué es ser hombre, dónde reside la masculinidad. Las mujeres, en general, estamos demasiado ocupadas en nuestros propios logros como para ayudarlo, o no sabemos cómo hacerlo. Y él, a tientas, explora un universo que casi nadie ha transitado. Además, dos viejos fantasmas no lo abandonan: su cobardía y la trampa de su soledad.

Y es que estos caballeros dispuestos a arriesgar sus vidas por salvar a un niño de las llamas, frenan en seco su caballo cuando se trata de riesgos afectivos, sentimentales. No hablo obviamente de aventuras, en las que la mayoría son duchos, sino de aquellas situaciones que los obligan a elegir y a buscar nuevas opciones de vida, es decir, a comprometerse. Los hombres latinoamericanos, a mi parecer, prefieren la comodidad y la seguridad al esfuerzo de construir lo nuevo. Entre la aburrición y el riesgo optan por la aburrición. Son convencionales y tienden a la rutina. Que las locuras que más lamenta un hombre son las que no cometió cuando tuvo la oportunidad, es la lección que no han terminado de aprender. Si el escudo de Colombia predica libertad y orden, ellos abjuran de la primera y se transan por la segunda. Y sobre todo, tienen miedo de sus propios sentimientos. Todo lo que los sobresalte y les quite la paz los aterroriza. Las mujeres, en cambio, somos cada vez más audaces, más atrevidas. Capaces de dar -tal vez preparadas para ello por la maternidad- nos arriesgamos, mucho más que los hombres, a quemar las naves. Pensando, quizá, en la suerte de habernos podido desprender de años y años de sumisión, nos agarramos del coletazo de la historia para vivir de una manera plena.

Los hombres, por otra parte, no han podido desprenderse de la soledad con la que durante siglos debieron pertrecharse para dar una imagen de machos sin resquicio. Conocen, claro, el valor del clan. La ``banda'' en la adolescencia encuentra su equivalencia en el mundo adulto: beben, ven futbol, compiten, siempre en el interior del grupo. Pero me atrevería a decir que casi siempre ahogan en lo colectivo su ansiedad y su deseo de comunicación. Se averguenzan de la confidencia y se golpean cariñosamente para evitar la caricia que quisieran hacerse.

¿Cómo decir, sin embargo, que no nos encantan los hombres? ¿Pero cuáles? No los rudos, ni los casados con sus propios prejuicios, ni los enamorados ciegamente de sí mismos. Tampoco los fofos, blandos, destinados a ser hijos por los siglos de los siglos. No. Nos enamoran los maravillosos hombres tiernos, reconciliados con su parte blanda; los inteligentes, los cultos, de espíritu crítico, sensibilidad y buen gusto. Los buenos conversadores, poseedores de sentido del humor, seductores por naturaleza y no por oficio, sin imposturas ni limitaciones afectivas. ¿Existen?, me pregunto. Y entonces me acuerdo de usted, querido lector, excepcional, único, fascinante, distinto a todos los demás, a quien me gustaría conocer algún día.