La Jornada Semanal, 26 de diciembre de 1999



Alejandro Pescador

Notas sobre literatura y diplomacia

Dice Alejandro Pescador que, así como se han contaminado del léxico económico, los diplomáticos no sufrirían mayores daños espirituales si procuraran ``vincularse más sistemáticamente con la República de las Letras. Para decirlo en la jerga económica, un diplomático-escritor posee un valor agregado útil de mil maneras''. Pescador habla de varias utilidades y piensa que el conocimiento literario tal vez pueda darle al diplomático ``algunas referencias básicas que dejen al descubierto rasgos de una nación que difícilmente asoman en una estadística o en un estudio de prospectiva''.

A diferencia de las otras artes, la literatura se desarrolla a menudo como una actividad marginal, diríase hasta clandestina. Abundan los escritores que llevan una doble vida: escriben cuando pueden y al mismo tiempo tienen trabajos regulares como profesores universitarios, médicos, periodistas, traductores, abogados, empleados de banco, redactores de anuncios de publicidad o de discursos, correctores de estiloÉ No pocos han llegado a optar también por la carrera diplomática. El motivo que los empuja hacia esos senderos laborales pareciera ser sobre todo un espejismo de índole económica, si bien pudiera haber otras razones. En México, como en el resto de América Latina, los escritores -me atrevería a decir- difícilmente se ganan el sustento gracias a las regalías de sus libros. Pueden gozar de un cierto prestigio, merecer amplios reconocimientos en los círculos culturales, pero esto no les da para comer. Algunas veces, por desgracia, la solvencia económica llega demasiado tarde.

Desde otro punto de vista, antes de la irrupción de especialistas y graduados en campos afines a la diplomacia, los escritores resultaban candidatos idóneos para las labores de cancillería en un país que aún no podía darse el lujo de contar con lo que, desde hace muchos años, en Europa comenzó a llamarse servicio civil de carrera.

Tal vez por eso las filas de la diplomacia mexicana han contado desde sus inicios con diplomáticos consagrados al multiempleo -según terminología del Banco Mundial-: poetas y novelistas, dramaturgos y ensayistas que han compaginado sus inquietudes creativas con el ejercicio profesional de la diplomacia, la cátedra, el periodismo.

Así, un considerable segmento de escritores mexicanos creyó encontrar, en ciertos momentos, que la diplomacia ofrecía un ámbito propicio para conjugar esa doble vida. Por un lado, entre los activos de los escritores podían contarse su formación cultural, su conocimiento de lenguas y literaturas extranjeras, su pertenencia a la clase intelectual; por el otro, se perfilaban algunas ventajas: el ingreso mensual seguro, una relativa disposición de tiempo libre para dedicarlo al oficio de escribir, el contacto con escritores de otros países. Todos estos elementos roturaron un campo tan fértil como imaginario para tratar de hacer compatibles dos funciones intelectuales animadas por afinidades y diferencias: literatura y diplomacia.

En un recuento elemental sobre diplomacia y literatura en México, cabría marcar algunas etapas históricas de esta relación que tentativamente podría dividirse en los siguientes periodos: de la Independencia a la Reforma, de la República Restaurada al Porfiriato, de la Revolución a 1968, año que anuncia el ocaso del proyecto de partido único. En las décadas turbulentas del siglo XIX, desde la Independencia hasta la República Restaurada, la diplomacia mexicana se basó más en el talento individual que en la preparación de cuadros. Las tareas resultaban tan apremiantes -nacía el país- que no había tiempo para formar con todo rigor a los diplomáticos. En no pocas ocasiones, los abogados, y a un mismo tiempo hombres de letras, disponían de buen número de atributos que luego se exigirían a los diplomáticos de carrera. Aquellos abogados poseían una formación humanista nutrida en la tradición literaria clásica. Conocían a Cicerón y a Quintiliano; traducían versos de Horacio y de Virgilio; las mitologías clásicas les fascinaban tanto como las mitologías indoamericanas. Entendían la economía como filosofía moral, no como fetiche de las variables macroeconómicas. Altamirano, por ejemplo, reunía en su persona la multitud de talentos necesaria para ser escritor y también para servir al país en diversas instancias, incluida la diplomacia. Aquellos hombres podían ser profundamente mexicanos y al mismo tiempo generosamente universales, como quería Alfonso Reyes.

En la medida en que se estabiliza la República Restaurada y se entra al largo mandato de Porfirio Díaz, el servicio diplomático mexicano particulariza sus métodos de reclutamiento. Además de la filiación política afín al régimen, se busca a figuras que den cierto brillo a las representaciones de México en el extranjero. Nadie mejor que los escritores para ofrecer la imagen de un México moderno, occidental, seguro de sí mismo como proyecto de nación. La tradición y el protocolo diplomáticos de la época envolvían a los diplomáticos en ropajes de claro corte militar y en ceremonias en las que la representación casi teatral favorecía la conciliación entre diplomacia e imaginación literaria: amplios salones de protocolo con decorados estilo imperio, uniformes de gala con bicornio y espadín, además de un ceremonial exquisito, hacían del diplomático un personaje propio de una novela romántica.

Al triunfo de la Revolución, se refrendan ciertos rasgos en los criterios de reclutamiento del servicio diplomático, como la nervadura de una hoja gemela: filiación política, figuras de prestigio, si bien se asiste al nacimiento del nuevo servicio exterior de carrera que daría continuidad y consistencia a nuestra política exterior.

Los escritores mexicanos de la posrevolución han ocupado cargos diplomáticos y consulares de diverso rango: desde la modesta expedición de pasaportes en Nueva York (Gilberto Owen) hasta la representación en países clave para México (Alfonso Reyes), la titularidad de la Cancillería (Genaro Estrada), una subsecretaría y luego la propia Secretaría (José Gorostiza), la dirección de un organismo internacional (Jaime Torres Bodet), o una embajada que abarca un subcontinente (Octavio Paz). En todos los casos, el ejercicio de las letras parece haber contribuido de manera decisiva a la existencia de una diplomacia mexicana inteligente, letrada, viva, ajena a la monotonía burocrática y al acartonamiento de los especialistas. Una diplomacia cuyos mejores elementos han estado imbuidos de un profundo compromiso con México y con sus mejores causas, como lo probó en 1968 la renuncia de Octavio Paz a su cargo de embajador en la India, o posteriormente la de Carlos Fuentes a la embajada de México en París.

Basta hacer un somero recuento de quienes en México han podido conjugar literatura y diplomacia: Ignacio Manuel Altamirano, Manuel Payno, Francisco A. de Icaza, Federico Gamboa, Amado Nervo, José Juan Tablada, Enrique González Martínez, Efrén Rebolledo, Rafael Cabrera, Antonio Mediz Bolio, Artemio del Valle Arizpe, Genaro Estrada, Alfonso Reyes, Ermilo Abreu Gómez, Antonio Castro Leal, Carlos Pellicer, Manuel Maples Arce, José Gorostiza, Jaime Torres Bodet, Agustín Yáñez, Octavio Paz, Rafael Bernal, José Luis Martínez, Jorge Hernández Campos, Jaime García Terrés, Rosario Castellanos, Fernando Sánchez Mayans, Carlos Fuentes, Marco Antonio Montes de Oca, Sergio Pitol, Hugo Gutiérrez Vega, Daniel Leyva, Jorge Valdés Díaz-Vélez, entre otros.

A medida que se desarrolla el país, aumentan el alfabetismo y la matrícula universitaria, proliferan diarios y revistas y crece la tirada de libros; al mismo tiempo, el servicio exterior tiende a profesionalizarse con funcionarios de carrera. En esa medida también los escritores encuentran fuentes adicionales de subsistencia. Hay más trabajo en las universidades, más corrección de estilo, más traducciones, más espacios para la prensa cultural, más editoriales y más empresas culturales. En años recientes, se formó todo un sistema de becas para creadores jóvenes y otro más para escritores cuya obra haya sido reconocida como un genuino aporte a la cultura nacional. Poco a poco, los escritores escasean en las filas de los diplomáticos de carrera. Para los que se quedan, el reto, como su propia vida, es doble: a la necesidad de ubicarse en áreas específicas del quehacer diplomático, de actualizarse en los temas en boga y de relacionarse con expertos del derecho, la economía y las relaciones internacionales, el escritor-diplomático de carrera debe agregar la búsqueda del tiempo, el sosiego y la inspiración para ejercer su oficio literario. La clandestinidad de sus inclinaciones lo obliga a practicar, en ocasiones, lo que podríamos llamar sisa laboral: el tiempo sustraído a la jornada de trabajo para dedicarlo a la creación de poemas, a la crítica literaria, al borrador de una novela. Y esto se da con todas las agravantes: se usan tintas y papeles de una oficina pública; se trabaja en computadoras e impresoras de la nación; se obtienen fotocopias de textos literarios por completo ajenos al quehacer cotidiano del oficio de diplomático. De no incurrir en estas prácticas -condenables desde muchos puntos de vista-, el escritor-diplomático simplemente languidecería atrapado en el remolino de los asuntos en trámite.

El cúmulo de responsabilidades que exige la tarea diplomática parece abrumador. La defensa de la soberanía, la promoción comercial, la protección a los nacionales mexicanos en el extranjero, la recopilación y análisis de la información política y económica, el seguimiento de temas y giros dentro de los organismos multilaterales, la atención a los nuevos actores de las relaciones internacionales, el estudio de diverso tipo de estadísticas, ocupan una porción significativa del quehacer diplomático. Pero a propósito de una nación, o más precisamente de una cultura, una estadística puede revelar, sin duda, un aspecto específico. Un poema también revela algo. En el caso de la estadística, debe establecerse un sinfín de interrelaciones para entender el valor de un dato particular. Un poema quizá nos revela algo más; nos revela algo esencialmente humano y espiritual. Sobre una estadística puede debatirse; un poema en realidad se comparte, se comulga con él.

Sobre este valor de la literatura, no deja de llamar la atención que en los exámenes de ingreso al Servicio Exterior Mexicano aparezcan con regularidad preguntas sobre cuestiones literarias. A veces se pide relacionar autores con obras, obras con temas, obras con países. Este interés de los examinadores pareciera tratar de ubicar el grado de cultura general del aspirante. No ahonda, sin embargo, en el valor que un relativo conocimiento de la literatura pudiera tener para los futuros diplomáticos. Una mayor fortaleza literaria en internacionalistas y economistas quizá les facilitaría, por ejemplo, una redacción más tersa y menos árida. Un conocimiento de la literatura propia y algunas referencias básicas a propósito de las literaturas de otros países, tal vez dejarían al descubierto rasgos de una nación que difícilmente asoman en una estadística o en un estudio de prospectiva.

En el oficio literario de los diplomáticos acaso esté presente un discreto heroísmo. Alexis Saint-Léger ocupó el cargo de Viceministro de Relaciones Exteriores del Quai d'Orsay, mientras que su trabajo poético permanecía al margen, al cobijo de un seudónimo: Saint-John Perse. Pareciera que aún a estas alturas relacionarse con la literatura encierra de por sí una debilidad inconfesable. Las cancillerías, desde luego, no son facultades de letras ni talleres literarios. Pero son, sobre todo en sus representaciones en el extranjero, el rostro del país, y de alguna manera el ojo del huracán a través del cual aparece el caleidoscopio de una nación, de una cultura. Así como a todos nos ha contaminado el léxico económico (cuenta corriente, barreras no arancelarias, expectativas racionales, cláusula de nación más favorecida, etcétera), tal vez no causaría mayores daños espirituales una vinculación más sistemática con la república de las letras por parte de los diplomáticos. Para decirlo en la jerga económica, un diplomático-escritor posee un valor agregado útil de mil maneras.

Quizá los diplomáticos-escritores, más aún aquéllos que marchan en las filas del servicio exterior de carrera, sigan llevando una doble vida, con noches, madrugadas, fines de semana y vacaciones volcados en sus ocupaciones literarias. Tal vez sigan escribiendo discursos o estampando sellos en los pasaportes. Acaso algunos sean rescatados para aprovechar su doble oficio de diplomáticos y escritores. Otros tal vez alcancen una plena felicidad burocrática, para descubrir que sus inquietudes literarias han terminado por marchitarse entre el protocolo y la correspondencia. (Se dice que alguna vez Hugo Gutiérrez Vega tuvo la siguiente conversación con José Gorostiza: ``Maestro, ¿por qué ha dejado usted de escribir poesía?'' ``Y ¿cómo quieres que escriba poesía después de repetir miles de veces reitero a usted las seguridades de mi más atenta y distinguida consideración?'') Posiblemente su amor por las letras contamine los programas de estudios para los nuevos diplomáticos y les abra vías más amplias para entender lo mismo su propia cultura que las culturas foráneas, para reconocer al otro, su reto esencial como diplomáticos.



Alejandro I. Estivill

Salvador Novo y la diplomacia

Salvador Novo, jugador de bridge, no fue diplomático, ``ni real ni metafóricamente'', nos dice Alejandro Estivill, pero sí cumplió misiones diplomáticas en Honolulu, Buenos Aires y Londres. De estos viajes brotaron Return Ticket, ``Continente vacío'' y una serie de observaciones sobre la televisión británica. Novo pensaba que ``frente al deseo de evasión que caracteriza a cuantos aspiran a la vida diplomática'', los agregados culturales debían fortalecer la voluntad de representar a un México del que supieran mucho, al que amaran de verdad y el cual, por otra parte, ``los mantuviera bien al corriente de lo que está haciendo''.

Buscar artificialmente un vínculo de significación extraordinaria entre Salvador Novo y la diplomacia resulta en principio una tarea ociosa. Sin embargo, más desatinado sería desconocer que Novo supo convertir su contacto con el exterior en fuente de inspiración y distinguido aporte a las letras de México. Muy conocidos son sus esfuerzos por renovar el teatro mediante la difusión de las obras de vanguardia internacional, como también se sabe que su biblioteca se nutría con varias entregas semanales que leía ávidamente y daba de inmediato a conocer.

En su juventud, Novo se distinguió como un caso ejemplar dentro de la camada de intelectuales que se ubicaron exitosamente en la nueva burocracia posrevolucionaria. Fue sin duda uno de los que sufrió el duro golpeÊdado a los letrados ``aristocratizantes'', que se singularizó con la derrota política de Vasconcelos, y fue también el que más fácilmente superó esas coyunturas al reintegrarse al gobierno.

Escritor más independiente y contestatario en lo ideológico -y muy pronto uno de los más exitosos en lo económico-, Salvador Novo pudo ver con ojos escépticos aquella recomendación que Alfonso Reyes hacía a las nuevas generaciones para incorporarse al Servicio Exterior Mexicano en tiempos de zozobra. No fue diplomático, ni real ni metafóricamente, pero dos o tres pasajes podrían ilustrar su vocación por escrutar y saborear lo externo -con admiración al igual que con crítica-, insuperable mecanismo para mejor reconocer lo que ocurría dentro de su persona y de México. Cada uno de los pocos viajes que emprendió en misión diplomática inspiró algún texto de gran valía.

Como funcionario de Educación Pública, Salvador Novo asiste en 1927 a la Primera Conferencia Panpacífica sobre Educación y Recreo en Honolulu. A raíz de esa primera experiencia, su sagaz pluma redacta Return Ticket (1928). Todo análisis de esta obra sería incompleto si no mencionara que en ese momento se inicia una práctica muy frecuente e ilustrativa en la literatura de Novo: la revisión y reencuentro con los pasajes más relevantes de su formación. El simbolismo del ``boleto de regreso'' que da nombre a la obra va más allá del deseo de exorcizar el primer gran viaje de un joven temeroso, y se resume en una especie de marca que deja sobre el camino, para emprender la labor de revisar con frecuencia sus orígenes. Novo comienza en este libro su ``viaje de regreso'' al describir su niñez a la par del México revolucionario que la impactó. Más aún, no sería descabellado sugerir que el primer viaje diplomático de Novo despertó también la veta de poemas llenos de fino autoestudio que se recogieron en Espejo (1933).

Si Novo no perteneció al Servicio Exterior, al menos pudo extraer un jugo literario único a las pocas experiencias diplomáticas que la fortuna le brindó: en 1933 es delegado de México ante la Séptima Conferencia Internacional Americana en Buenos Aires; los mejores momentos de esa misión se reunieron en el libro Continente vacío, suculento texto de extrañamiento irónico ante lo ajeno. Aún llama nuestra atención la actualidad de pasajes tales como su molestia ante los rigores de los letreros en Estados Unidos: al querer tirar una colilla al piso, Novo enfrenta un letrero represivo que dice: ``Human life is in danger if you throw that lighted cigarette'' (la vida humana está en peligro si usted arroja un cigarro encendido).

El tono de este libro se equilibra con el fruto que saca a su soledad durante la travesía de Nueva York a Río de Janeiro. Fue entonces cuando redactó el famoso texto ``Canto a Teresa (un ensayo de hidrografía poética)'', en el que, sin biblioteca al lado, exprime con sorprendente erudición todo lo que su mente guardaba sobre la poesía dedicada al mar. Ese ensayo muestra las capacidades mnemotécnicas y las para entonces ya innumerables lecturas de Salvador Novo.

Más relacionado con la diplomacia, y menos conocido, es otro viaje que hizo en el invierno de 1947-1948 para estudiar los sistemas de la televisión británica y presentar ideas para el desarrollo de este medio en México. Notablemente relajado y motivado por el tono de sus ágiles y muy esperadas columnas en periódicos y revistas, relata en ellas su encuentro con varias ciudades de Europa. Pocos textos resultan más agradables para conocer al Novo puntilloso que, sin perder su ironía para revisar lo ajeno y ver virtudes, defectos y diferencias, se presenta especialmente orgulloso de los valores de México.

La pluma de Novo logra dar brillos inéditos a sus pasajes de viajero más cotidianos, a las dificultades que vive al no hallar forma de hacer que le laven sus camisas a bordo de un barco, o al sufrir la nula conversación de un caricaturesco ``señor entre polaco y francés de facies criminal'' que tuvo que soportar en cada desayuno, almuerzo o cena, debido a la rigidez inglesa en un trasatlántico de posguerra.

En un momento de este viaje, expresa algo de su sentir sobre el Servicio Exterior Mexicano. Reconoce ahí su falta de interés por participar en ese trabajo que seguramente le parecía opuesto a su personalidad. Pero junto con el gran cariño que muestra por el ``deber ser'' de la profesión diplomática, sus líneas emiten un mensaje crítico de inusitada actualidad buscando enmendar algo que aún se vive hoy en nuestras representaciones:

No deseo terminar sin señalar una rareza no menos elocuente sobre Novo en relación con la diplomacia. Practicante fervoroso del bridge (ya en su viaje por tren a Nueva York en 1933 se quejaba y se extrañaba de no encontrar un cuarto jugador de nivel entre tanto pasajero gringo), Novo redactó el prefacio de un tratado sobre este juego con un texto llamado ``Score''. El juego de bridge es ahí un símbolo inmejorable para entender las relaciones internacionales: ``Cuando las Naciones Unidas convienen -o contratan- en la utilidad de organizar el ocio y dotarlo de un contenido valioso, no ejercen, en realidad, una función distinta a la que con mejor competencia han cumplido [las autoras] en el libro.''

Y esto no es más que el colofón de una serie de reflexiones que convierten la diplomacia en ese paso civilizado de quienes han dejado atrás la ``edad cavernaria del garrotazo'' para organizar la rivalidad con alianzas, elegantes claves, engaños sutiles y esa socialización que distingue a los hombres de ingenio y que está bien representada por el bridge.

Novo, en la opinión de muchos de sus contemporáneos, fue un hombre terrible, pero nadie negará que en los momentos más venenosos de su estilo privilegió la calidad del regate. Jugador genial, bien puede ser considerado un diplomático muy a su manera, si seguimos sus pensamientos cuando ve, en la diatriba de las cartas, una gama de ``equivalencias cultas: recursos laterales [que] son el acervo y el arsenal -el secreto atómico, digamos- del bridgista moderno''.



Andrés Ordóñez

La crisis del intelectual diplomático

Para Andrés Ordóñez, ``Octavio Paz, como sus ilustres antecesores, continúa el ejercicio de nacionalizar lo universal y universalizar lo mexicano''. En cambio, ``su visión de la construcción institucional del país recoge la mirada escéptica de Cuesta y Villaurrutia''. Ordóñez piensa que ``el registro culturalista que obra en la biografía de la diplomacia mexicana, será un valioso activo para la formulación de la política internacional del nuevo milenio''. Este ensayo del maestro Andrés Ordóñez forma parte de un libro en el que analiza ampliamente la relación entre el intelectual y la diplomacia y que será publicado próximamente.

El proyecto de industrialización del régimen de Miguel Alemán, la consecuente necesidad de una concordia permanente con Estados Unidos en el contexto económico y comercial de la segunda posguerra mundial, y el creciente control político continental estadunidense en el marco de la guerra fría, condujeron a México a una cada vez mayor moderación diplomática. Se había llegado a una estabilidad interna y la existencia del sistema político mexicano ya no era motivo de controversia internacional. De tal suerte, la relación costo- beneficio de una política exterior (entendido el término ``política exterior'' como acción e iniciativa propias) resultó, por decir lo menos, incómodo. En consecuencia, la acción internacional de México dio paso a una táctica tendiente a evitar enfrentamientos con otros gobiernos, principalmente el estadunidense. Esta mudanza cambió el acento del aislacionismo característico de la acción internacional de México. De una política pasamos a una ``actitud'' exterior que habría de continuar durante los siguientes veinticinco años.

Aun cuando la presencia de intelectuales en la diplomacia continuó a lo largo de las décadas subsecuentes, su actividad dejó de estar vinculada estrechamente a la formulación de la acción internacional de México. Con la excepción de Jorge Castañeda de la Rosa, después de Torres Bodet y de Gorostiza, no hay en la geografía humana del Servicio Exterior Mexicano de carrera intelectuales que además de ejecutar y administrar las acciones diplomáticas del país, las formulen. Durante la segunda década del siglo XX, los intelectuales diplomáticos asumen la carrera fundamentalmente como un medio para el desarrollo de su actividad reflexiva, lo cual no es ninguna novedad, pero cesa en ellos la voluntad de involucrarse en la construcción de líneas políticas y de estrategia en el nivel institucional. En este sentido, el caso de Octavio Paz es ilustrativo.

Heredero del afán riguroso de los Contemporáneos, como ellos afrancesado en su formación intelectual, Paz logra una pulcra trayectoria administrativa que lo lleva desde el nivel más modesto hasta el rango de embajador de carrera. Sin embargo, el caso de Paz también indica el inicio del desprendimiento del intelectual como ente orgánico del aparato diplomático del estado. Octavio Paz, como sus ilustres antecesores, continúa el ejercicio de nacionalizar lo universal y universalizar lo mexicano, pero su visión de la construcción institucional del país ya carece del entusiasmo de los ateneístas, de la Generación de 1915 o de los Contemporáneos oficialistas como Torres Bodet y Gorostiza. Sí, en cambio, recoge la mirada escéptica de los Contemporáneos como Jorge Cuesta y Xavier Villaurrutia, y la aplica al desarrollo político del país. De modo que no es gratuito que, en fechas tan tempranas como 1950, señalara la proclividad al conformismo, es decir, a la claudicación, que los intelectuales orgánicos al estado empezaban a acusar.

La pregunta pertinente, en el caso de Paz y de los demás intelectuales diplomáticos que continuaron en las filas del Servicio Exterior Mexicano de carrera, es ¿por qué siguieron allí? La respuesta es compleja y tiene que ver con el hecho de que el proceso degenerativo del sistema político mexicano no fue inmediato. La manifestación ideológica de la Revolución Mexicana había penetrado profundamente en la conciencia y el imaginario colectivos. Además, la relación inevitablemente conflictiva con un universo tan distinto en todos sentidos como es Estados Unidos, legitimaba el proyecto de desarrollo de corte aislacionista y reforzaba el consenso popular en torno a la política exterior de los gobiernos en curso. De tal suerte, en el habla popular y en los sectores de clase media e ilustrados, la crítica a las políticas y prácticas gubernamentales solía tener una ilusoria excepción: la diplomacia. Esta circunstancia ayudó a justificar la permanencia o incluso la incorporación a un ámbito que garantizaba seguridad salarial, diversidad laboral, movilidad geográfica, riqueza vivencial, tiempo libre medianamente bien pagado y acceso a los paradigmas culturales a los que aspiraba una clase media ilustrada con ansias de mundo.

Al correr de los años el Servicio Exterior Mexicano perdería atractivo para los sectores ilustrados del país. La represión brutal del movimiento estudiantil de 1968 abrió una brecha enorme entre sociedad civil y gobierno. Una manifestación de este distanciamiento fue la separación de Octavio Paz del cuerpo diplomático en 1968, cuando se desempeñaba como embajador de la india. Pero esta brecha ideológica no habría sido razón suficiente sin la existencia de circunstancias resultantes del propio desarrollo social y educativo del país. En ese sentido, sería deshonesto ignorar los avances del sistema mexicano de educación superior, que abrió espacios laborales para el desarrollo intelectual; la intensificación de los intercambios académicos con el mundo, que brindó al intelectual movilidad geográfica; y la creciente división del trabajo en el ámbito diplomático junto con la capacidad de las universidades de generar los cuadros especializados requeridos por el nuevo perfil del oficio de la diplomacia, que desplazaron cada vez más al intelectual, generalista y culturalista por naturaleza, de ese mercado de trabajo.

Al inicio de la década de los setenta el presidente Echeverría, intentando responder a las nuevas condiciones externas e internas, se lanzó a estructurar una política exterior volcada a aumentar la presencia de México en el mundo en aras de la apertura de nuevos mercados para las exportaciones mexicanas. De igual modo, buscando conciliar los sectores pensantes con el régimen, en un intento de cerrar la herida de 1968, Echeverría incorporó a su administración una multitud de jóvenes altamente calificados en lo académico y les confirió altas responsabilidades administrativas y políticas. Por otro lado, Echeverría intentó, y lo consiguió, granjearse las simpatías de buen número de personajes de la intelectualidad mexicana. El ámbito diplomático fue un buen campo de experimentación y retribución políticas.

El número de personalidades de las artes y la academia en puestos ya no de carrera sino temporales asimilados al Servicio Exterior Mexicano, se incrementó durante el periodo del presidente López Portillo (1976-1982) y, pese a la severa crisis precipitada por el fracaso de la política petrolera, continuó, disminuido, durante el régimen del presidente Miguel de la Madrid (1982-1988). A partir de 1988 el agotamiento discursivo y factual del sistema político mexicano, y la consecuente adopción de un proyecto de desarrollo nacional apegado estrictamente a las exigencias económicas y financieras del contexto internacional, significó que el discurso de política exterior del país entrara en la crisis más severa de su historia. Ubicado hoy en día en los marcos de un proyecto gubernamental que privilegia la ortodoxia de las instituciones financieras internacionales, la doctrina de política exterior ve confrontada su herencia culturalista al pragmatismo economicista y unidimensional de la nueva generación de dirigentes mexicanos. Esta situación le significa una crisis práctica al aparato diplomático mexicano, ya que los principios de su acción responden fundamentalmente a un esquema defensivo consolidado por las condiciones que imponía la guerra fría y, en consecuencia, resultan inadecuados a la estrategia de plena apertura e incorporación a los mecanismos económicos prevalecientes en el mundo de la posguerra fría. En términos de política interna, la crisis del discurso diplomático se manifiesta en la ruptura del consenso que antes disfrutaba. La subordinación de la acción diplomática a la política financiera ha exigido flexibilizar posiciones antes indiscutibles, y ha significado la pérdida de la conducción sustantiva de la política exterior por parte de la cancillería en favor de los sectores del gobierno federal encargados de las áreas económicas y financieras.

Resulta paradójico que exista una relación inversamente proporcional entre la participación de los intelectuales (universalistas por definición) en la formulación de política exterior y el proyecto de apertura económica mundial del gobierno federal. Esto es comprensible si se atiende al hecho de que la plena participación reflexiva y práctica de los intelectuales en el Servicio Exterior Mexicano se dio en el contexto de una estrategia diplomática de corte preponderantemente defensiva, por no decir aislacionista. En el momento en que tanto por razones de orden interno como externo el grupo en el poder rompe con ese esquema y decide incorporarse sin reparos al devenir productivo y gerencial mundial, el intelectual diplomático deja de cumplir -por su propio perfil y por la creciente debilidad de los canales oficiales como exclusivas instancias de diálogo internacional- el papel de vaso comunicante entre la nación y el mundo y, por lo tanto, pierde sentido su filiación orgánica al poder estatal.

Sin embargo, el fin de la guerra fría está determinando el desplazamiento de los ejes de confrontación internacional a coordenadas ya no político-económicas, sino político-culturales. Esta situación alcanzará su punto de ebullición el próximo siglo, cuando el diálogo mundial deberá ser ya no tanto internacional sino intercivilizacional, lo cual quiere decir que el elemento económico quedará sobreentendido y las estrategias de negociación deberán privilegiar en su diseño y funcionamiento el elemento cultural. Esta circunstancia hace prever para el próximo siglo la insuficiencia de la perspectiva unidimensional de la actual estrategia diplomática, y hace del registro culturalista, que obra en la biografía de la diplomacia mexicana, un valioso activo para la formulación de la acción internacional de un país que, como México, se encuentra situado precisamente en el centro mismo de la encrucijada civilizacional: entre el Asia-Pacífico y el Atlántico; entre la América anglosajona y la América Latina, y que ha sido exitoso en la práctica de una estrategia diplomática ajena a la imposición y, por lo tanto, a la confrontación.