Presupuesto universitario
Juan Carlos Miranda Arroyo
La crisis financiera que afecta orgánicamente a las universidades públicas del país (y no sólo a la UNAM) guarda relación directa con los recortes sistemáticos al presupuesto público (federal y estatal), diseñados por el poder Ejecutivo y aprobados posteriormente por los legisladores. El problema es, en efecto, un fenómeno que se ha venido agudizando desde los inicios de la década de los 80 y se ha extendido negativamente hasta nuestros días, y constituye un hecho sumamente preocupante, porque abarca un periodo demasiado largo, sobre todo si consideramos la importancia estratégica que tienen tales recursos económicos para el adecuado funcionamiento de las instituciones educativas de nivel superior.
Tal como se perciben las cosas hoy, la crisis financiera
de las universidades públicas mexicanas se prolongará
por algunos años más, pues no se asoma una salida pronta
y duradera, ya que las medidas adoptadas por las autoridades federales
en este ámbito parecen llevar la intensión de desalentar
su desarrollo en lugar de impulsarlo.
La situación adversa que viven hoy las universidades ha traído, entre otras, las siguientes consecuencias:
1) Deterioro real de los salarios, tanto de profesores como de investigadores. Debido a ello, las autoridades han seguido políticas meritocráticas, en las que la aplicación de programas de apoyo al "rendimiento y la productividad académicos", popularmente conocidos como pilones universitarios, se han convertido en un paliativo, por demás cuestionable, para hacer recuperar al salario.
Esos programas han estado más motivados por la escasez de recursos financieros que por un genuino interés para mejorar la calidad de la enseñanza. Como dato adicional, durante el último año el Programa de Estímulos al Desempeño del Personal Académico de Carrera destinó 682 millones de pesos para incrementar las percepciones de unos 20 mil docentes universitarios en todo el país.
2) La persistencia de topes salariales, que también han afectado los ingresos de los trabajadores administrativos de la educación superior (incluyendo, obviamente, a los empleados de las dependencias educativas que se ubican dentro del esquema de homologados).
3) La promoción, desde 1982, de aumentos o ajustes continuos a las cuotas escolares y otros servicios administrativos (por cierto, este hecho ha constituido un detonante de innumerables movimientos estudiantiles durante los últimos 20 años).
4) La implantación de nuevas figuras de competencia académica, con criterios altamente selectivos. El Sistema Nacional de Investigadores (SNI), creado en 1984, es un ejemplo de ello. Se trata de un programa de complementos salariales ų"becas de Estado", se les llama en Franciaų especialmente elaborado para aquellos científicos que demuestren ser los más productivos del país. Dicho organismo fue diseñado originalmente como parte de una estrategia compensatoria y emergente para contener la fuga de cerebros y restituir el salario profesional de los investigadores. El esquema que sigue el SNI es congruente con las políticas fomentistas y de subsidio que se practican en otros ámbitos de la vida nacional (Procampo, Progresa, Pronasol, etcétera).
No es novedoso que se discuta el problema del financiamiento hacia las universidades públicas, o cuáles serán los caminos para hacer frente a esta larga crisis. Durante este tiempo (casi dos décadas), distintos actores de la vida universitaria se han dado a la tarea de analizar novedosas alternativas para captar ingresos extraordinarios y no depender totalmente del erario público; de esa forma, se ha buscado mejorar las condiciones de operación en las escuelas. Sin embargo, las propuestas han sido generalmente rechazadas y las gestiones para que el Congreso autorice un aumento al presupuesto federal para esas instituciones han quedado sólo en buenas intenciones.
La huelga estudiantil en la UNAM en este agonizante 1999 ha reivindicado la necesidad de debatir una vez más sobre la importancia del financiamiento a las instituciones de educación superior en México, y junto con ello ha obligado a la sociedad y a sus dirigentes políticos a pensar con más seriedad acerca de las consecuencias que puede acarrear, en términos sociales, económicos y culturales, la prolongación de los recortes presupuestales aplicados por el Estado a las universidades públicas. Y sobre todo, ha conducido a la reflexión profunda sobre las nuevas estrategias que habrán de adoptarse para superar esta crisis.
Las acciones de desmantelamiento y deterioro permanente de las condiciones de trabajo y la infraestructura operativa de las universidades públicas mexicanas no sólo es responsabilidad de las autoridades federales y estatales actuales, sino de las políticas públicas adoptadas en materia de cultura, educación, ciencia y tecnología para el país durante las últimas dos décadas, y que forman parte de un modelo de nación que ha llegado a su etapa de decadencia.
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