Imágenes encontradas

Armando Bartra

Una buena mitad de lo que uno ve
es visto a través de los ojos de los otros.

Marc Bloch. The Historian's Craft

En el fin del milenio hay una disputa por la imagen del indio. No sólo por la representación --en literatura, pintura, fotografía, cine o video-- sino por el concepto. Detrás del debate sobre los derechos étnicos lo que está en cuestión es la idea misma de la indianidad.

La confrontación donde participan ``naturales'' y mestizos de los más diversos niveles --opinantes profesionales, expertos, políticos y macehuales-- se expresa también en el ámbito de las imágenes: la idea del ``indio reliquia'', que sólo remite al pasado, se traduce en las tradicionales fotografías hieráticas; en cambio el indio vital y actuante que se proyecta al futuro aparece más bien en el fotoperiodismo y el video testimonial. En el fondo, lo que se disputa no es tanto la representación étnica como la identidad.

El tema admite dos abordajes complementarios: hacia atrás, preguntándonos cómo se construyó la imagen-concepto del indio, y hacia adelante, interrogándonos sobre el papel de la etnicidad en los diferentes proyectos de futuro.

Señas de identidad

Junto con el cuestionamiento de la dispareja relación del etnólogo con su ``objeto de estudio'', se inicia en los setenta la apropiación de la fotografía y el incipiente video por las comunidades autóctonas. Los indios, tema predilecto de los registros exóticos, se adueñan paulatinamente del espejo.

La disputa por el ``punto de vista'' es parte de la insurgencia rural y urbana que arranca simbólicamente en 1968, y junto con los indios, los obreros y los campesinos comienzan a responsabilizarse de su look, de su imagen pública.

Las cámaras fotográficas y de video --que junto con banderas, mantas y pancartas se esgrimen en las movilizaciones indígenas contemporáneas-- son armas en la lucha por la imagen. Pero la pugna que no se queda en la representación y se extiende también a los derechos políticos, económicos y sociales es, en última instancia, un combate por la identidad.

Históricamente los indios han sido acotados, delimitados desde fuera; inventados y reinventados por el otro. Han sido construidos plásticamente, pero también como objeto sociológico y antropológico, como material pictórico, fílmico y literario, como mercancía cultural y como botín político. Hoy la impostura ya no es tan fácil; los étnicos no sólo reivindican derechos puntuales, también asumen la reflexión acerca de la indianidad.

Y no sólo son los indios. Las mujeres se inconforman con la imagen estereotipada de la feminidad, los homosexuales rechazan el cliché del ``joto''. En el fin del milenio la diversidad que somos todos está pugnando con el ``hermano mayor'' por el derecho de cada cual a definir su propia condición.

Ni ángeles ni demonios

La lucha por la identidad y por el respeto a lo diverso tiene mucho camino por delante.

En México aún predomina la idea de que los indios son ciudadanos imperfectos, menores de edad, minusválidos, precivilizados... No siempre se les odia, a veces se les compadece, con más frecuencia se les desprecia y cuando se alebrestan se les teme.

Y el síndrome etnofóbico se extiende a un sector de la intelectualidad, que ve en la comunidad indígena una forma preciudadana de la convivencia donde el individuo no ha logrado su pleno reconocimiento, una suerte de muégano societario que se impone sobre sus partes coartando la autodeterminación personal. En esta perspectiva la libertad individual sería un producto superior de la historia humana al que no han accedido los indios, quienes tienen que ser conducidos de la mano a más altas latitudes de sociabilidad.

Quienes esto piensan sostienen, por lo general, que el ``problema indio'' se resolvería si se les obligara a cumplir la Constitución: si se prohibieran el tequio, la guetza y otros servicios comunitarios obligatorios e impagos; si se cancelara el carácter vinculatorio de los consensos y acuerdos de asamblea; si en todas las comunidades hubiera comicios convencionales donde se eligiera por voto universal y secreto entre candidatos postulados por partidos; si la apropiación comunitaria de tierras de cultivo, potreros y bosques, dejara paso a la irrestricta propiedad privada; si la ``economía moral'' que aún persiste en la producción y el intercambio indígenas se allanara a las fuerzas liberadoras del mercado; si, en fin, todos y cada uno de los indios gozaran de los anchurosos derechos económicos y libertades políticas que supuestamente disfrutamos a plenitud el resto de los mexicanos.

Desinformado y torpe como es, dicho enfoque se alimenta en gran medida de la ignorancia y la torpeza simétricas del indianismo infantil; una posición igualmente maniquea e ingenua que encuentra puras virtudes, bellezas y bondades donde los etnófobos sólo ven vicios y lacras. Para muchos, ``tenderle la mano al indio'' es afiliarse a una civilización inmaculada y perfecta cuyo mayor mérito está en la inmutabilidad, una cultura originaria y ``alternativa'' a preservar de la contaminante civilización occidental. Y así, entre el enconado vituperio y la exaltación desmedida, se diluye la imagen --ni angélica ni demoniaca-- del indio realmente existente.

Arqueología viviente

Con frecuencia los extremos se tocan y la unilateral exaltación del indio deviene denigratoria. Más allá de la intención de sus muy meritorios autores, una lectura generalizada de la fotografía indianista equipara a sus hieráticos protagonistas con las pirámides y con ciertas artesanías, en su calidad de objetos de contemplación. El indio muerto, que testimonia la arqueología, es tan remoto y aséptico como el anónimo artesano o el protagonista de la fotografía etnográfica ``de arte''. El indio fotografía bien, sus artesanías lucen en la sala y los monumentos prehispánicos hablan de un pasado tan grandioso como ido. ¿Y el indio de carne y hueso? Bien gracias.

Los indios realmente existentes

Hay una tercera posición, distante de los maniqueísmos, que ve las etnicidades como parte de la diversidad. Como todos, en algún sentido, los indios son ``otros'', y como todos tienen derecho a que se reconozca y respete su especificidad.

Las identidades étnicas poseen una enorme riqueza proveniente de su profundidad histórica, son piedra angular de nuestra diversidad socio-cultural y deben ser preservadas y potenciadas. Pero esto no significa que los indios sean mejores o peores que los no indios. Más aun, su condición es infame y lacerada como pocas. Y es que los proverbiales quinientos años no han sido sólo de heroica resistencia, también de envilecimiento y degradación. Las comunidades autóctonas, que ya traían lo suyo en cuanto a inequidades y crueldad, extraviaron muchas de sus virtudes y con frecuencia asimilaron lo peor de la cultura dominante. Los indios están sumidos en la ignominia; en parte por la carencia económica extrema y en parte por el envilecimiento de su cultura y socialidad. No hay relativismo cultural que valga: los indios están jodidos. Y su grandeza y heroísmo radican precisamente en su capacidad de encarar la joda histórica con dignidad, emprendiendo a su aire y por su pie el camino de la reconstrucción liberadora. Y lo que es más, nos están poniendo el ejemplo.

¿Hay sexismo en las comunidades? Sin duda, y con frecuencia es un sexismo extremo. Hay, también, actitudes excluyentes que llevan a reprimir y expulsar a todos los supuestos o reales ``enemigos''. Y hay violencia entripada, no sólo contestataria sino absurdamente cotidiana; en las comunidades se muere demasiado por mezcal y por machete. Los pueblos indios tampoco son remansos de simetría y equidad, al contrario están marcados por el caciquismo y la polarización. Por si fuera poco también son ecocidas: roto de antiguo el equilibrio con el medio ambiente y presionados por el modelo económico dominante y su tecnología, los indios y los campesinos han sido autores materiales --que no intelectuales-- de una parte significativa del desmonte y la erosión.

Pero nadie --y menos los representantes de la modernidad bárbara-- los va a llevar de la mano por el buen camino después del consabido manazo y la severa reprimenda. Y es que los indios son responsables de su emancipación. Podemos ser solidarios pero no sustituirlos en la construcción de su destino. El intercambio de paradigmas, ideas y experiencias siempre es útil, pero hay múltiples ejemplos de que las vías de redención no se pueden extrapolar: el intento, por ejemplo, de emancipar mujeres rurales con recetas urbanas produce monstruos. El futuro es de todos y lo haremos juntos, pero cada cual debe rascarse con sus propias uñas.

La idea de que necesitamos conducir a los indios a la ``modernidad'', como la de que debemos aprender de ellos la auténtica civilización, me parecen dos formas extremas de la estupidez. Ni exijo que usen corbata ni me pongo plumas. No pretendo apartarlos de su sincretismo idolátrico --si es que aún lo practican-- pero llevo muchos años de ateísmo para terminar respirando humos de copal en la cima de una pirámide.

Habrá indios aculturados que al redescubrirse se vuelvan concheros, pero la mayoría está tratando de encontrar un camino menos autocomplaciente. Y en su andar los autóctonos se inventan a sí mismos. Averiguan y refunden su propia historia recurriendo a los mitos y la tradición oral, pero también a los libros --quién no recuerda al viejo informante de la muerte de Zapata que la había leído en el mismo libro que el historiador. Y esta reinvención y puesta al día es lo que cuenta.

Virtudes de la globalización

Espero tener un espacio en el futuro que proyectan los indios, como ellos lo tienen en el que yo vislumbro. Ser generosos e incluyentes es responsabilidad compartida, porque todos vamos en el mismo barco.

Si algo bueno nos dejan los recientes aires de globalización es la idea de que en el fin del milenio ya no hay exterioridad ni interioridad. Aunque suene profundo, no me parece a mí que coexistan en el presente espacios y tiempos históricos distintos: hombres realmente contemporáneos y habitantes del pasado. No creo que el yuppie de Harvard sea más actual que el tzotzil de Los Altos de Chiapas --ni tampoco, por cierto, que el segundo sea más ``auténtico'' que el primero. Para mí no hay privilegiados que sí están al día y anacrónicos que representan el pasado, como no hay, en verdad, centrales y marginales; todos ocupamos un mismo globo y habitamos un solo y abigarrado presente histórico.

El paulatino reconocimiento de esta coexistencia de realidades diversas --no internas unas y otras externas sino ocupando un espacio unitario, no contemporáneas unas y otras anacrónicas sino simultáneas-- está dando al traste de una vez por todas con la idea de que los indios son salvajes fronterizos: la barbarie extramuros (o el paraíso extramuros que para el caso es lo mismo). La modernidad occidental no termina donde comienzan las comunidades agrarias, todos somos ``modernos'' y ``occidentales'', sólo que estos conceptos tienen un contenido más diverso y abigarrado del que habitualmente se les concede. Así, la llamada ``cultura occidental'' es en verdad una amalgama de culturas variopintas y la pregonada ``modernidad'' abarca tanto el mall y el mercadeo por internet como el tianguis aldeano, incluye al proletario digital que ofrece sus servicios por computadora como al mozo de las pizcas tropicales sometido a castigos corporales.

Cambiar por permanecer

Y me parece que también los étnicos están cada vez más en esta tesitura. La idea de que el mundo occidental es el demonio se diluye rápidamente y los indios se apropian del video y la computación, se cuelan en ``la red'' y digitalizan sus mitos. Quedó atrás el viejo paradigma del caudillo yaqui que pintara la raya del ``no pasarán'' frente a los conquistadores españoles. Para bien o para mal pasaron, vaya que pasaron. Y, de grado o por fuerza, los yaquis aprendieron de sus opresores: abandonaron su condición seminómada para congregarse en siete pueblos coloniales, arrumbaron arcos y flechas para defenderse con las más contundentes armas de fuego, aprendieron a montar los caballos arrebatados al enemigo, se apropiaron de nuevas prácticas agrícolas, adquirieron y transformaron una religión que no era la suya... Para seguir siendo yaquis, los yaquis se reinventaron una y otra vez, y su historia de resistencia devino parte de la historia universal, como su cultura se incorporó a la llamada ``cultura de Occidente''. Los yaquis preservaron su identidad cambiando, no quedándose quietos. De hecho lo que llamamos identidades no son más que modos específicos de cambiar: rutas diversas en el abigarrado tránsito hacia el nuevo milenio; historias particulares que confluyen en la gran historia.

Para salir en la tele

En el fin del milenio el jaloneo por la imagen del indio se está dando más en ámbitos del video que de la fotografía.

Durante la segunda mitad del siglo pasado predominó el testimonio etnográfico de base fotográfica, donde la supuesta fidelidad del procedimiento servía para legitimar imágenes de taxidermista. Revolución de por medio, pasamos de los indios disecados del siglo xix a una fotografía indianista laudatoria, pero también acartonada, que trata de poner al indio de carne y hueso a la altura de la arqueología. Tan fuerte era el paradigma hierático en boga, que a despecho del medio los indios cinematográficos de Eisenstein-Figueroa-Fernández preferían la inmovilidad.

Por su flexibilidad, baratura y fácil difusión, en el último cuarto de siglo el video está desplazando no sólo al registro cinematográfico, cuyo empleo nunca se popularizó del todo, sino también a la fotografía. La iconografía indianista ya no se constriñe a las figuras en blanco y negro con encuadre estático y monumental. Al contrario, hoy predominan las visiones coloridas y dinámicas propiciadas por la cámara de video. Movilidad que, por cierto, comparte el actual fotoperiodismo, más comprometido con la acción noticiosa --y con los tiempos muertos de la vida cotidiana-- que con las estéticas de estudio.

El indio ya no es sólo una silente sombra gris impresa sobre un papel, es también y sobre todo una figura colorida que transita, gesticula y habla en la pantalla. Ambas son imágenes construidas, fabricadas por el responsable del registro y su edición, pero sus códigos son distintos. Ante el video es difícil estar posando siempre, y una cámara que camina junto a uno se cuela literalmente hasta la cocina y nunca deja de grabar; acorta distancias, baja defensas y acaba, por cansancio, con la natural propensión al acartonamiento.

El video televisivo reporteril o noticioso --el de mayor presencia en el imaginario colectivo finisecular-- se manipula principalmente en la edición, cuando se suprime lo incómodo, se relaciona lo inconexo y se agregan comentarios en off. Y es ahí, en los medios televisivos, donde se están librando las principales batallas contemporáneas por la imagen del indio.

Cambio de códigos: del ``engarróteseme ahí'' a la narración

El predominio del video televisivo sobre otros discursos icónicos supone códigos y lecturas distintas y también diferentes formas de manipular. Y estos cambios no se dan sólo por las características técnicas del medio (movimiento, sonido, color...) sino también, y sobre todo, debido a su carácter naturalmente narrativo. La condición de relato dramático que adquieren muchos videos testimoniales o noticiosos, se refuerza por su ocasional transmisión ``en vivo'' o con poca edición, que reduce los márgenes de intervención editorializante.

Un buen ejemplo de las nuevas reglas del juego icónico es la historia de la niña chiapaneca que escupió sangre. Su imagen no era posada, como la del miliciano español muriendo --del fotógrafo Robert Capa--, ni correspondía a un acontecimiento histórico situado y fechado como los proverbiales fusilamientos. Aquí nadie grita ¡fuego! antes de que el condenado se derrumbe frente al pelotón; esta vez todo sucede sin decir ``agua va'': el padre está hablando de otra cosa con la niña en brazos, cuando de improviso la enfermita se incorpora y empieza a toser y escupir sangre. Unos minutos después, en el mismo noticiero, uno ve al camarógrafo corriendo con la niña en brazos rumbo a un puesto de socorro. Y al día siguiente el secretario de Salud aparece acariciando la cabeza de la paciente, quien ya está debidamente diagnosticada y canalizada. Unos días después la niña retorna a los noticieros, ahora sobre la cama de un hospital de Tuxtla y con una bellísima sonrisa de oreja a oreja que por primera vez le conocemos.

¿Happy end a modo? ¿Final de cuento de hadas diseñado para vender la idea de que la oportuna intervención gubernamental está rescatando de la muerte a los indios de Chiapas? Sin duda. Pero junto a esta lectura hay otras más. La posada muerte del miliciano, de Capa, poco nos dice sin el mentiroso comentario al pie, en cambio la secuencia televisiva de la niña chiapaneca es un inmanipulable sacudón a la conciencia de los espectadores.

Y qué decir de la muerte a cuadro de Guadalupe, una joven asesinada por la policía en Ocosingo, Chiapas, o del excelente reportaje de Ricardo Rocha sobre los refugiados de Acteal registrado pocos días antes de la masacre. Un testimonio cuya mayor virtud radica en respetar la secuencia real de la grabación, llevándonos con un grupo de reporteros cada vez más cansados, mojados y conmovidos en un penoso recorrido por campamentos cada vez mas fríos e inhóspitos donde se apretujan grupos de refugiados cada vez mas frágiles y desprotegidos. El reportaje --una incursión en los infiernos digna del Francis Ford Coppola de Apocalipsis Now-- culmina con un consternado periodista chiapaneco llorando a cámara, incapaz de emitir su comentario editorial. Se trata, sin duda, de un efecto dramático, pero es una dramatización honesta y consustancial al medio; una representación cuya eficacia responde, cuando menos en parte, a la evidencia de que esos tipos de la televisión no bajaron de un helicóptero, llegaron caminando y están tan mojados y jodidos como sus entrevistados.

Armando Bartra: director del Instituto Maya

* Versión acicalada de mis intervenciones en una conversación con Alejandra Moreno Toscano y Elisa Ramírez destinada a cobijar un libro de fotografía antropológica.


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