La Jornada Semanal, 4 de abril de 1999



Carlos Monsiváis

Apocalipsis y utopías

Laurel y Hardy, filósofos anarquistas y destructores de pianos, vieron salir, en una de sus comedias, situada en el Mexico Cityx de los años treinta, a cuarenta pasajeros que viajaban en un taxi destartalado. Monsiváis califica esta escena de ``francamente premonitoria''. En este ensayo, il miglior cronista de esta ciudad demasiado real, nos habla de la sordidez y de la belleza de la ``famosa México'', la urbe con una grandeza que constataron Balbuena y Novo y que ahora sigue mezclando los aspectos entrañables de la utopía inicial con el crecimiento teratológico que anuncia el Apocalipsis.

Hacia una descripción de la ciudad

A Juan Villoro

"Uno -escribió el gran poeta Wallace Stevens- no vive en una ciudad sino en su descripción.'' Si esto es cierto poética y sociológicamente, uno se domicilia en el trazo cultural y psicológico integrado por las vivencias íntimas, el flujo de comentarios y noticias, los recuentos de viajeros y las leyendas nacionales e internacionales a propósito de la urbe. También, uno se mueve en el interior de las conversaciones circulares sobre la ciudad, sus virtudes (cuando las hay) y sus defectos (cuando se agota con rapidez la lista de las virtudes). En pos de esta línea interpretativa, ¿cuáles son las descripciones más usuales de la ciudad de México, hasta hace poco ejemplo o vaticinio del progreso periférico? En la cercanía supersticiosa del nuevo milenio, la esperanza se extingue o debilita, y se esparce la configuración de la pesadilla: hacinamiento, contrastes monstruosos de riqueza y miseria, desempleo, violencia urbana, problemas de transporte, contaminación, escasez de agua, de vivienda y de producción alimentaria. Habitamos una descripción de las ciudades caracterizada por el miedo y las sensaciones de agobio, distinguida por el agotamiento de los recursos básicos y el deterioro constante de la calidad de vida. Nos movemos entre las ruinas instantáneas de la modernidad y, si hacemos caso del rumor (lo opuesto a las convicciones íntimas, pocas veces expresadas por escasamente melodramáticas), tal parece que la obsolescencia planeada incluye a los seres humanos.

¿Qué descripción admite la Ciudad de México? Sea cual sea su pasado prestigioso, aquí vienen a menos los ideales de armonía y belleza, y ganan las fórmulas de rentabilidad al instante. Salvo las zonas consagradas -la historia que convoca al turismo-, se abandonan a su (mala) suerte las gratificaciones del paisaje urbano. Y ha resultado inútil enfrentarse a la ignorancia desdeñosa del patrimonio colectivo y la prisa de los especuladores. El derrotismo es el tributo de la impotencia a los poderes de la ganancia rápida.

En la descripción de la ciudad figuran de modo conspicuo los derroches súbitos de modernidad, propios de la clonación arquitectónica que acepta lo diverso si es también imitativo. ``No se parece a nada porque está hecho en serie.'' En esta lógica no es rentable el criterio anterior que enviaba mensajes a la eternidad (la arquitectura hecha por la gratitud de los contemporáneos del porvenir), y lo dominante es el método que arrasa, edifica con premura, complace los gustos de los empresarios (fascinados por sus viajes a Disneyland o McAllen y por todo proyecto que evoque a la vez un sueño de infancia y un mausoleo), y se burla de los consensos en materia de estética urbana. Y al fracasar las ambiciones de perdurabilidad, se resquebraja la vanagloria de la arquitectura oficial, producto en cualquier país del homenaje al Estado como fin sacro, de estrujar a lo insignificante (la persona) con la visión de lo monumental (la escala que sólo se mide con King Kong o Godzilla). ``Arrodíllate, pobre ser humano. Ante tu vista se levanta la majestuosidad de las instituciones, tan aclarada por el cemento y los grandes espacios vacíos en edificios negados al ahorro.'' Pero a las pretensiones mussolinianas las deshace la demografía. Una y otra vez el crecimiento poblacional vence a la desmesura arquitectónica y es la multitud, no la monumentalidad, el tampoco psíquico de todas las cosas. Una ciudad de veinte millones de habitantes es, que se sepa, el mayor happening concebible, el más trepidante de los monumentos. Si algo, la megalópolis se opone a las jerarquías tradicionales de la mirada, porque la demasiada gente relega a las señas urbanas, y el extraviado en el tumulto se olvida de las pretensiones estatales de grandeza.

Salvo en unas cuantas zonas, la megalópolis carece de asideros visuales de consideración. Desde hace años rige el desdén por los valores de la permanencia. O, también, el pasmo de la imitación a lo moderno y lo posmoderno hace que den igual el acierto o el desacierto, o sucede que las colonias y calles y casas y comercios y edificios se hacen al vapor y se añaden al río del oprobio urbano. Y esto explica por qué, si se descuentan las excepciones, el arte nuevo no es rasgo distintivo de la ciudad. En los años veinte, la pintura mural de Rivera, Orozco y Siqueiros modernizó a la ciudad de México, al confrontarla con la creatividad y la energía que la revolución traía consigo; ahora, la escultura geométrica pasa inadvertida, a menos de que se trate de un disparate monstruoso, o de un logro excepcional como las Torres de Satélite de Luis Barragán y Mathias Goeritz.

Muy poco ha resistido a la furia de la modernidad (algo del gran pasado indígena, de lo colonial y lo neoclásico, las muestras perdurables del afán de armonía). Pero los edificios y plazas remodelados son narrativa urbana y cuentan la historia del dinero rápido, y son un compromiso ritual que a nada compromete en materia de ejemplo, y la americanización (la influencia mayor en el despliegue urbano) suele traducirse en respuestas de alborozo ante el leve o remoto parecido de edificios o zonas citadinas con los de Houston, Dallas o Los Angeles. Lo nuevo es lo aparatoso, y la tradición es un tour del orgullo sin consecuencias estéticas en el desenvolvimiento de la urbe. Para los inversionistas, lo que vale es el conjunto y, según esto, lo primordial en la ciudad no son las impresiones de belleza o pintoresquismo, sino las sensaciones omnipresentes de dinamismo. ``Este nuevo edificio es tan hermoso que bien puede dejársele otros cinco años.'' Lo moderno es lo provisional. Lo clásico es lo que atrae turistas. Lo típico es lo olvidadoÊpor las demoliciones.

Noticiero del Apocalipsis I

Y el primer ángel reunió las cifras que crecen exponencialmente y dijo:

Aviso utópico I

El 19 de septiembre de 1985 un terremoto sacude a la ciudad de México, repitiéndose al día siguiente en menor escala. Los daños son extremos, en vidas humanas y en propiedades. A las dos o tres horas del terremoto, y ante lo que se juzga pasividad del gobierno, la población sale a las calles, organiza el tráfico, busca sobrevivientes, desentierra cadáveres, instala albergues, consigue ropa y comida para los damnificados. Cerca de un millón de personas participan en las actividades frenéticas de esas semanas, creen inventar la sociedad civil, se sienten responsables del destino colectivo y vislumbran, con otras palabras, lo hasta entonces ignorado: el renacimiento masivo de la solidaridad es, en sí mismo, un trazo utópico.

¿Quién representa a la ciudad?

Hasta hace unos años, a la capital de la República Mexicana se le describía con cierta facilidad: la Plaza Mayor o Zócalo, las ruinas prehispánicas, los edificios del virreinato, la Basílica de Guadalupe, las colonias de la burguesía de principios del siglo XX, el Paseo de la Reforma (inspirado en los trazos del Barón de Haussman), la zonas residenciales de Coyoacán y San çngel, algunos cabarets, bares y restaurantes, la Plaza Garibaldi, el colorido popular. Ahora, así cobren un relieve mítico los atractivos de lo anterior, a la ciudad ya no la representan sus partes más afamadas o el recuerdo de ellas, sino la ciudad misma, la entidad que ya tocó su techo histórico y que, por eso mismo, desata multitudes en perpetuo movimiento, el rush hour que ni comienza ni termina, los aerobics de la búsqueda de empleo, el tráfico que es inmersión en la lentitud, el fastidio ante la contaminación que es garantía de la ausencia de porvenir.

Desde hace algunos años, a la ciudad la representa muy especialmente el fenómeno que, a propósito de Los çngeles, Mike Davis califica de ``la ecología del miedo'', el modo y el método capaces de convertir al temor en el hábitat interno, el que se lleva siempre a todas partes, el condenado por desconfiado. En el caso de la Ciudad de México el cataclismo que viene no adopta la forma de marejadas, invasión de tarántulas gigantes o abejas asesinas, bombas de neutrones, virus extraños o extraterrestres que se logran destruir un 15 de septiembre (Independence Day), sino de un interminable y feroz despojo de cada uno de los ciudadanos. ``Y en aquel día postrero a todos los habitantes de la Ciudad de México los asaltaron al mismo tiempo, y los propios facinerosos fueron víctimas de atracos, y los hampones se llevaban restos del naufragio porque otros delincuentes se les habían adelantado, y antes de ellos acudieron los primeros ladrones que de cualquier manera llegaron tarde.''

La escatología urbana prodiga imágenes del Apocalipsis privatizado, o secuestrado en los domicilios. Y la ecología del miedo incluye el pavor de los secuestros y el temor a un asalto en el Metro, en un templo, en una boda, en un salón de belleza, en un gimnasio, en un restaurante de lujo, en un microbús, en un pesero, en un taxi ecológico. ``And I will show you fear in a handful of taxis.'' Sin los excesos del amago del Juicio Final, tan presentes en los filmes y las novelas sobre Nueva York y Los çngeles, los pronósticos compartidos sobre la Ciudad de México incluyen saqueos aparatosos, terremotos que coinciden con la mayor inversión térmica registrada y el sueño distópico más frecuente: un Blade Runner donde los replicantes sean los únicos a salvo de los asaltos. Ante la venta a plazo del Apocalipsis (calcúlese un escalofrío orgánico por cada conversación sobre el delito en cenas o comidas), la pesadilla consentida es profundamente anacrónica: una pareja de ex judiciales armados que surge de las tinieblas de nuestra inocencia, y que pronuncian con claridad la sentencia maligna: ``Este es un asalto, cierra los ojos y entrega lo que traigas.'' O bien: ``Este es un secuestro express.'' Ante eso, las fórmulas a la disposición siguen siendo tristemente contraproducentes: la militarización del paisaje urbano, la mano dura, la penalización extrema contra los delincuentes, la pena de muerte, el toque de queda, la población armada, el incremento de las compañías de seguridad privada para que cada persona tenga un guardaespaldas por lo menos. Hasta el momento lo único en verdad inhibitorio es el terror de las víctimas.

Catálogo urbano, el miedo a salir a la calle, el miedo a la pérdida de la calle, el miedo a que la vida urbana anticipe el castigo del más allá, el miedo como rendición ante la ciudad, el miedo como el olvido de todos los exorcismos religiosos o civiles, el miedo como creación de los dioses de la impunidad, el miedo como mezcla de ateísmo y devoción, el miedo como la transformación de lo previsible en lo inexplicable, el miedo como la madre de la moralidad (Nietzsche). Y sin embargo, pese a lo anterior, el miedo no evita el crecimiento, la energía, el gozo urbanos, aunque sí equivale a un estado de sitio.

El miedo representa a la ciudad en las conversaciones y en la conversión de lo cotidiano en lo policial. El valor pese a todo representa, en última instancia, a la ciudad.

El determinismo de la ciudad

¿En dónde radican las alegrías o los consuelos de la formación estética otorgada históricamente por la ciudad? Si de la gran mayoría se trata, ya no en las lecciones de armonía y el perpetuo descubrimiento de ángulos o ámbitos de hermosura siempre renovada, una calle, una plaza, un paseo, un muro derruido, un edificio, una fachada. Se disipan o pasan las impresiones de conjunto. Desde su metamorfosis violentísima, o desde su inicio terminal (si el término cabe) con la caída de Tenochitlan el 13 de agosto de 1521, la Ciudad de México ha dispuesto de voceros de sus virtudes y de transcriptores de su vocación autodestructiva. Cronistas y narradores han visto en la ciudad al cuerpo trágico y brioso, distinto por entero a la suma mecánica de situaciones y vidas específicas. Cada uno a su modo, cada uno acatando sin poder evitarlo el impulso pesimista, han instalado un determinismo ni teológico ni económico, simplemente urbano: es la desmesura de la ciudad capital la responsable de la psicología diferente o, si se quiere, del ánimo a fin de cuentas opresivo de quienes, desde el siglo XVI, se consideran avasallados por sus inmediaciones.

El cazador cazado: la condición de entidad utópica (de aztecas, españoles, criollos, mestizos, todos los convencidos de hallarse ante la ciudad de los dioses, la ciudad de Dios, la ciudad donde se diviniza al potentado) desemboca en el pragmatismo y en la fantasía aterrada. No en balde la pasión que en la ciudad de México suscitan algunos filmes de science-fiction, no nada más por las razones del cinéfilo, sino por la expropiación chovinista: ``¡Ese futuro temible es nuestro por derecho propio!'' Y de allí la moda interminable de Cuando el destino nos alcance (Soylent Green), de Richard Fleisher, lo que vendrá como el anhelo inconseguible de espacios propios, no hay donde reclinar la sien o estirar las piernas, la gente duerme en las escaleras, la vivienda es un lujo pretérito, sólo la industria del canibalismo salva de la hambruna. Si en stricto sensu el porvenir así descrito es otra quimera, en el imaginario colectivo es una posibilidad más.

La visión de turistas y viajeros

Habitamos en la descripción de una ciudad torturada por su falta de confianza en lo inminente, y por eso la capital de la República es un foco de la distopía o de la utopía negativa de propios y extraños o, como debería decirse en la globalización, de no tan propios y no tan extraños. Así, por ejemplo, afirma el gran poeta Vladimir Maiakovsky en Mi descubrimiento de América, México de 1925:

Por supuesto, las cosas no fueron así, como en las parodias norteamericanas de los dictadores de América Latina. (Dicho sea de paso, en una comedia magnífica de Laurel y Hardy, situada en México en los años treinta, hay una escena francamente premonitoria: Laurel y Hardy quieren abordar un taxi común y corriente y ven que de él salen más de cuarenta pasajeros. Se alejan asombrados.) Pero la realidad importa menos que las atmósferas a cargo de la fascinación letal. En 1964, el novelista William Burroughs, en el prólogo a su novela Queer, recapitula su experiencia mexicana de los años cuarenta:

Lo anterior jamás se dio, pero lo relevante no es la calumnia desmedida, sino las figuraciones opresivas que engendra casi naturalmente la Ciudad de México. Véase la novela Luz Virtual (Virtual Light), de 1993, de William Gibson:

Aviso utópico II

Se dice, con chovinismo del desastre, que la Ciudad de México es la más grande del mundo. A lo mejor no es así, pero ``minúscula'' o ``recorrible'' sí que no es. Y sin embargo, hasta ahora funciona razonablemente, no para todos y no todo el tiempo, y con eficacia perfectible por decir lo menos, y con las reservas de solidaridad algo disminuidas, pero persiste la dotacide servicios y transporte, y las más de las veces luz y agua potable, y uno se hace las ilusiones de que respira, y el subempleo se las bien arregla para mal vivir, y al cabo del día el desastre inmenso no se ha consumado, y los millones de desastres individuales, aquí o en cualquier otra megaciudad, todavía equivalen al gran desastre. Y debido al funcionamiento imprevisible de la urbe, o a la certidumbre secreta (utopía urbana es sobrevivir a diario en la catástrofe, es multiplicar familias en los resquicios del trazo apocalíptico), todos se quejan pero pocos se van, y no por una banalidad como el arraigo, sino tal vez por un motivo metafísico como el presentimiento del Juicio Final.

La abolición de la nostalgia

Al concluir el siglo XX, el único ofrecimiento perceptible de la ciudad es la garantía de un nicho ecológico para el individuo y su familia. Lo demás -los sitios temibles y las mitologías populares, las experiencias límite, la Ciudad Burguesa,Êla Ciudad Política, la Ciudad Devocional, la Ciudad Erótica- se relega al orden de lo anecdótico, o de las compensaciones que nunca satisfacen por entero. Lo sustancial es la fluidez posible de una familia o una persona, el aprendizaje de las reglasÊde juego diarias o semanales. La iudad de México es el aprendizaje del egoísmo transmitido por las redes de la solidaridad. Se desvanecen o se confinan en la periferia las formas campesinas o provincianas, no por el súbito fin de habilidades, técnicas, candores y supersticiones, sino porque lo rural es ya indistinguible en un paisaje ceñido por las imágenes televisivas. Lo urbano es también, y en gran medida, lo televisivo, y la televisión es la Otra Ciudad, donde los valores comunitarios se anulan o se relativizan, el melodrama ya no teatraliza la vida sentimental de sus espectadores, la familia tribal (por razones de espacio) le cede el sitio a la familia nuclear, y la maledicencia a propósito de amigos y vecinos pierde su filo decapitador y se vuelve murmullo entre comerciales. (Un chisme que no se cuente de corrido es una telenovela invisible.)

La diversificación extingue los afanes monopólicos. Por supuesto, hay todavía clientelas específicas, y lugares que el apetito de exclusividad auspicia, pero lo propio de la ciudad es su avance voraz, su no reconocer fronteras, su omisión sistemática de las tradiciones que hoy no circulan. A lo largo del siglo y casi hasta nuestros días, la ciudad le entregó a sus habitantes una sensibilidad nacionalista de origen popular, una historia que se congeló en memorias de la educación primaria, estatuas y nombres de calles, una guía del ascenso social, un conjunto pintoresco de resignaciones y el conformismo disimulado tras la sorna totalizadora. ¿A qué aludo con lo anterior? A que ninguna megalópolis puede vivir sin reglas de urbanidad, que en este caso alteran o combinan las disposiciones de convivencia y de sobrevivencia, ensayadas en los embotellamientos en el Metro, ratificadas en los hogares y afinadas a la hora de elegir en dónde divertirse o en dónde cenar esta noche (en el comedor o en la cocina es la disyuntiva usual).

La demografía modifica nociones de tiempo y espacio. En la Ciudad de México, a nombrar de la rapidez, se vive con lentitud provinciana, porque si la vida es más agitada es igualmente circular, y los muchos o los innumerables comprimen los lugares, al grado de que la mayor diferencia de clases sociales la marca el espacio a la disposición. Algunos dicen, no sé si en broma, que en su cuarto o en su departamentito, con tal de caber, duermen de pie como en vagón de Metro. De acuerdo, el ritmo de la Ciudad de México es más intenso y cada quien es único, pero las maneras de ser único se parecen demasiado entre sí, en una suerte de masificación de la singularidad.

Noticiero del Apocalipsis II

Y después de estas cosas oí una voz de gran compañía en el cielo, y el segundo ángel me confió más datos:

¿Por qué llegan, por qué no se van?

Desde los años veinte, el crecimiento vertiginoso de la ciudad no se debe a vocación caótica alguna, sino a la estrategia financiera y comercial que venera al capitalismo salvaje. La industria, sin vigilancia ni respeto por los ecosistemas, crece con prisa exterminadora y en donde pueden se acomodan las oleadas de inmigrantes. Y la capital se agiganta a costa del desarrollo del resto del país, que subvenciona a la fuerza las grandes obras públicas de la capital: agua, pavimentación, energía eléctrica, transporte. Y, llover sobre mojado, la dotación de agua en la Ciudad de México intensifica aún más el abandono de las zonas rurales. Los años pasan y las causas del éxodo son las mismas: el desastre de la reforma agraria, la monotonía sin salidas, el caciquismo, la miseria que devora raíces, el alcoholismo, las vendettas familiares, el hambre de oportunidades. Las colonias populares se multiplican, los empresarios exigen concesiones y ventajas, la burocracia crece geométricamente y el Estado, ansioso del desarrollo que es sinónimo de estabilidad, todavía en los años setenta no le pone obstáculos a la expansión sin término de la ciudad. Y a nadie se le ocurren en serio medidas preventivas porque son inútiles, donde llegaron diez se esparcirán cinco mil. La capital es el sitio para los ambiciosos, los desesperados, los ansiosos de libertad para sus costumbres heterodoxas o sus experimentos artísticos o su hartazgo ante la falta de horizontes. En demasiadas zonas del país aún se vive una cultura represiva, la del tradicionalismo que espía al vecino y acecha en su propia recámara. En la capital, por lo menos, la vida de los vecinos es asunto suyo porque son incontables, cambian de domicilio con frecuencia, y ni caso tiene retener sus facciones, ya no se diga su comportamiento.

Aviso utópico III

Y el primo o el hermano o el tío recibieron al migrante campesino en su departamentito, y allí vivió seis meses apretujado y absorto en su descubrimiento de la gran ciudad, y luego el migrante se fue a vivir a la periferia, a una ciudad-dormitorio, y todos los días, en las dos horas del recorrido a su trabajo en la capital, se ``urbanizaba'', por así decirlo, aprendía a no censurar a los demás porque a los demás no les importaba su condena, y en el Metro fue apreciando la variedad de aspectos y comportamientos, y en su colonia, tan extensa y tan enclavada en los cerros, advirtió lo que nunca le habría profetizado la bruja de su pueblo, en el caso de que no la hubiera expulsado el cura: la diversidad le asombraba cada vez menos, y la homogeneidad le aburría cada vez más. Y el migrante observó el comportamiento de sus hijos, tan distinto al suyo y quiso corregirlos pero no le hicieron caso, y ya no se enfureció como su padre, y supo que ya no podría llamarle promiscuidad a la falta de vivienda, y sin bien a bien entenderlo se incorporó a un horizonte de tolerancia y de indiferencia sincera ante la conducta de parientes y vecinos, y las ganas de respetar lo que no está en su mano modificar, se le fueron volviendo cultura urbana.

Tan lento como un automóvil en una gran ciudad

En la ciudad de fin de siglo la tecnología, el automóvil y el video ocupan un sitio preferencial. La ciudad virtual exige crecientemente sus derechos y, en diversos sentidos, el video también sustituye a la calle, como insinúan o afirman numerosos instaladores. En la fragmentación, en las explosiones del video, aquietamos la nostalgia por el ejercicio de la calle, y la tecnología nos globaliza más allá de los tratados de libre comercio. Y el sitio predilecto del diálogo con la ciudad es el automóvil, que es, entre otras cosas, sala de conciertos, mesa redonda sobre política y economía, oficina burocrática, vehículo de guerra. El automóvil: vestigio del porvenir, nave espacial frustrada, rueda de la fortuna, rompecabezas infinito al que domestica la falta de espacio.

La ``sordidez'' y la belleza

¿Cómo se ejerce el sentido de lo bello en la pobreza y en la miseria? Por la intuición, por el buen gusto innato, por la asimilación de tradiciones extraordinarias. Pero, por lo común, sigue importando ``Lo Bonito'', eso que conmueve porque evoca los ámbitos familiares, y ``Lo Presentable'', eso que complace porque ``es lo mejor que les podemos ofrecer''. Y en la masificación aparece una ``sordidez'' distinta a la de los cuartuchos y jacalones de la miseria, a la de la acumulación insensata del desperdicio; ``lo sórdido'', en las presentes circunstancias, es lo que va quedando atrás de la obediencia a la moda y es también, de modo insólito, lo que se ufana en la práctica de su desprecio por las escenografías del éxito. ``Lo sórdido'' no es la pobreza sino, de acuerdo al neoliberalismo, seguir viviendo donde mismo pudiendo desplazarse a Bosques de las Lomas. ``Lo sórdido'' hoy: lo que acepta el fracaso, como se le llama a esa falta de privacidad que convierte a una pequeña habitación en hotel a donde continúan llegando nuevos hijos y parientes. No es sórdida, insiste este criterio, la pobreza sino la ausencia del flujo, muy otra cosa.

Noticiero del Apocalipsis III

Y el tercer ángel derramó también su copa informativa:

Aviso utópico IV

Y se iniciaron los preparativos del Fin del Mundo, y ya todo estaba dispuesto para la cesación de la especie, cuando surgió la pregunta sobre los trámites de inscripción. Y se aceptó que sí, que había que hacerlos, pero alguna dependencia debía imprimir los formularios, y el debate se profundizó y alguien los exhortó argumentando lo absurdo del papeleo si hasta allí llegaba la humanidad, y le respondieron con acritud: ``No podemos desaparecer sin dejar testimonio de nuestros últimos días sobre la tierra, y hay que prevenir a las siguientes generaciones sobre los peligros de la explosión demográfica, la inversión térmica, la ausencia de una cultura del agua, la corrupción, la ineptitud, el fecalismo al aire libre...'' Y en vano otros señalaron la segura inexistencia de las siguientes generaciones. La respuesta fue tajante: ``Nuestra experiencia trágica no puede desaprovecharse. Nombraremos ahora un Consejo del Legado Esencial de los Futuros Pobladores de la Ciudad.'' Y la discusión prosiguió, y por motivos de procedimiento debió aplazarse el Fin del Mundo, porque el aparato burocrático creado a tal efecto no se ponía de acuerdo en fechas, y ni modo, no se concibe un día postrero de la raza humana sin trámites administrativos. Y aquí seguimos hasta que se vote por consenso el día de la instalación del Consejo.

Sin gente a su alrededor todos los edificios son convincentes

La demografía modifica los puntos de vista y restringe ilusiones y movimientos. Al extenderse la ciudad, se circunscriben sus habitantes, cada residencia necesita de un pequeño ejército para mantener su dignidad que es sinónimo de funcionalidad, los departamentos son más pequeños y los techos más bajos, las multitudes más compactas, las masas se precipitan en un metro cuadrado, las colas se alargan. Se reduce el ámbito a la disposición de cada uno y se engrandece el recuerdo de lo que casi nadie ha vivido: las casas amplias, el tiempo sin prisa, las calles vacías. En el Centro Histórico los vendedores ambulantes se disputan cada milímetro y, debido a eso, suele experimentarse el uso de la acera como un milagro del acomodo de cuerpos y objetos. En la megalópolis todo tiende a comprimirse, y una definición precisa de millonario o multimillonario es: ``Aquél que para su recámara dispone, si así lo quiere, de un kilómetro cuadrado.'' El ensueño secreto es la obtención de espacio, y el sueño actual de la tierra de leche y miel, es el anhelo de vestíbulos amplios para uno solo, y de calles y avenidas solitarias a las doce del día.

Si es tan difícil que algo se advierta en la ciudad que casi todo lo nulifica, ¿qué es aún susceptible de transformarse en acontecimiento urbano? Verbigracia: en los años veinte un rosario en el Zócalo era demostración natural de la piedad de los mexicanos; a fines de siglo un rosario viviente, con la presencia del arzobispo primado, no interrumpe el tránsito, ni los pregones de los vendedores ambulantes, ni la indiferencia de los paseantes y se requiere de la presencia del Papa para volver espectacular a la religión. Verbigracia: una manifestación de protesta en los años cincuenta trastornaba a la ciudad, era la noticia a suprimir; ahora, en un día de 1993 se efectúan cien marchas de protesta; el tráfico se desquicia, pero a la mañana siguiente los periódicos apenas si consignan el hecho.

En la megalópolis, el subempleo y el desempleo son movilizaciones constantes, presentes al menor descuido. A las pretensiones de la gran ciudad las disipa cada media hora la realidad performancera de la economía informal (The Shadow Economy-el subempleo-el comercio ambulante). En las esquinas más concurridas, al acecho de la luz roja, dos o cinco o siete o doce personas asedian los sentimientos o los caprichos del automovilista al que le ofrecen chicles o dulces, juguetes o klínex, o baterías de cocina o navajas suizas. Mientras el cliente se decide, los esquineros tragan fuego o practican la acrobacia; incluso, y para matizar el show, asaltan con revólveres y puñales. La desesperación cubre la ciudad de espectáculos compulsivos.

Noticiero del Apocalipsis IV

Y el ángel, extenuado, insistió en que los datos eran necesarios para atraer al turismo más numeroso de nuestro tiempo, el turismo del Apocalipsis.

Y más de catorce o veinte millones de seres tan no toman en serio estas advertencias, que las siguen considerando señales del Génesis y aquí se quedan.

De las otras instalaciones y los otros performances

Frases oídas en el alba (y el ocaso) de algunas exposiciones:

- No sé por qué presumen de sus instalaciones. En ese capítulo nadie le gana a los Altares de Muertos o los Altares de Dolores, y ni quien lo diga/Performanceros los danzantes de la Basílica, los vendedores de ungüentos milagrosos, los niños malabaristas que organizan en las esquinas pirámides humanas y portan máscaras de Carlos Salinas, las señoras de las unidades habitacionales que llaman a la televisión para informar de la visita de la Virgen de Guadalupe a su departamento (``¡Dejó su imagen junto al refrigerador o en la toma de agua!''), el asaltante con rehenes que exige la presencia de cámaras y micrófonos para notificarle al mundo de las injusticias sufridas por él de niño, los policías que se crucifican teatralmente en la calle en protesta por el maltrato de sus jefes, los empleados de limpia de Tabasco que acuden a la Cámara de Diputados y efectúan un strip-tease en demanda de atención.

La jactancia es banal, por supuesto, pero el trasladado de lo privado a lo público permite el fin de lo inconcebible, y la Ciudad de México se colma de performances con propósitos no artísticos pero de efectos seductores. Se han dado desnudos colectivos en protesta en bancos, en plazas, en las cercanías de las oficinas gubernamentales, en los monumentos a los héroes. Elefantes y contorsionistas han presidido marchas de protesta de deudores bancarios. Se ha escenificado, en un costado del Periférico, una prolongadísima huelga de hambre en demanda de respeto laboral, son numerosas las huelgas de hambre en la Catedral. Hemos visto una misa del Día de Muertos con prostitutas portando máscaras de esqueleto. Asistí a un concurso de parejas travestis recreando el cuadro Las dos Fridas. He visto en el atrio de la Basílica de Guadalupe a un grupo de danzantes indígenas con las máscaras de Batman, Robin y Spider Man.

La lista es interminable y denota propósitos escénicos, exigencias dramáticas y un culto paroxístico a la combinación de simbología y sátira. Las realidades urbanas no son inferiores en dramatismo o eficacia narrativa a los hechos artísticos, desde luego, pero así como el arte y la cultura se benefician de la intensidad citadina, también a la descripción de las ciudades se añaden atmósferas y descargas creativas del arte nuevo. También habitamos la ciudad creada por pintores, cineastas, dramaturgos, novelistas, poetas, coreógrafos, bailarines, actores, fotógrafos, escultores, instaladores. A través de ellos se renueva nuestra visión de lo urbano, como sucede en el caso del film noir, o de novelas y poemas, de La sombra del caudillo a La región más transparente, de The Waste Land a los poemas de Efraín Huerta.

Un proverbio Koan hace años de moda se pregunta: ``¿Cuál es el sonido de una sola mano aplaudiendo?'' Y la pregunta actual sería: ¿Cómo salir del embotellamiento causado por un automóvil solitario?