La Jornada Semanal, 3 de octubre de 1999
Entre algunas rosas y
la pared de un patio que muestra cicatrices y arrugas, una mujer
devuelve la mirada de frente, con desafío. Su semblante muestra cierto
disgusto pero no le falta encanto: ``¡Qué les pasa! ¿Es necesario
esto?'', parece preguntar Kati Horna en uno de los pocos retratos que
se conocen de su existencia transgresora de 87 años. La imagen fue
captada por su alumna Flor Garduño para el libro que se editó en
Salamanca con motivo de la exposición Kati Horna, fotografías de la
guerra civil española (1937-1938) y sirvió, aunque fuera a
regañadientes, para darle rostro a esta creadora de origen húngaro que
prefiere situarse como una ``obrera del arte'' que construye desde lo
cotidiano su universo personal que sale de los cauces de lo común.
Porque en sus fotomontajes e imágenes construidas; en retratos de escritores y bailarinas; en su testimonio de la guerra; en las series de cafés parisinos, del mercado de las pulgas y La Castañeda; en sus historias de muñecas dislocadas, de zanahorias que se enamoran de papas antes de ser echadas al caldo, y de huevos que personifican a Hitler, Kati Horna revela un mundo interior que se rebela ante la evidencia, que trata de mostrarnos una verdad no manifiesta, que intuye sueños y también la riqueza de lo cotidiano, velado casi siempre de magia y sorpresa.
``Toda su riqueza está en el fluir. Para ella el día de hoy vale todo. Y ese todo está alimentado de su fuerza y su humor negro, de su asombro ante todo lo que mira. Clavos y botones le llaman por igual la atención para recrear su universo personal. No tiene tele ni escucha música, pero su casa es de sonidos. En ella cuelgan conchas que cantan con el viento y siempre tiene una historia que contar. Cree en esos momentos robados a la chamba, esos en que puedes crear tu propio mundo y donde puedes rescatar de la cotidianidad el momento mágico y azaroso''.
Este retrato verbal es de la investigadora Alicia Sánchez Mejorada, quien coordina el Fondo Kati Horna del Cenidiap-INBA (constituido por más de seis mil negativos que la autora donó en 1985) y conoce bien a la maestra con una gran labor de enseñanza en San Carlos (desde 1973) y, antes, iniciadora de la planta docente en el departamento de Arte de la Universidad Iberoamericana (1958-1963); creadora ingobernable que ama lo mismo a los gatos que a las canicas, quien detesta las entrevistas y no quiere aparecer en marquesinas.
Desde que contaba con veinte años, Kati aprendió la técnica de la fotografía en el taller de Pesci, en Budapest, capital del país que la vio nacer el 19 de mayo de 1912 y donde transcurrió su infancia y adolescencia. París sería su siguiente estancia para afianzar su vocación acompañada de su cámara Linhoff e iniciar varios documentales para la compañía francesa Agence Photo. Es el periodo de sus famosas series El mercado de las pulgas (1933) y Reportaje de los cafés de París (1934), junto con varios relatos protagonizados por huevos con bigotito como una crítica despiadada al nazismo en Hitler eye e historias de amor entre verduras.
Esta carga de fantasía ha provocado que muchos la sitúen en la corriente surrealista. Ella jamás se ha considerado partícipe de este ni de ningún grupo, a pesar de mantener contacto con representantes del movimiento (su marido fue el artista español José Horna) y de ser amiga de Wolfgang Burger, Leonora Carrington, Benjamin Peret, Remedios Varo y Edward James, por citar algunos. Según Alicia Sánchez Mejorada, la afinidad de Kati ``va más en la línea del neodadá, tanto por el momento histórico de su gestación como fotógrafa, como por sus gustos, búsquedas y afinidades'', es decir, por responder a las necesidades pictóricas del momento y defender el valor de lo espontáneo.
Luego de los años en París, Horna viajó a Barcelona en 1937. Ingresó a las revistas Umbral y Libre Studio, además de otros medios para los cuales realizó una notable labor testimonial de la guerra civil española. Es por ello que junto con Robert Capa, Gerda Taro y Hans Namuth, Horna ha formado parte del grupo de ``los fotógrafos de la guerra de España'' pero, a diferencia de aquellos, Kati nunca se volvió famosa pues no dio difusión internacional a sus imágenes ni vendió el material ni constituyó una agencia o se integró a alguna. Juntó simplemente sus 270 negativos, los sacó de España en una pequeña caja de hojalata cuando terminó el conflicto y, junto con su esposo José y su archivo, arribó a México en octubre de 1939. Tras la recuperación de las libertades democráticas en España, lo ofreció al Ministerio de Cultura que lo adquirió en 1979 para ponerlo a disposición de los investigadores y de un amplio público que no conocía el trabajo de la fotógrafa durante el conflicto y que pudo apreciarlo después en exposiciones y libros.
Lejana siempre de la militancia política, aunque afín a los libertarios españoles, Kati Horna nunca se inclinó por retratar la miseria, como bien dice Ferruccio Asta. Incluso cuando plasmó en imágenes los múltiples rostros de la guerra civil entre 1937 y 1938, optó por la vida en toda su dignidad: por los niños en el juego y por las mujeres amamantando, por los hombres en el trabajo y por las ancianas en la casa de refugio. A fin de cuentas, por la gente que daba la cara al mañana cuando vendía cacharros y fruta, a la hora de lavar la ropa en una fuente y cuando se afanaban en desafiar a la muerte, lo mismo en el quirófano del Hospital del Pueblo que en una función de teatro callejero en Barcelona, durante los bombardeos.
Hasta el paisaje
después de la batalla tiene dignidad. Nos lo dicen esas calles
barcelonesas, Las Ramblas y los rincones del Barrio Gótico (utilizado
por Kati para fotomontajes futuros); las casas en Lérida y Madrid; los
campos en Teruel y los viñedos en el camino madrileño hacia Alcalá de
Henares. Una mirada sobrecogedora, solidaria y atenta de la fotógrafa
que tuvo una respuesta similar en la mirada cómplice y confiada de las
niñas, los hombres y las ancianas retratados con expresión de
futuro.
Para el investigador Alejandro Castellanos, la guerra en España motivó la pronta madurez de Horna como fotógrafa, que desarrollaría con amplios márgenes de creatividad en México, al que llegó a los 27 años. Sus primeros reportajes gráficos publicados en nuestro país revelan esa mirada experimental en el discurso fotográfico: Lo que va al cesto (1939), serie que había trabajado previamente en París para la Agence Photo, se difundió a fines de ese mismo año en México en la revista Todo, bajo el título Así se va otro año, en la que narró visualmente el sentimiento colectivo de la preguerra y de todo aquello que es arrasado por un enfrentamiento bélico: mapas, libros de poesía, pasaportes, papel moneda, la paloma de la pazÉ todo a la basura.
Otra serie notable es Fetiches (1962), capturada en ese páramo de libertad y chocarrería que era S.nob, la revista que vivió sólo cuatro meses, dirigida por Salvador Elizondo y un equipo en el que figuraron Jorge Ibarguengoitia, Juan García Ponce, Alberto Gironella y Alejandro Jodorowsky, por citar algunos, y en la que Horna desplegó metáforas visuales para evocar sentimientos de muerte y desacralizar la vestimenta sacerdotal. Historia de un vampiroÉsucedió en Coyoacán (1962), Mujer y máscara (1963) y Una noche en el sanatorio de muñecas (1963) son otros conjuntos visuales en los que Beatriz Sheridan, en el primer caso, y muñecas descuartizadas, veladoras y antifaces en los otros, conforman relatos fantásticos que caracterizan el ingenio de Kati, su deseo de dar vida a los objetos más indefensos y recrear ambientes alejados de lo ordinario.
Además de fabricar escenarios y ambientes insólitos, Horna se ha destacado como retratista. No sólo de aquellos españoles sin nombre y apellido que capturó con la guerra; también de los novelistas, músicos, pintores, actrices, poetas y escultoras que han enriquecido la vida cultural mexicana este siglo XX. Pedro Friedeberg de cebra, Gironella de sacerdote, Leonora Carrington con su magia a cuestas y Alfonso Reyes con su vasta sobriedad; la mirada y las manos de los retratados en su contexto más cercano: la oficina o la cocina, el estudio o la sala, desfilan en el vasto legado que puso bajo custodia del INBA y se despliega en el volumen Kati Horna. Recuento de una obra, como ejemplo de su trabajo en las revistas Nosotros, Mexico this month, Vanidades y Arquitectura durante décadas.
Cuentan que una vez Kati llegó emocionada a San Carlos, gritando entre las estatuas y columnas añejas de la academia, que ya había encontrado lo único que es importante para el ser humano: ``Lo inolvidable, eso es lo básico en la vida'', decía entonces y hoy lo reitera.
Tiene razón.