La Jornada Semanal, 28 de noviembre de 1999



Gustavo Pérez,

El esplendor del barro

Fernando González Gortázar

Para Fernando González Gortázar, "la actual exposición de Gustavo Pérez en el Museo de Arte Moderno muestra todos los recursos y todos los talentos de un artista en plenitud". De las manos y del torno salen los magníficos objetos utilitarios que mejoran y alegran la vista de los usuarios. Es emocionante ver cómo Gustavo Pérez respeta los dictados de la materia prima, el lodo.

Me ha sucedido, en varias ocasiones, que al mencionar el nombre de Gustavo Pérez la gente me pregunte quién es él. Y "la gente" puede ser, en ciertos casos, alguien a quien uno supondría enterado, o que debiera estarlo.

Se trata de algo absurdo, pues Gustavo Pérez es uno de nuestros mayores artistas. Varias cosas explican esta ignorancia, pero quizá la primera sea, simplemente, el hecho de que Gustavo Pérez es ceramista. No culpemos enteramente al público: la cerámica es un territorio en el que las fronteras entre "arte menor" y arte a secas son particularmente nebulosas, y Gustavo enfatiza siempre su condición de artesano; de artesano enorme, añado yo, de técnico sapiente e inventivo.

Fiel a esa vocación, gustoso de la manualidad de su obra, del trabajo en el torno, del virtuosismo en la elaboración de cacharros delgados cual papel, de la obsesiva minucia de sus platos y tazones, Pérez sigue produciendo magníficos objetos utilitarios, y creo que jamás dejará de hacerlo. Tengo la impresión de que esto es, para él, un imperativo moral ųGustavo es un hombre profundamente preocupado por las cuestiones éticasų: darle al mundo esplendor en lo cotidiano.

Esplendor, sí, belleza. Gustavo ha descubierto cómo una línea incisa en la pared de arcilla puede abrirse, al presionarla desde adentro, como un maravilloso sexito femenino. Sus vasijas surcadas, barbechadas en pautas de una diversidad interminable, su elegancia esencial, su indagación perpetua de las texturas y los esmaltes de alta temperatura, su condición de trabajador infatigable, inteligente y curioso, han dado nuevos lustres al menguado abolengo de este país de viejos ceramistas.

Casi a regañadientes, casi bajo protesta ųy felizmente, claroų, Gustavo fue incapaz de evitar que todas esas virtudes y todos esos hallazgos fueran adquiriendo autonomía y apareciendo en piezas en las que el puro crear con la materia es la razón de ser: aquí el arte se adueña de la escena. Entrar al taller de Gustavo Pérez en su paraíso coatepecano es como entrar a un laboratorio de la reflexión y el juego. Acomodados y limpios sobre altos estantes, reposan los bocetos de los que este artista singular ha de extraer sus piezas acabadas. En ocasiones, los objetitos no tienen más de tres o cuatro centímetros: el barro se comprime, se ahueca, se arrastra, se teje en intrincadas telarañas tridimensionales. Un pellizco en la arcilla fresca puede dar resultados sorprendentes, si el que pellizca es Gustavo Pérez. La tierra cruda de estos objetos diminutos es como un polen, que ya tiene la promesa de los árboles maduros.

Las esculturas cerámicas de Gustavo acatan con orgullo los dictados de su materia prima: sólo de lodo podrían estar formadas. La naturalidad de sus caídas, las barras que las forman, sus caras pulidas o granulosas o enloquecida y ordenadamente cubiertas de entrantes y salientes, todo habla de un entendimiento y de un respeto absoluto del artista por sus medios de expresión. En ocasiones, una tradicional vasija torneada se rompe, se desfleca, se tuerce y recompone, y esa metamorfosis le hace saltar de la alacena al museo, sin dejar de pertenecer a la alacena. Con estas obras inútiles (o inutilizadas), Gustavo se convierte en un abanderado excepcional de la renaciente escultura mexicana.

En muchas de sus piezas, Gustavo Pérez se deleita ųcon su paciencia de benedictinoų cubriendo las superficies con preciosos, multicolores y complejos dibujos. Sorprende la firmeza de su trazo, el donaire, la delicadeza y la variedad. El barro se tapiza de escarificaciones, de líneas tajadas y segmentadas en las que la policromía y el ritmo son fascinantes; y hay un regodeo con la geometría que se convierte en estrellas y constelaciones que parecen moverse, y un aire festivo con el que Paul Klee y Joan Miró estarían, creo, contentos.

Algunas veces el soporte lo constituyen simples placas de cerámica, aisladas o en polípticos: se trata, pues, de verdaderos cuadros, obras pictóricas (o grabados monotípicos) sobre barro. En otras ocasiones la placa se enrolla y autosoporta, o adquiere otros cuerpos más complejos. Esta naturalidad (de nuevo la palabra) con que se funde el trabajo artesanal con la forma escultórica y la superficie pictórica, es realmente magnífica. La "integración plástica", tan empeñosamente buscada en otros tiempos por nuestros muralistas y nuestros arquitectos, tiene aquí una manifestación radical e inusitada.

La actual exposición de Gustavo Pérez en el Museo de Arte Moderno muestra todos los recursos y todos los talentos de un artista en plenitud. Está allí lo mejor de siempre, pero nos reservaba cosas nuevas: relieves de fragmentos múltiples o de planos superpuestos que se extienden sobre los muros o el piso; cadenas entrelazadas y secuencias extrañas; la rigurosa morbidez de una materia que dan ganas de envolver con los brazos; piezas que se disfrutan de modo diferente al contemplarlas de lejos y de cerca, al acariciarlas, al sentirlas nuestras. Y la técnica, como debe ser, puesta al servicio de la poesía.

Estamos en presencia de un "obrero del arte", por un lado, y por otro, de uno de nuestros dibujantes y escultores más finos, más originales y más hondos. Allí está, hay que mirarlo. Espero que después de esta admirable exposición del MAM, nunca jamás alguien vuelva a preguntarme quién es ese señor llamado Gustavo Pérez.