Ojarasca, octubre 1999


El círculo no es redondo

 

Ramón Vera Herrera

Van diez años que las comunidades indias del país, sus organizaciones y grupos amplios que por su historia se reconocen como pueblos, emprenden acciones reivindicativas o de resistencia abierta con una visibilidad y una cohesión inusitadas. No es sólo que de todos los rincones del país surjan voces que reclamen, con propuesta y consenso, los derechos que siempre les negaron. También se puso en marcha un callado trabajo de largo plazo en el camino de la revitalización propia.

 

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En 1989 los pueblos indios casi no existían en los medios informativos. La discusión de sus asuntos se dirimía en unas cuantas publicaciones especializadas y en encuentros para iniciados. Hoy notas dedicadas al "problema indígena" llenan un mayor porcentaje de páginas de revistas, libros y periódicos y su aparición es casi cotidiana. El punto se alude en programas radiales y de televisión, mesas redondas, foros y conferencias: los indios están en el centro del debate nacional. Nadie puede dejar de considerar lo indio aunque sólo sea para denostar su lucha, su carácter, su manera de vivir y sus sueños. Y aunque fuera así, los indios van ganando.

En el rompecabezas de esta nueva visibilidad, la pieza que desató más efervecencia política y formativa es el levantamiento de miles de comunidades tzotziles, tzeltales, tojolabales, mames y zoques acuerpados en un ejército popular, porque movió definitivamente la fotografía de una país feliz y "en pleno desarrollo". Es falacia que sin este levantamiento el mundo indígena no habría tenido la repercusión que tiene: la historia del país arribó a ese momento. Las "anomalías históricas" no existen. Todos los vericuetos de la historia de los pueblos indios y del país en su conjunto, derivaron en ese primero de enero de 1994.

 

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Los indios no han logrado el reconocimiento de sus derechos en la Constitución ni en ésta se contempla su existencia --salvo en la pálida sombra de un artículo cuarto Constitucional que pese a lo ambiguo de su redacción, a lo diluido de su reivindicación concreta fue, en 1992, un triunfo simbólico de la oposición y no del pri-gobierno que la impulsó por razones cosméticas y que para variar, a la hora de la hora se andaba desdiciendo.

pag 10 En la vuelta de los noventa, surgieron infinidad de foros nacionales que en pocos años engarzarían incluso a nivel continental. Eran espacios de discusión que no habían ocurrido con tal espectro de actores y con tal recuento de situaciones. Los varios representantes, investigadores y académicos que se interesaban por la problemática, virtieron ahí sus primeras conclusiones (incluso programas muy detallados) en torno a las posibilidades de una autonomía real para los pueblos indios en el marco de un Estado nacional --y no como secesionismo, como se les achaca desde el poder.

Estos encuentros eran muy pertinentes porque el cerco cada vez más cerrado que imponía el sistema generó luchas pacíficas y movilizaciones regionales contra la política macroeconómica, los megaproyectos, los programas de gobierno, la imposición de autoridades, el fraude electoral y los cacicazgos regionales. Una de las luchas centrales en estos diez años fueron los derechos humanos, porque la represión, la militarización y el robo perpetrado contra el sentido de su vida no dejó más respuesta que informarse y resistir.

La contrarreforma al artículo 27 Constitucional disparó una renovada resistencia a las invasiones de tierras y en contra de la privatización de sus núcleos ejidales y comunales agrarios. Es un hecho que esta contrarreforma estalló también en una diáspora y millones de campesinos, indios sobre todo, emigraron a las ciudades y al extranjero. Hoy las organizaciones indias a ambos lados de la frontera tejen vínculos entre sus comunidades originales, desde los rincones más devastados o aislados del país, y algunas ciudades estadunidenses.

Quizá un recorrido histórico-regional nos diría que las zonas donde la fricción sigue, son las mismas en donde a lo largo de cinco siglos se resistió, se argumentó jurídicamente en favor de sus derechos o hubo rebeliones y levantamientos. Y si en todo el país la movilización de estos diez años fue continua, en Chiapas, uno de las regiones del país con más problemas agrarios, racismo, imposición de autoridades e impunidad caciquil, incendios, ajusticiamientos y venganzas, la historia condujo a un levantamiento indígena, de enorme base popular, que ha tenido repercusiones mundiales.

Lo inédito de las circunstancias es que todos los problemas acumulados en cada región se tornaron inevitablemente en espectro nacional, polimorfo y acaso fragmentario, pero que con el corazón en la mano toca la puerta. La consulta en favor de los derechos indígenas y por el fin de la guerra de exterminio, efectuada a fines de marzo pasado, es quizá la demostración más contundente, desde la base, de la presencia y el consenso nacional de su exigencia.

Diez años de movilizaciones y un levantamiento popular de por medio, las comunidades y sus organizaciones, los pueblos indios del país y una sociedad civil que se reconoce en ellos, pueden estar orgullosos de haber producido unos documentos como los Acuerdos de San Andrés, piedra en el zapato de un sistema que se muere y una herramienta que traduce una democracia participativa más concreta.

 

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Si en estos diez años los indios lograron visibilidad, su apuesta cotidiana fue revertir la lógica centralizadora del sistema. Hoy, por todo el país, miles de intentos autogestivos rompen en mayor o menor medida con los aparatos del Estado y deslegitiman más y más al gobierno. Las organizaciones indígenas y campesinas reconocen que deben ser ellos quienes asuman la gestión de sus asuntos, lo que ha transformado el quehacer de comunidades aisladas o regiones completas con proyectos de salud y recuperación de su medicina tradicional, educación popular, comunicación, producción, manejo sustentable de los recursos, comercialización alternativa, programas de radio, producción de videos y revistas regionales, proyectos de desarrollo comunitario, escritura en lengua indígena, recuperación de historia oral, tecnología tradicional y una revaloración de sus sistemas de impartición de justicia.

Ya no se acepta tan fácilmente las mediocridades y engaños del sistema educativo nacional. Recuperar sus saberes tradicionales y contemporáneos locales es una prioridad, y en algunas regiones esta reflexión colectiva es un quehacer cotidiano.

La necesidad de romper cercos llevó a las organizaciones indígenas a reivindicar el municipio como espacio vital para ejercer sus decisiones y un gobierno propio, a veces con el registro de algún partido de oposición, a veces "por usos y costumbres". En el horizonte de la autonomía sería pertinente un recuento de sus avatares.

La resistencia fue abierta también. Los municipios en rebeldía de Chiapas (y algunos en otras regiones del país) son vigentes porque son legítimos. Y el gobierno lo sabe bien: más de la mitad del estado de Chiapas está en resistencia. ƑMás de 5 mil comunidades?

Hoy los pueblos indios de México buscan un equilibrio entre lo que han sido y lo que quieren ser, pero sin el carácter fundamentalista que se les endilga con insistencia. Si hoy algo muestran los pueblos indios del país es que no se están quietos: en continua transformación, su aportación más valiosa es por paradójico que parezca, su apuesta por el cambio y al mismo tiempo la revaloración de su historia, de sus relaciones, sus saberes en común y su identidad como corazón de la existencia.

 

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En los años cincuenta muchos investigadores extranjeros y nacionales --y los funcionarios sucesivos de gobiernos proclives al maquillaje-- arribaron a la idea esquemática de que la comunidad indígena era un núcleo de relaciones prácticamente inmóvil, atada a tradiciones inicuas, muchas de ellas vejatorias de la dignidad humana. Se dijo y se sigue sosteniendo que los indios son reacios al cambio, que su insistencia en reivindicar la comunidad como núcleo de identidad obedece a su poca pertinencia en un mundo moderno.

Esta concepción sesgada sigue pesando en las decisiones que se toman en torno a lo que compete a los pueblos indios y a la enorme población campesina del país de tradición comunitaria.

Siendo absolutamente obvio que la transformación continua es inescapable y es el principio más general de la vida, en estos diez años las previsiones y planes del gobierno y el mercado han sostenido, en manos de una intelectualidad afín a sus intereses, un espejo deformado en el que los pueblos indios no se reconocen. Un espejo que promueve confusión, inmovilidad, desencanto y olvido en los núcleos indígenas. Odio en la sociedad en general. Un mundo al revés: los poderes políticos, económicos y culturales, siendo causa, se tornan en jueces. Por un lado, afirman sin fundamento que los pueblos indios buscan una vuelta al pasado, a un sistema, se dice, petrificado. Por el otro se menosprecia, se veta y se reprime cualquier transformación de los pueblos indios excepto obedecer, integrarse, desaparecer.

Para el sistema, la comunidad es el enemigo principal. Quienes ven en la comunidad algo petrificado e inmutable son los mismos que sostienen que los pueblos indios deben asumir una derrota y desistir de su propia transformación, abandonarse a las decisiones ajenas, despreciar su saber acumulado y la pertinencia y sentido de sus propias prácticas. O te callas o te callo.

Como los indios se empeñan con más y más lucidez en resistir esta tendencia genocida, se les acusa con una lógica racista de fundamentalistas y de ser violentos e ignorantes. Indios insumisos, rebeldes que les dicen.

Vivimos más bien en un clima generalizado de violencia en la que el rumor y el ocultamiento, el compromiso no cumplido, la impunidad en el crimen y el asesinato, se erigen como sustituto de un gobierno popular, disfrazándose de democracia partidista. Una sociedad con trato tan violento, y tan impune, no puede juzgar así nomás las violencias "particulares" de los pueblos indios. Tiene razón Armando Bartra cuando insiste en que los indios no son mejores, pero tampoco peores, que el resto de los mexicanos.

La diferencia de fondo es que son los pueblos indios, y sus comunidades tan vilipendiadas, quienes exigen otra relación, otra justicia que sí los incluya como son, porque existen.

 

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La apuesta del poder, la reducción más profunda que se plantea, es la erradicación de los núcleos organizativos de quienes se reivindican como indios: es decir, su pertenencia a una comunidad, a un pueblo o a las organizaciones que alimentan este espíritu de grupo, y paradójicamente, su espíritu de cambio.

La apuesta es dejar a cada persona sola ante la ley (sabiendo que aunque debería velar por todos y cada uno, tampoco se cumple o no es equitativa en su cumplimiento); sobre todo, aislar a cada individuo en la enormidad que lo envuelve, con las sobras de un progreso cuestionable, al margen de los beneficios y como pieza central de su capitalización explotadora.

La consabida falacia es que todo colectivo es masa.

Pese a toda la violencia que se imagine, que no es ni más ni menos que en las ciudades aislantes, la comunidad puede ser paraguas y espacio vital de reflexión, apoyo emocional y pertinencia de las propias acciones, trabajo, pensamiento y sentido en común. No es la masificación pero tampoco el abandono.

 

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Hace diez años el México invisible seguía sus resistencias como podía, oculto por la maraña ideológica gubernamental de logros de bisutería. Hoy una parte de la opinión pública piensa que apoyar las reivindicaciones indias es un excelente camino hacia la democratización real del país; otros manifiestan un miedo cerval hacia los indios: miedo que se traduce en odio, en engaño, divisionismo, secuestro, asesinato.

En el fin de era mexicana los pueblos indios revaloran sus relaciones, ajustan cuentas y revitalizan su historia. Como respuesta se agudizan los mecanismos represivos. El sistema teme a un actor colectivo tan fuerte y extendido, y connive con intereses que persiguen la apropiación de los espacios, la reconversión de la mano de obra, el vaciamiento de enclaves ricos en recursos. Para correrlos, para desaparecerlos, es que se fomenta la división de comunidades, la instalación de proyectos individualizantes estratégicos al interior de núcleos agrarios, la puesta en marcha de procesos macroeconómicos mortales a los campesinos.

Otra sombra es el racismo. Invisible también en la opinión pública, pero hiriendo todos los días en los rincones más inesperados, asomó por fin la cara sucia y hoy se vuelca con más beligerancia y rabia en varios ámbitos públicos, y la ley como si nada.

Hace diez años la gente se jactaba de que México no era racista como Estados Unidos o Sudáfrica. Hoy la militarización de las zonas indígenas del país, coincidiendo cercanamente con las zonas de más alta desnutrición, es un síntoma de una guerra de exterminio inocultable.

Pese a los cercos, las decisiones tomadas a distancia y una represión aplastante y corruptora, los pueblos indios cobran presencia y conciencia más precisa e informada de su condición, lo que los llevó a decidir, paulatina o súbitamente, que había que resistir, romper todos los cercos posibles, reivindicar lo que se era y es sin el juicio de quienes los oprimen, y a fin de cuentas ser en su historia quienes decidieran los rumbos. Para lograrlo, los colectivos indios exigen una relación diferente con el resto de la sociedad. Siempre ha sido esta su apuesta, pero ahora acumulan y cotejan desde múltiples rincones, y su exigencia se vuelve nacional, al punto de consensar algunas acciones conjuntas que tienen de cabeza al Estado que no halla cómo revertir esta tendencia.

Si nos preguntáramos si en estos diez años han mejorado las condiciones materiales de los pueblos y comunidades indias del país, la respuesta sería no, porque el plan maestro quiere sellar su desaparición. Sin embargo, saben más que nunca antes quiénes son, y no exigen nada para ellos solos, y para todos, todo.


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