Un día el Tiempo
despertó muy triste; su tristeza fue tan grande que todos quienes
vivían en el Universo se pusieron melancólicos y muy preocupados.
Por esa razón se pusieron de acuerdo en ofrecerle las mejores canciones
que sabían, las mejores danzas que habían aprendido, con
el propósito de devolverle la alegría al Tiempo. Ellos, en
efecto, cantaron y bailaron como nunca, y el Tiempo, aunque se sentía
muy agradecido, no lograba recuperar su alegría, apenas dejó
escapar un suspiro cansado y profundo y logró moverse a un costado. Los
habitantes del Universo, cansados por el esfuerzo que habían realizado
y muy acongojados por no haber logrado su objetivo, se quedaron mirando
unos a otros sin saber qué decirse ni qué hacer y del cansancio
se durmieron, unos por un lado, otros por el otro. En sus sueños,
el Sol y la Luna asomaron como una silueta que intentaba abrirse paso entre
las tinieblas y cuando estuvieron a punto de lograrlo una tormenta de rayos
y truenos impidió su propósito, entonces despertaron y trataron
de averiguar qué era lo que sucedía. Al despertar, cada uno
comentaba el sueño que había tenido. El cóndor, que
era el más anciano de todos, decía que el mensaje era claro,
que para lograr la alegría del Tiempo debían recurrir al
Padre Sol y a la Madre Luna, que ellos les podían ayudar; y así
lo hicieron, les llevaron ofrendas, cantos, danzas y les pidieron ayuda
en su propósito de devolverle la alegría al Tiempo. El Sol
y la Luna escucharon su pedido y prometieron ayudarles porque ellos, al
igual que todos, también se habían contagiado con la nostalgia
del Tiempo y creían que no era justo que la tristeza empezara a
destruirlos. Por esa razón ellos se unieron en este propósito. Al
escuchar esto, todos recuperaron la energía, los ánimos de
cantar, bailar para el Sol y la Luna, que en el ocaso enrojecido se envolvían
y desaparecían. Así pasaron nueve lunas acompañadas
de cantos y danzas. De pronto, cuando todos por el cansancio descansaban
se escuchó el llanto de dos niños, una hembra y un varón.
Al escuchar el llanto todos despertaron, se acercaron a los niños
para contemplarlos, mirarlos y arrullarlos. Emocionados, los habitantes
de ese tiempo les brindaron ofrendas, cantos, danzas, y así junto
a los niños, cantaron y danzaron por el lapso de diez meses. En
ese tiempo los niños pudieron escuchar los sonidos del viento, del
mar, las cascadas, los ríos, las flores, las plantas, los pájaros
que las innumerables delegaciones traían consigo desde los diferentes
suyus, que reproducían los sonidos de cada región con sus
instrumentos o con los animales y aves que entregaban como recuerdo a los
niños. Esos sonidos se aprendieron de memoria y fueron hilando, tiñendo,
urdiendo, tejiendo; los fueron tallando, puliendo. Así brotaron
las palabras como riachuelos, ríos, lagunas, mares; luego como llovizna,
lluvia, tormenta; de ahí brotaron como vientos, tornados, huracanes;
finalmente como rayos y truenos. Así se fue formando el Runa Shimi,
el idioma de los kichwa runa, el idioma de los Hijos del Sol y la Luna.
Así fue creado el kichwa, la lengua de los habitantes de esta tierra,
para que el Tiempo y el Universo recuperaran su alegría y nunca
estuvieran tristes. Por eso el kichwa tiene el sonido de los huracanes,
el vuelo de los cóndores o el suave deslizamiento de las olas de
los ríos, las lagunas y los mares o el suave aleteo de las hojas.