La Jornada Semanal, 13 de diciembre de 1998



Hernán Lara Zavala

Publícame, publícame mucho


¿Qué tan incompatibles son el escritor y el editor? Hernán Lara, autor de Charras, de los más recientes Cuentos escogidos (Planeta) y Viaje al corazón de la península (Conaculta) y ex director de literatura de Difusión Cultural de la UNAM -donde publicó la magnífica colección Rayuela Internacional-, confirma que en las lides editoriales el hombre es el lobo del hombre y el escritor... es la Caperucita.

Permítanme empezar con una escena recurrente en mi ya extinto papel de editor. Suena de pronto el teléfono de mi oficina o incluso el de mi casa. Contesto.

-¿Cómo va mi libro?

-Muy bien -respondo- pero, ¿quién habla?

Y es que ``El Escritor'' supone que ``el editor'' (así, con minúscula) se la pasa pensando exclusivamente en él y en su libro como si no existiera nada ni nadie más importante sobre la tierra. Pero por haber compartido el oficio de escritor con el de editor durante algún tiempo creo tener ahora una apreciación un poco más justa de la difícil y delicadísima tarea de un editor.

Un escritor profesional, no lo olvidemos es, simple y llanamente, aquel que escribe, publica y vende. Pero para que pueda completar ese ciclo se requiere necesariamente del apoyo de un editor, aunque sus tiempos y responsabilidades sean diferentes y, en opinión de muchos, hasta antagónicos.

El escritor transita solo e independiente hasta antes de someter su original a un editor. Cuando por fin entrega su manuscrito, el editor lo hojea, se entera del género, del tema y decide si el texto es apto para su publicación. Si de plano considera que el libro no entra en su línea editorial, la decisión es sencilla: devuelve ahí mismo el original y asunto concluido. De igual modo, si se trata de un autor o de una obra que le interesa, acepta a ojos cerrados y asume el consiguiente riesgo.

El problema surge cuando se requiere un dictamen, que es las más de las veces. A partir de allí se iniciará otro largo proceso y tal vez el origen de un posible conflicto. En nuestro medio cualquier editor recibe decenas cuando no cientos de originales. Y hay que admitir que cada vez son menos los editores que leen personalmente no digamos todas pero al menos algunas de las obras que llegan a sus manos; la mayoría las manda directamente a sus dictaminadores. Pero, como en los concursos literarios, dime quiénes son los jurados y te diré quién será el ganador y no porque esté insinuando un acto de deliberada corrupción sino de afinidades literarias. Qué importante es elegir a un dictaminador equilibrado que pueda sopesar con justicia las virtudes y defectos de un libro. En fin, en la decisión final intervendrán, irremediablemente, muchas variables entre las cuales se encuentran, además del dictamen, el renombre, la simpatía personal, la fe en la obra y, por supuesto, las famosas recomendaciones. Así y todo el resultado será sólo uno: el libro se acepta o se rechaza. Si se acepta, el escritor dará por sentado de inmediato que la publicación se debe a su indiscutible talento. Si se rechaza pensará que se trata de un premeditado acto de mala fe.

Es muy común entre los editores que el proceso de decisión se prolongue o que luego de su aceptación un libro tarde años en publicarse. Estoy convencido de que eso es lo peor que les puede suceder a ambos, editor y escritor. No obstante, hay que reconocer que en el campo editorial la oferta de originales siempre supera a la demanda y hay libros que uno se ve en la necesidad de dejar en lista de espera. También influye el carácter de los autores. Hay quienes entregan su original y empiezan a fastidiar al editor, a presionarlo, a llamarlo constantemente y a toda hora, que apelan primero a la amistad y terminan con amenazas y chantajes, que reclaman y recurren a palancas de todo tipo y aun cuando se les publique terminan invariablemente indignados y echando pestes. Hay otros que, ya sea por modestia o discreción, llevan su original, lo dejan en la oficina y esperan buena y pacientemente a que se les mande llamar. Benditos sean, pero qué fácil resulta olvidarse de ellos aunque su libro sea muy superior al de los latosos. El autor ideal es el que no presiona pero que se hace presente cada cierto tiempo con el editor para recordarle el compromiso adquirido.

En caso de que el dictamen resulte positivo empezará una segunda etapa de estira y afloja, de roces y de desencuentros, y donde el editor se llevará la peor parte. En esta fase se plantean dos tipos de conflicto: por un lado el escritor se lamentará de la morosidad y sobre todo de las erratas del editor; por otro, el editor se quejará de las incongruencias, cambios, errores, alteraciones y exigencias del escritor. Entre tomas y dacas aparece finalmente el libro. Y qué raro es el escritor que expresa aunque sea un poco de agradecimiento cuando su obra ve finalmente la luz.

Uno creería que allí se acabarían los roces. Pero no. El siguiente reclamo del escritor será más o menos así: ``Oiga, por cierto, el otro día pasé por la librería y no vi ni un ejemplar de mi libro, ¿por qué no lo distribuyen como es debido? Si viera usted la cantidad de gente que lo ha buscado y no lo ha podido encontrar.'' Y en lo personal muchísimas veces me tocó ser víctima del siguiente reclamo: ``¿Por qué no distribuyen? Tienen las bodegas repletas de libros. No se puede ni abrir las puertas.'' A lo cual yo contestaba invariablemente: ``Por curiosidad, ¿me puede decir dónde están las bodegas?'' La respuesta siempre era negativa. ``¿Cómo se enteró entonces de eso que dice?'' ``Todo mundo lo sabe.'' ``Cuando usted quiera vamos a visitarlas juntos.''

Y no obstante todo lo anterior, editor y escritor se complementan. Uno cumple con su función cuando termina de escribir su libro; el otro al evaluarlo y decidir si considera que vale la pena arriesgar su dinero, o el de la institución que representa, para darle forma física y para hacerlo llegar a manos de los lectores. El editor tiene la enorme responsabilidad de hacer de un libro algo digno, correcto y, si se puede, además, un objeto bello. El escritor escribe lo que puede, el crítico juzga lo que quiere y el editor publica lo que le conviene. Muchos editores se interesan solamente en el aspecto comercial de la literatura. Otros, los menos, prefieren los libros secretos, los marginales y hay hasta quienes propician los libros invendibles o imposibles. Algunos logran combinar gustos y criterios, como hacía don Joaquín Diez Canedo, en cuyo catálogo los autores que vendían mucho servían de apoyo a los que vendían menos.

No sólo pierde el editor cuando no tiene buenos escritores, también pierde el escritor cuando no tiene un buen editor. En México se considera que cuando un editor sugiere cambios está atentando contra la libertad artística del creador. Pero la verdad es que el editor puede resultar fundamental para que no pierda el control o la autonomía de su obra. En nuestro país hacen falta editores literarios que no se limiten a aceptar o rechazar una obra para su publicación sino que además puedan guiar al escritor con sugerencias y comentarios. En última instancia quien más pierde con los forcejeos es el tercer elemento de una triada sin el cual los buenos oficios de escritor y editor no tendrían mayor sentido: el lector.

En nuestro medio no es raro ser al mismo tiempo escritor y editor, algo que resultaría inexplicable para los ingleses o los norteamericanos (salvo el caso de Eliot o el de los esposos Woolf, ambos ya muy lejanos en el tiempo) aunque no tanto para los franceses o los españoles. Yo no encuentro ninguna contradicción en ello y hasta hay algunos que lo hacen estupendamente bien. No obstante, debo reconocer que el oficio de editor tiende naturalmente a comerse al de escritor.