La Jornada Semanal, 13 de diciembre de 1998



Juan Villoro

Domingo breve


Senos editoriales

En Senos, su holgada colección de glándulas mamarias, Ramón Gómez de la Serna celebra las tersas cúpulas que ``como las estrellas, tienen titilación propia''. A la manera española, su entusiasmo empieza siendo astronómico, luego se vuelve estomacal (``he logrado la invención de reunir y hermanar en un solo merengue las dos fresas'') y termina por requerir un purgante: ``después de tocar toda la verdad que tiembla en los senos, es necesaria la expiación''. Con la voz descompuesta de quien ya no puede pensar en otra cosa, exclama en el epílogo: ``hay que tirar los senos al mar''.

Ramón comparte la rotunda e incontestable ars poetica de Renoir (``si no hubiese tetas, no pintaría''), pero se propina tal ración de pezones ideales que en pleno empacho recomienda a la humanidad sobreponerse a tamaña tiranía sensual. Obviamente, su petición es irónica. Luego de una siesta, los senos volverán a ser su pareja obsesión.

Esta báscula del gusto y el exceso sirve para calibrar los empeños de uno de los fenómenos editoriales más singulares de nuestro tiempo. La revista Playboy surgió de la certeza de que el hombre es un hedóndico mamífero al que le conviene dosificar sus placeres: los pechos deben someterse al calendario. El espinazo de la publicación es su página central y desdoblable, el origami voyeurista donde una chica se convierte en Miss Septiembre. Con esta fórmula Hugh Hefner cambió la cultura impresa. Toda revista depende de su periodicidad y Playboy erotiza la suya: una cronología de cuerpos que representan meses y disputan por el trofeo de playmate del año.

Según corresponde a los sueños americanos, todo empezó en 1953 con poco dinero (3, 600 dólares) y limitadas esperanzas (el primer número, dedicado a Marilyn Monroe, no llevaba fecha en la portada porque no se sabía cuánto tardaría en venderse). El director había pasado por las vejaciones del periodismo (renunció a Esquire porque le negaron un aumento de unos cuantos dólares) y mataba las noches recorriendo las heladas calles de Chicago e imaginando las vidas de quienes encendían las recámaras de los penthouses. Hefner estaba harto de su matrimonio, harto de su educación puritana, harto de su pobreza. En un momento de lucidez, entendió que su frustración era idéntica a la de la mayoría de los mortales, y decidió editarla.

El éxito de Playboy depende menos de desnudar a la ``chica de al lado'' que de la curiosa identificación del lector con el hombre que viaja en un jet negro tripulado por rubias platinadas. Durante 45 años, el editor más célebre desde Gutenberg ha insistido que su punto de vista es tan normal como el de cualquiera. Por eso cuando va al Maxims de París llega con un cocinero que sepa rostizar pollos. En el código de Hefner, la riqueza es una oportunidad de ser absurdamente común. Si te gusta la Pepsi y tienes recursos, ¿por qué no instalas una máquina de refrescos junto al buró? Esta satisfacción del instinto básico niega la clase, la educación, el pedigrí y estiliza la patanería. Tom Wolfe, que gasta sus mejores regalías en vestirse como un lord en la India, describió a Hefner como el ``rey de los marginados millonarios'', alguien para quien la gran vida consiste en jugar Turista tres días seguidos. No es lo que haría Lorenzo de Medicis, pero cada plutócrata tiene sus gustos.

Playboy es un Manual de Urbanidad para ser Hombre de Mundo en una época sin ritos de paso definidos, es decir, ofrece tips cachondos y recetas para hacer martinis; en segundo término, es un foro de alta temperatura intelectual (una entrevista con Genet, un inédito de Nabokov), pero sobre todo, es un despliegue de senos poderosos. Aunque desde 1969 la revista desnuda por completo a sus playmates, el criterio editorial orbita en torno a los vibrantes planetas descritos por Gómez de la Serna. En una reunión con sus encorsetadas conejitas, Hefner dijo: ``sin ustedes, tendría una revista literaria''. ¿Qué hay de malo en las empresas de la pluma? Bueno, entre otras cosas, que no llegan a vender 26 millones de ejemplares en el planeta ni permiten inventar un estilo de vida.

En el número más reciente de Playboy (diciembre del 98) encuentro estas preguntas de los lectores: ``¿Debo ofenderme de que mi novia diga que soy el `mango de su vibrador'?'', ``Acabo de enterarme de que mi mujer se acostó con 400 tipos, ¿alguna sugerencia?'', ``¿En qué momento debo comer la aceituna de mi martini?'', ``A mi novia no le gusta hacerlo de a perrito porque le parece impersonal, ¿cómo puedo convencerla?'' La verdad, resulta reconfortante que haya una zona para despejar estas cuestiones. Sin embargo, ``la filosofía de Playboy'', que el magnate del autoelogio Hugh Hefner considera liberadora, no es sino una propaganda para cobrar por las erecciones. Los ya caducos clubes de Playboy ponían en práctica esta inercia comercial; cada centro nocturno era una especie de duty-free de la calentura donde mujeres en lencería vendían encendedores, llaveros y calcetines con el logotipo del conejo.

En su mansión de Los Angeles, descrita por Norman Mailer como una cápsula fuera del tiempo, el editor de la piyama eterna lleva 45 años de publicar desnudos sin sentir la saciedad de Gómez de la Serna. El delirio vanguardista de tirar los senos al mar no es para él porque su gozo más genuino proviene de ser mirado por los otros. En una cultura ávida de estatus, el placer de acostarse con una diva rara vez supera al de contarlo. Hefner comparte su galería de cuerpos desnudos para que especulemos en cuáles dejó sus huellas digitales. Su seducción final se dirige a los hombres; las mujeres le sirven de carnada para despertar la admiración masculina. Sus objetos del deseo no son sólo las Barbies que posan como improbables vecinas de la casa de junto, sino también y sobre todo, los lectores, los millones de súbditos que le sirven de testigos.