Ojarasca, 8 de noviembre de 1999 

 
 
 
 
  

Navarro: Su padre era un gran héroe. 

Miguel: Encontraré pruebas de que él no era un héroe y de que usted es un asesino. 

Navarro: ¿Cuáles? Habrá que probar una cosa u otra. Si usted dice que soy un asesino, gente mal intencionada podrá creerlo; pero como también usted piensa decir que su padre era un farsante, nadie le creerá ya. Es usted mi mejor defensor, y su padre era grande, muchacho. Le debo mi elección. 

  

Rodolfo Usigli: El gesticulador
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El natural fingidor del viejo ogro no alcanza a disimular las grietas que surcan el maquillaje en su rostro, arrugado y blanquecino pese a rímeles y carmines, sonrisas a control remoto y frases dictadas al oído por el apuntador electrónico. Qué sofoco, uf, qué caluroso este aire, dice el ogro y se desplaza agitando los abanicos a sus esclavos para que le ventilen la canícula. Ay dios, cuánta gente.

El ogro (hubo un tiempo en que pudieron llamarlo filantrópico, reprochándole no lo ogro sino lo filantrópico) está hasta acá de que le demanden cumplir lo prometido y le hablen de pueblos indígenas y derechos humanos, de usos y costumbres comunitarios, de derechos originarios. Y luego eso de que la democracia y la justicia son gratis. Por favor. Todos saben que son muy caras, no cualquiera les llega al precio, así que ni le muevan.

En su decrepitud, el ogro sufre la alucinación de ser un juvenil y efectivo gerente, un zorro de las finanzas, un jeque de la publicidad, un rey listo que manda en las encuestas, el cruzado que "todos" esperan para restablecer el orden. Él, justamente él, el causante de la descomposición y el desorden.

A ojos vistas, el ogro tiene machucados los dedos en las tapaderas de la rapiña, encostrados los belfos con la sangre de los crímenes políticos y embarrados los pies en la materia de los comercios ilegales y su red de complicidades pestilentes. Con cuánta frecuencia el delincuente mayor es quien tiene en su poder los instrumentos del castigo.

En su júbilo prefabricado (todo sea por las campañas), el ogro está aterrado, teme por su futuro de ogro, conoce la carcoma que lleva en sí, mas quiere hacernos creer, y convencerse a sí mismo, de que sigue vivo.

En su loco y ponzoñoso declive, paga lo que sea por que lo maquillen, le den oxígeno, confianza y sobre todo fuerza. En nada se interesa más jugar su dinero y sus menguados talentos que en mantener el monopolio de la violencia, las armas, los cuerpos de ataque y control. Los instrumentos de su miedo.

En la mascarada le va la vida. O los negocios, que vienen a ser lo mismo.