Las menudencias del tiempo cada vez son más grandes, y el mundo está revuelto. Las potencias han decidido cerrar el siglo elevando la cuota de guerras regionales y la destrucción selectiva de naciones. No hay guerra civil contemporánea que no sea producto de una maquinación deliberada de los mandos económicos y los productores de armas, que se aprovechan de las fragilidades religiosas, étnicas y políticas de los pueblos.

Las guerras de Kosovo y Belgrado pueden estarse dirimiendo en los cables virtuales de CNN, pero son tan reales que han llenado a Europa de emigrantes que todo han perdido salvo el nombre.

Pronto el mundo de los ricos será un conjunto de islas de bonanza rodeadas de campos de refugiados. Y más allá, los campos de batalla.

Para los pueblos que no sepan preservar la paz no habrá piedad.

Es el mensaje de la OTAN, de Washington, de Moscú, de los gobiernos nacionales. Pero, ¿cómo se mantendrá la paz en medio de la persecusión, el engaño, el exterminio, el despojo y la negación?

La globalización no anula, pone en evidencia que el mundo es diverso. Lo son las naciones. En particular las que, como México, se constituyen por múltiples pueblos, unidos por el territorio y la lengua nacional, pero que viven y vienen de un horizonte histórico distinto, propio y vivo.

Guerra civil es sólo uno de los nombres de la agresión continua que se ha desatado contra los pequeños y los pobres, contra los despojados. Kurdos o quechuas, mayas mexicanos o guatemaltecos, somalíes o albaneses.

Sobrevivir es el significado de la paz. Pero una paz que se constituye, que se habla, que se sustenta en leyes justas, que escucha a los pueblos sin aplastamientos ni engaño.

Si las ``reconciliaciones'' que ofrecen los poderosos siguen siendo lasmascaradas que vemos, el peligro de violencia es inmenso. La prudencia de los indígenas mexicanos en este contexto salta a la vista: piensan vivir, pero ya no se piensan dejar.