En la medida de
la insistencia en la necesaria despenalización del aborto por
parte de las mujeres y de las mentes laicas, la Iglesia Católica
-con el lema de que la vida comienza en el momento de la concepción
y que el aborto es un crimen- fortalece y amplía sus campañas
de condena; las instituciones Pro-vida proliferan para hacer verdaderas
campañas de terror. El Papa, en su reciente visita a tierras
aztecas, volvió a dar la orden de que "¡ningún
mexicano se atreva a vulnerar el don de la vida en el vientre de la
madre!". Métodos que han impedido la despenalización
del aborto en nuestros países, y en algunos hasta han solventado
el retroceso en la normativa legal.
Ante todas estas campañas de miedo y culpa, me parece importante
reiterar que la idea de que el aborto es un crimen no resiste un análisis
lógico, científico y ni siquiera teológico (la
Iglesia Católica a lo largo de su historia ha ido cambiando sus
posiciones sobre el tema y no siempre condenó el aborto). Veamos
algunos aspectos:
Un embrión es tan sólo el inicio de un proceso que puede
o no culminar en un ser viviente. El embrión no es más
que un proyecto que está en sus inicios y que, por la misma obra
de la naturaleza, puede quedar interrumpido, como lo comprueba el hecho
de que al menos un 30% de los embarazos terminan en abortos espontáneos.
Sostener que tiene vida propia es como sostener que alguien tiene una
casa cuando cuenta con el terreno, los planos y algunos ladrillos.
Es necesario considerar, además, que es una ley de equilibrio
de la naturaleza el hecho de que cuanto menos posibilidades de sobrevivencia
tiene una especie, produce más semillas o huevos, para asegurar
la sobrevivencia de -al menos- algunos descendientes. Por ejemplo, los
reptiles o los insectos ponen miles de huevos y sólo unos pocos
llegan a nacer y son menos los que llegan a la edad adulta. Esto, en
otras palabras, significa que la naturaleza proyecta mucho más
vida que la que podrá crecer y reproducirse como una forma de
asegurar que una determinada especie no se extinga.
La ciencia ha demostrado que un embrión o feto (hasta bien avanzado
su proceso) no es todavía vida humana (por ejemplo ha demostrado
que es sólo en el séptimo mes de desarrollo fetal cuando
las células cerebrales son capaces de percepción sensorial).
Como una flor -aunque ya esté fertilizada por el polen- no es
un fruto, ya que requiere de otras etapas para contener lo que la hace
fruto. Así como los embriones que se almacenan en las clínicas
de fertilidad no son niños. Creer lo contrario sería afirmar
que al comer huevos estamos comiendo pollitos, cuando miramos una flor
estamos viendo un fruto... Los procesos que producen la vida en el planeta
pasan por etapas cualitativamente diferentes. Llegar a ser vida humana
toma un largo tiempo y sólo cuando un embrión logra el
nivel de desarrollo como para sobrevivir (en su potencialidad biológica)
independientemente del ser que lo engendró, puede llamarse un
ser viviente.
La falacia de que al abortar estamos matando a un ser viviente tiene
el único fin de crear un sentimiento de culpa en las mujeres
que no desean tener más hijos. Además, para que una sociedad
de seres humanos viva, no sólo necesita de seres vivientes, requiere
también una ética de la vida. Refutar las imposiciones
de dogmas culpabilizadores e insostenibles y conocer científicamente
los cambios cualitativos en la actividad biológica tiene, precisamente,
muchas implicaciones éticas
El hacer creer
a las madres que son asesinas cuando interrumpen el desarrollo de un
embrión no es más que una crueldad basada en dogmas de
fe relativamente recientes, cuando en realidad ocurre todo lo contrario.
Las mujeres embarazadas que deciden no tener hijos lo hacen basadas
en un profundo sentido ético. Pues éstas frecuentemente
toman esta decisión por amor, se trata de evitar traer al mundo
niños que vengan a sufrir, pasar hambre, malos tratos, o que
jamás podrán tener sus necesidades básicas y afectivas
satisfechas. En una decisión de abortar hay un alto sentido de
responsabilidad, que no es otra cosa que una actitud ética.
Una decisión ética toma en cuenta todas sus implicaciones
a corto, mediano y largo plazo. La ética no es un impulso inmediatista.
El tomar la decisión de traer un niño o no al mundo, implica
estar bien conscientes de un horizonte de al menos 40 años. De
los cuales por lo menos 15 son de nuestra exclusiva responsabilidad
en cuanto la sobrevivencia y al futuro feliz de esa criatura. Y esto
no es poca cosa en términos éticos: nuestro bienestar
y el de nuestro/as hija/os. Implica destinar una gran parte de nuestro
tiempo, energías y recursos, que frecuentemente escasea en esta
sociedad de injusticias, a otro ser humano que será por una etapa
absolutamente dependiente de nosotros.
Los millones de mujeres que practican el aborto porque no tienen condiciones
materiales o emocionales de criar a un niño/a, muestran un sentido
ético más desarrollado que aquellas que lo/a abandonan,
sea física o emocionalmente.
La moral social donde el tener más hijos era un signo inequívoco
de bienestar fue propia de sociedades agrícolas en expansión,
donde la mayor mano de obra era una bendición. Además,
eran sociedades en las que las plagas y enfermedades ocasionaban una
altísima mortalidad, particularmente infantil, por ello era considerado
natural y deseable tener muchos hijos. Aún muchas de nuestras
abuelas no preguntan ¿cuántos hijos tuviste?, sino ¿cuántos
se te lograron?
El mundo, desde entonces, ha cambiado radicalmente, la expectativa de
vida ha ido aumentando paulatinamente y si bien todavía existen
las grandes plagas que amenazan a ciertas poblaciones, existen también
muchos más remedios y conocimientos para prevenirlas. Hoy, en
las grandes urbes no es posible atender a muchos hijos ya que el desempleo
abunda, la pobreza crece y se cuenta con menos recursos o muy deteriorados
para atender las necesidades de una población creciente. Los
muchos niños abandonados en las ciudades latinoamericanas confirman
esta situación.
La ética es resultado de procesos históricos y condiciones
específicas consideradas favorables a la sobrevivencia humana
y es impensable si no contiene una calidad de vida. Lo que ayer fue
deseable o bueno para el bien común, hoy puede no serlo. Por
ejemplo, cuando los bosques cubrían buena parte de la tierra,
utilizar estos recursos para mejorar la calidad de vida del grupo, era
positivo y deseable, hoy que los bosques han disminuido tanto (usados
a destajo con fines lucrativos y consumistas) hay que volver a instalar
una ética de la mesura para su (nuestra) sobrevivencia.
Hoy se debe considerar las limitaciones que nos impone el mundo agobiado
por problemas sociales y ambientales y que -entre otras muchas cosas-
impone que se tenga menos hijos, que consuman menos los que consumen
más. Solo así podremos construir e instaurar un sentido
real de la responsabilidad, que permita calidad de vida para todos y
que haga posible que los niños del planeta disfruten de los bienes
materiales y afectivos que hacen la vida vivible.
*
La autora es profesora de comunicación de la Universidad
Católica Boliviana, Master en Ecología, consultora
internacional en materia de Mujer y Medio Ambiente, columnista
de varios diarios y revistas de La Paz, Bolivia, y madre de
un niño y una niña
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