Ť La participación de Fernando de la Mora fue pretexto para la algarabía


Ramón Vargas puso el toque de calidad a la fiesta

Angel Vargas Ť Las dos horas de El Parián concluyeron y con ellas el enorme circo de múltiples pistas en el que se convirtió la plancha del Zócalo con esa parte del programa. La noche había entrado en pleno. Ya bien acomodados en un templete situado de frente a la Catedral Metropolitana, la Orquesta Sinfónica Nacional (OSN) y el tenor Ramón Vargas, así como el Coro de Madrigalistas, se aprestaban para comenzar el plato fuerte de la celebración musical que "despidió" al segundo milenio y "dio" la bienvenida al tercero, y que tuvo como punto culminante la participación de Juan Gabriel.

Luego de una espera de 15 minutos en los que el miocardio capitalino se enlazó con la llegada del 2000 a la brasileña playa de Ipanema, merced a la tecnología de las cuatro pantallas gigantes que fueron ubicadas alrededor de la monumental asta bandera, los músicos y el cantante entraron en acción, bajo la batuta de Enrique Arturo Diemecke. Eran las 20:15 horas del último viernes de 1999.

Tibio fue el aplauso para la primera pieza, Pueri concinite, en comparación con la ovación que despertó la cuarta de las ocho obras ofrecidas en los 45 minutos que duró el concierto, el mexicanísimo Huapango, de Pablo Moncayo. El jubilo estalló en el público desde que aparecieron las primeras notas y, sabedor de cuánto cala esa obra en el ánimo colectivo, Diemecke fue más allá de la mera dirección, para dar una gran muestra de histrionismo, lleno de vitalidad, con movimientos que transitaron entre lo enérgico de un rayo y lo suave de un pétalo; pequeños brincos, semigiros, flexiones....

Y no era para menos. ƑCómo mantenerse inmune a tal intensidad, cuando la situación no sólo la favorece, sino hasta la propicia? Sólo hay que imaginar el monumental salón de festejos en que fue convertido el Zócalo con esos 29.5 millones de pesos que dice el gobierno de la República gastó en la celebración (aunque cálculos indican que fueron 80 millones); ni qué decir de las más de 100 mil personas que asistieron. šUf!

Ramón Vargas es garantía de calidad y profesionalismo. Su voz de mar condujo lo mismo a la belleza de Estrellita, de Manuel M. Ponce, y a la nostálgica cachondería de Bésame mucho, de Consuelito Velázquez, que a la espiritualidad del Ave María, de Schubert. Qué mejor expresión para calificar su participación que el siguiente comentario:

ųƑQuién es, güey? ųpreguntó un joven del público a otro.

ųNo sé, pero que chingón canta.

A las 21:20 caminar por la Plaza de la Constitución aún era sencillo. Sobre todo en las orillas de la explanada, la gente dejaba muchos huecos libres, que comenzaron a llenarse conforme transcurrió el tiempo. Sesenta minutos antes de la medianoche, el paso era imposible.

Unidas como una sola agrupación dirigida por Enrique Patrón Rueda, las orquestas de Bellas Artes (la del teatro y la de cámara) empezaron su intervención con el vals Sobre las olas, que fue aprovechado por alguna que otra pareja para bailar. La necesidad de diversión comenzaba a desbordar a los asistentes. La segunda obra en la lista fue el cuarto movimiento de la Sinfonía novena, de Beethoven (mejor conocido como Canto a la alegría), que más vale dejarla en el olvido. Ni la participación de los cantantes Jesús Suaste, José Luis Duval, Lourdes Ambriz y Grace Echáuri, así como de los coros de Bellas Artes, pudo rescatarla.

Cuando parecía que esa sería la parte más oscura del programa, la luz del tenor Fernando de la Mora apareció por el puente que se acondicionó para que entraran los artistas al escenario montado en el asta bandera. Si el Torna sorrento se le aplaudió generosamente, con la interpretación de piezas mexicanas, como María Elena y Amor eterno, no sólo provocó el aullido exclamativo de la gente, sino que la integró en un gran coro que lo acompañó.

Pretextos eran los que faltaban para que la algarabía se desatará. Y antes de que De la Mora culminara con broche de oro, a las 22:30 horas, su intervención demostrando que también sabe cantar muy bien las rancheras, las orquestas se soltaron con un sabroso y movido popurrí de mambos. El baile no se hizo esperar, ni en la plancha del Zócalo ni en los escenarios, pues cómo movieron el bote también los integrantes del coro.

Sesenta minutos antes de la hora cero, la rechifla y el griterío irrumpieron de entre el público. El presidente Ernesto Zedillo había decidido darse un baño de pueblo y abandonó Palacio Nacional para mezclarse entre el populacho durante casi diez minutos. En verdad que la voz del pueblo habló, y no del todo bien, por cierto.