La Jornada domingo 10 de octubre de 1999

Carlos Bonfil
Santitos

Algunos de los argumentos que con más frecuencia se invocan al tratar de explicar la crisis del cine mexicano son el peso de la burocracia en nuestra ya casi fantasmal industria fílmica, la ausencia de un apoyo decidido para producir un número mayor de películas y distribuirlas con estrategias de publicidad más eficaces, y finalmente la falta de guiones capaces de romper con el lenguaje solemne y con las fórmulas gastadas del melodrama. La falta de buenas comedias, por ejemplo. El éxito popular de Dos crímenes, de Sneider, se debió en parte a la adaptación inteligente de un relato de Jorge Ibarguengoitia y a una estupenda dirección de actores. El éxito de Danzón, de María Novaro, procedía a su vez de la manera atractiva en que presentaba el itinerario de su protagonista (María Rojo), poseída por una idea fija (encontrar al compañero ideal de baile), y por una gozosa sensación de libertad corporal. Lo interesante en estas cintas fue la propuesta de un tono picaresco y un estupendo desenfado en la narración y en la construcción de los personajes. Esas cualidades están hoy presentes, con mayor solidez y de modo más contundente, en Santitos, el primer largometraje del joven productor Alejandro Springall.

Se trata nuevamente de un itinerario femenino, el de Esperanza, una joven veracruzana (Dolores Heredia, estupenda) que parte hacia Tijuana y Los Angeles en busca de una hija, a la que los médicos han declarado muerta por una infección muy contagiosa, y enterrado sin permitir que nadie vea el cadáver, y que la madre imagina raptada por tratantes de blancas. A partir de un guión de María Amparo Escandón, que luego se transforma en novela, el director acomete una divertida revisión de la adoración de figuras religiosas, como el santo protector, San Miguel Arcángel, guía espiritual de Esperanza, cuya imagen aparece constantemente sobre el cristal del horno de una estufa. Es el quien le sugiere que la niña aún está viva, él quien le señala el deber de rescatarla. Uno de los hallazgos humorísticos de la cinta es la figura del padre confesor cómplice (Fernando Torre Lapham en uno de sus mejores papeles), quien perdona y tolera todo, excepto dar absoluciones por vía telefónica.

Santitos, una comedia sobre la pureza. El recorrido de Esperanza está sembrado de buenas intenciones y de sorpresas. Para encontrar a su hija, la heroína intentará todo, incluso volverse prostituta, como un agente que se infiltra en los círculos de la mafia. Sin perder jamás la virtud, ni tampoco la protección de sus santitos y de su padre confesor. El tono picaresco que con tanto acierto maneja la cinta impide cualquier discurso moralizador. Amparo Escandón y Alejandro Springall proponen viñetas cómicas afortunadas: los rituales en la casa de citas de una madrota tijuanense (interpretada, con kitsch estudiado, por Roberto Cobo), o la iniciación sexual con el cinturita Cacomixtle (Demián Bichir), o más aún, la amistad de Esperanza en Los Angeles con la portentosa empleada de una agencia de viajes (Regina Orozco), fanática de la lucha libre. Hay un gusto manifiesto por personajes que parecen extraídos de una tira cómica o de una pintura mural chicana, con coloridos fuertes, profusión de imágenes religiosas y de iconos de la cultura popular. La fotografía de Xavier Pérez Grobet es al respecto todo un acierto, celebra el brillo y artificio de las expresiones artísticas marginales y confiere un aura sobrenatural a los divertidos arrebatos místicos de Esperanza, sin caer jamás en los clichés del realismo mágico. En esta estética de cromos, de calendarios y ex votos, hay lugar también para otras apariciones milagrosas y románticas, como la de un Angel Justiciero (Alberto Estrella), figura de la redención amorosa y de la lucha libre, quien de inmediato subyuga a la heroína.

El acierto principal de Springall es haber encontrado el tono de naturalidad y frescura que conviene al relato de Escandón, y un grupo de actores que juegan abiertamente con los estereotipos del cine nacional, revitalizando así a sus personajes, volviéndolos casi entrañables (de modo muy especial, el padre Salvador y la joven Esperanza, nombres emblemáticos en una película que lejos de temer las obviedades, las maneja y domina a su antojo). El espíritu lúdico de Springall, su manera de reforzar un guión de sí notable, y su impecable dirección de actores, son algunos de los elementos que explican la popularidad instantánea de Santitos. Si esta cinta por sí sola no hará el milagro de restituirle de golpe al cine mexicano su credibilidad deteriorada, al menos sí será una buena limpia, y un buen indicio de que el talento puede abrirse una salida en el laberinto de la burocracia.