La Jornada Semanal, 6 de junio de 1999
Hace unos días el embajador de Yugoslavia en México anunció en la televisión que su devastado país esperaba contar con tropas mexicanas. Antes de que nuestros refuerzos decidan la contienda, conviene reflexionar en la nación soñada por el mariscal Tito (el ònico Yugoslavo Puro, según un rumor popular: los demás han sido siempre eslovenos, bosnios, macedonios, croatas, serbios, albanokosovares). ¿Qué podemos sacar en claro de la guerrilla de prensa que acompaña los bombardeos en Serbia? Peter Handke escandalizó a Occidente con su opúsculo Justicia para Serbia, el más apolítico de los libelos. Esta apacible crónica por las trincheras de Milosevic parece animada por una ideología bucólica: ``si yo, intensísimo poeta romántico, oigo el trino de los pájaros y el ronroneo de las teteras, entonces esos que van ahí no son enemigos sino hombres''. En clara congruencia con sus asertos, Handke viajó a Belgrado para contemplar los bombardeos desde un palco de honor y recibió una condecoración del gobierno. Es de suponerse que su conciencia política se vio reforzada al escuchar el melodioso canto de una lavandera o los espasmódicos rebotes de un partido de futbol callejero. Por su parte, Susan Sontag escenificó en Sarajevo el drama central de la paciencia, Esperando a Godot, y le reclamó a sus colegas que la hubieran dejado sola en la tarea de alzarÊ la voz entre las barricadas. Al igual que Günter Grass, apoya las escaramuzas de la OTAN pero ha deplorado la estrategia de Solana, quien merece un mote de su paisano Valle-Inclán: El Generalito.
Otras posturas se deben a las experimentadas plumas de Mario Vargas Llosa y Manuel Vicent. Para el peruano, sólo la guerra puede frenar la barbarie de Milosevic; para el valenciano, no existe argumento moral que justifique el desplome de la metralla (bajo esas lluvias de fuego, los verdugos y las víctimas se convierten por igual en conejos inocentes). En otras ocasiones, Vargas Llosa ha polemizado con Grass, pero ahora coincide con él en la necesidad de enviar tropas terrestres para garantizar que Milosevic se siente a la mesa que tiene reservada en el Tribunal de La Haya.
En estos dimes y diretes sorprende que la razón sea llevada del pescuezo a una disyuntiva absoluta: Milosevic o la OTAN. Para quienes pertenecemos a la mayoría que no usa casco, el asunto no puede ser tan simple. Los crímenes de Milosevic están plenamente comprobados. Sin embargo, durante diez años los europeos cenaron las comidas más espléndidas del planeta sin pensar gran cosa en Yugoslavia. El conflicto se convirtió en una terrible frase hecha: ``El siglo XX comienza y acaba en Sarajevo.'' Películas como Underground, Antes de la lluvia o El círculo perfecto transmitían la tragedia de un país que se desgaja, pero los europeos seguían cenando. Esta prolongada indiferencia ocurrió en la era de CNN y la globalidad, en un continente con aspiraciones comunitarias. Mientras los funcionarios discutían en Bruselas sobre los motivos que debían decorar los billetes de la Europa unificada, Milosevic sacaba filo a sus cuchillos. En las mesas elípticas donde los eurócratas beben agua mineral, se dedicaron semanas a decidir que los nuevos billetes deberían mostrar monumentos parciales (la ventana de un castillo, el arco de una torre, el portón de un mausoleo, es decir, trozos de arquitectura que no le den envidia a los vecinos). Este sentido de la fraternidad no sirvió para discutir la pregunta que debió anteceder a cualquier acción en Yugoslavia y que está curiosamente ausente del debate: ¿dónde quedó la soberanía?
La progresiva integración de los estados en comunidades que los trascienden obliga a revisar el criterio del respeto irrestricto a lo que pasa en el país de junto. Cuando, por obra de un juez español, Pinochet se convirtió en El paciente inglés y fue auscultado por los lores, se sentó un significativo precedente: un criminal de estado podía ser procesado por la comunidad internacional. Milosevic y sus delirios de limpieza étnica son una inagotable fuente del horror. Con todo, no se puede invadir su país sin plantear un nuevo concepto de soberanía que obligue por igual a los demás países de la región. Pero ya sabemos que los franceses no quieren que se metan con sus quesos y los ingleses prefieren que nadie más entienda las reglas del cricket. Así las cosas, el tema de las obligaciones y las responsabilidades supranacionales se ha pospuesto para analizar asuntos tan urgentes como la fecha de caducidad que el yoghurt debe tener en la Europa unida.
En estas circunstancias, el llamado a las armas se fraguó lejos de la ley y los monumentos que aparecerán mutilados en los nuevos billetes: en la oficina donde Bill Clinton se repone de las indagaciones venéreas del fiscal Starr.
Las guerras también ametrallan el lenguaje y a la matanza de civiles se le llama ``daño colateral''. Los errores de la OTAN ya parecen los de un tiro al blanco de feria o un fallido videojuego donde un puntito representa un arsenal y resulta ser la embajada china.
Los escritores suelen equivocarse al discutir la realidad que los rodea; en cambio, anticipan sin freno realidades por venir. La gravedad del arco iris, de Thomas Pynchon, trata de un personaje a quien los bombarderos le provocan erecciones. Algo similar ocurre con la muy historiada anatomía inferior de Bill Clinton. Mientras lo indagaban con repugnante impudicia, quiso distraer la atención enviando cohetes a Sudán; en cuanto salvó el pellejo, se entregó a la libido de las bombas. Estamos ante la sexoterapia más costosa de la historia: el inquisidor Starr no reconoció la soberanía de la bragueta magna y su cliente se repone de la vejación con detonaciones inservibles.
El arco iris pesa sobre Europa. Del otro lado del mar, alguien se siente soberano.