La Jornada Semanal, 13 de diciembre de 1998



Daniel Divinsky

El escritor en la aldea global


Daniel Divinsky es, antes que un buscador de talentos, un amante de la inteligencia escrita y por eso un editor sin seguidores. En los aciagos años de la dictadura franquista, Ediciones de la Flor publicó en Argentina no sólo a Paul Nizan, Georges Brassens, Vinicius de Moraes y Jorge Ibargüengoitia, sino a muchos de los autores entonces prohibidos en España. Aquí, el responsable de la formación ``mafaldesca'' de toda una generación de mexicanos habla de literatura, ese raro producto, antes y después de la aldea global.

En una carta incluida en la edición de su correspondencia -casualmente, publicada por mi editorial-, Raymond Chandler, el maestro de la novela negra norteamericana, se quejaba de que cuando iba a hablar de dinero con uno de sus editores, éste se ponía a hablar de literatura. Para evitar idéntica queja de los distinguidos lectores, este editor va a hablar de dinero en su más amplia cobertura conceptual. Una cobertura que incluye distribución comercial de los libros, división regional de los mercados, contratos de traducción de obras a otros idiomas, centralización del poder editorial y concentración del poder librero, precio uniforme para el libro dentro de cada país, premios literarios, etcétera.

Es posible comenzar analizando un vasto malentendido que se origina a partir de lo que se llamó el boom de la literatura latinoamericana (algo simbólicamente bautizado en inglés, desechando la palabra auge, que significa lo mismo). A partir de la difusión (y éxito de crítica y ventas) de ciertas obras de algunos autores del continente en España y de sus traducciones a idiomas diferentes del castellano que se produjo en la década de los setenta y quedó consagrada en la Feria Internacional del Libro de Frankfurt de 1973, que tuvo como tema central a la literatura latinoamericana, se edificó un mito: que todo lo que se escribía en el continente interesaba fuera de él y tenía una posibilidad editorial ilimitada. El mito se nutría, por una parte, de lo ideológico: el apoyo a la revolución cubana estaba en su apogeo y el ``tercermundismo'' europeo acrecentaba la simpatía o la indulgencia hacia lo que venía de estas regiones. Pero, por otra parte, también de la calidad real de obras de ficción aparecidas en esa época: numerosas, originales y nutridas de una vitalidad por entonces ausente en la narrativa europea. Fue suficiente que una serie de títulos tuvieran una repercusión menor de la esperada para que el desencanto -que cunde rápidamente en el mundo de los negocios, aun de los editoriales- se apoderara de los directores literarios de las casas que habían estado en la génesis del boom. Africa, China, la Unión Soviética, ya en disolución, ocuparon el centro de interés en la década de los ochenta. Y en los noventa, holandeses, italianos y españoles están más ``de moda'' y compiten con los latinoamericanos ya consagrados. Los agentes literarios -con base en España y Estados Unidos- se siguieron ocupando de vender bien a los autores que ya habían sido traducidos, y no dieron mayor respaldo a los nuevos que les entregaban sus obras.

Hoy por hoy, por más exitoso que sea en su país latinoamericano de origen un escritor, sus posibilidades de conseguir -él o sus editores- que sus libros se publiquen en otros idiomas, se reducen a que algún traductor se interese por su obra y presione a los directores literarios para tentarlos a la apuesta. Y tan baja es la expectativa de acierto ``comercial'' que los anticipos a cuenta de derechos obtenibles distarán de ser suntuosos.

Nadie es profeta en la tierra de al lado<

¿Y por casa cómo andamos? Porque podría suponerse que los autores de cada uno de los países latinoamericanos son bien leídos y difundidos en los demás. Especialmente en los últimos años, cuando la trasnacionalización del capital editorial hace que muchos de ellos sean publicados por sucursales locales o regionales de editoriales con sede central en España.

En este punto parece que el criterio de estas empresas es ``que tu mano derecha no sepa lo que hace tu mano izquierda''. Con escasísimas excepciones -una de ellas es la editorial Tusquets-, estas regionales o no se han esforzado para conseguir la difusión continental de sus editados o han fracasado en el empeño.

Autores chilenos publicados en su país por Planeta o Alfaguara, son escasamente leídos en Argentina; ni qué decir en México o Colombia. Lo mismo vale para los uruguayos, también vecinos geográficos. Igual sucede a la inversa: hágase un test con un intelectual argentino (los escritores quedan fuera de concurso) y no sé si podrá nombrar más de cuatro escritores mexicanos contemporáneos.

Editar es fácil, distribuir (casi) imposible

Tuve como maestro de literatura en muy diversos cursos, y de vida a lo largo de una extensa y profunda amistad, al crítico uruguayo çngel Rama, trágicamente muerto en un accidente de aviación, junto a su mujer Marta Traba, Jorge Ibargüengoitia y Manuel Scorza, cuando todos se dirigían a un congreso de literatura en 1984. Desde su módico pero osado sello, editorial Arca de Montevideo, acometió la publicación pionera de muchos autores: un día me extendió un ejemplar de la primera edición fuera de Colombia de La hojarasca de García Márquez y me incitó a leerla diciendo: ``este muchacho promete...'' Una visión certera que utilizó para seleccionar los títulos y autores de un catálogo no muy abundante.

En una de sus visitas a Buenos Aires, lo acompañé a una entrevista con sus distribuidores y me asombró oírlo referirse a los libros como mercancía: habló de plazo de pago, de garantías, discutió descuentos, negoció el reparto de los gastos de envío. Cuando lo increpé por esa aproximación que me pareció excesivamente mercantilista a tales ``objetos sagrados'', me aclaró que si no se trataba a los libros del mismo modo en que los productores tratan a los chorizos o a las prendas de abrigo con sus clientes, no habría editorial que pudiera subsistir y sin ellas no habría más ``objetos sagrados''.

Al comenzar la actividad de Ediciones de la Flor en 1967, la producción profesional de libros en castellano, fuera de los textos escolares, estaba centralizada en España, México y Argentina. Por lo menos estos eran los países que exportaban libros en gran escala y que competían por la compra de derechos de traducción de obras publicadas en otros idiomas. La limitación que significaba la censura franquista dejaba accesibles a los editores mexicanos y argentinos títulos que se suponía serían prohibidos en España. Eso permitió que, con una dosis de información y audacia muy superior a la de capital con que se contaba, pudiera adquirir autores como Paul Nizan, Georges Brassens, Vinicius de Moraes, Tennessee Williams, LeRoi Jones y Dylan Thomas.

Pero además, dado cierto prestigio histórico que tuvo Buenos Aires como centro de irradiación cultural, autores latinoamericanos importantes o en crecimiento prefirieron publicar en Ediciones de la Flor. Así se integró un catálogo con puertorriqueños, ecuatorianos, peruanos e incluso algún autor mexicano; nunca olvidaré la carta con que Jorge Ibargüengoitia me autorizó una edición para venta exclusiva en la Argentina de Los relámpagos de agosto, por entonces inconseguible en mi país. Y también Pedro Miret, un brillante narrador nacido en España pero que desarrolló toda su carrera creativa en México, nos confió uno de sus libros.

El surgimiento de editoriales fuertes en cada uno de nuestros países, permite que los autores puedan elegir ser publicados en su propio país. Pero al ser estos sellos -en general- filiales de grandes grupos trasnacionales, su difusión fuera del propio país tropieza con los obstáculos mencionados antes. En este ramo también el pez grande se ha comido a los chicos, pero la dimensión no es garantía de eficacia.

Mercados: ¿dividir para reinar?

Una broma común en el momento en que apareció una de las grandes novelas de García Márquez -me permito suponer que fue El amor en los tiempos del cólera- era que Carmen Balcells, la mítica e hiperdemandante agente literaria catalana que representa al autor desde el comienzo de su fama, no se limitaría a contratar la edición del libro por separado para cada país hispanohablante, sino que dividiría el mercado por barrios incluso dentro de cada gran ciudad. A la división usual intentada por los agentes y algunas editoriales norteamericanas y europeas -una cesión de los derechos en castellano para América y otra para España-, se sumaron ulteriormente fragmentaciones más sutiles. Idealizando las dimensiones que suponían en un mercado teóricamente integrado por trescientos millones de personas, separaron o intentaron separar de ciertos títulos los contratos para cada país latinoamericano, o bien escindieron el continente en Cono Sur, Pacto Andino, Centroamérica y Caribe, México y, aun para la edición en castellano, los Estados Unidos de Norteamérica. En muchos casos no consiguieron editores interesados en algunas de esas áreas, limitando igualmente la posibilidad de vender en ellas las ediciones producidas en otras. De todos modos, resultó muy difícil controlar las ``infiltraciones'' en zonas excluidas. Cuando las diferencias de precio entre distintas ediciones en castellano del mismo libro fueron significativas, las más baratas hallaron siempre su camino.

Ni tiene que decirse que el concepto debe forzosamente revisarse en este fin de siglo. Porque ¿en qué ``lugar'' está el ciberespacio?

Muchas editoriales ya vendemos nuestros títulos por Internet, bien sea a través de Amazon, la mayor librería virtual con sede física en Seattle, en el norte de los Estados Unidos, o por otras librerías virtuales menores, o por páginas propias en la red. En la mayoría de los casos el editor no tiene idea alguna acerca del país en el que reside el etéreo comprador. Y toda barrera contractual se hace ilusoria.

Saldos y retazos

Para no convertir a este texto en desmesurado, es forzoso solamente mencionar un tema como el de la concentración del poder librero: cadenas internacionales o hipermercados se instalan en varios países, adquiriendo eventualmente librerías preexistentes. Su gran poder de compra les permite conseguir mejores condiciones, que trasladan en forma de grandes descuentos a sus clientes. De este modo las librerías que ofrecen todos los títulos posibles (no sólo los best sellers), que no compran igual y no pueden ofrecer esas ventajas, se ven limitadas a ofrecer los libros que se venden poco, con lo que su subsistencia está en riesgo.

Me referiré de soslayo a los premios literarios, cuyo aporte de gloria para los agraciados suele limitarse al dinero que reciben y al mercado de su propio país. Sin ninguna relación con la calidad de las obras, ¿cuántos ejemplares se han vendido mundialmente de las dos novelas que obtuvieron el Premio Alfaguara dotado con 175,000 dólares y otorgado en su primera edición por partida doble -ante el empate en méritos- a Sergio Ramírez y Eliseo Alberto? ¿O, fuera de la Argentina, de Plata quemada, de Ricardo Piglia, que obtuvo el último Premio Planeta, con 40,000 dólares?

Para terminar

No todo está perdido. Todavía hay aspectos humanos en este rubro tan particular de la creación literaria y de la edición autónoma. De ellos deriva la posibilidad de subsistencia de otro modo de editar y de ser publicado, en mercados donde parecen imperar monstruos imposibles de enfrentar. Convertidos en una especie de luchadores de sumo, esos grupos cada vez más gordos y pesados arrasan forestas -literalmente- cual paquidermos enloquecidos, a la búsqueda de éxitos de venta masivos, hipnotizados por el marketing y corriendo (creo, espero, deseo) hacia la destrucción.

En la Feria de Frankfurt de 1974 encontré bellísimos e inteligentes libros infantiles en el pequeño estand de una editorial chiquita de Nueva York: Atheneum. Con un módico anticipo a cuenta, compré para Ediciones de la Flor los derechos en castellano de uno de ellos: Los animales no se visten de Judi y Ron Barret, un prodigio de humor acerca de lo ridículo de pretender ponerles ropa a los bichos: por ejemplo, corbatas a una jirafa.

El libro se editó en el 75 y desde entonces se reedita periódicamente, convertido en un long seller, que se utiliza incluso en el sistema educativo bilingüe de los Estados Unidos. Poco tiempo después, Atheneum fue adquirida por el grupo Macmillan y comenzamos a enviar las liquidaciones de derechos a otra persona, que permaneció en su puesto cuando -un tiempo después- Murdoch, el magnate australiano de la prensa, compró Macmillan.

Pero esta simpática ejecutiva desapareció, dejando un mensaje de despedida en el contestador de su interno, cuando Simon & Schuster, un grupo mayor con un inmenso rascacielos en la Sexta Avenida, se hizo de la compañía. La última vez que les acerqué una liquidación de derechos, tuvieron que buscar en la computadora el título del que se trataba. Y, pocos meses después, nuevamente preguntaban por fax qué era lo que pagaba nuestro cheque.

Hace sólo unos meses, Simon & Schuster fue comprada por Pearson, un grupo inglés aun más grande que Viacom, el que la vendió (los señores Simon y Schuster, existieron y fueron editores, pero habían sido devorados hace tiempo). ¿Encontrará su camino hacia ``mis'' autores nuestro próximo cheque o se perderá entre burócratas y empresas subsidiarias?

Creo que sería muy difícil la subsistencia en este ``globo'' de un productor autónomo de sardinas enlatadas, pero pienso que el libro es uno de los pocos campos donde todavía las pequeñas y medianas compañías pueden mantenerse.

La variedad de la creación escrita y el gusto humano enriquecen al mundo y abren siempre -hasta ahora- nuevas posibilidades para los editores alertas y veloces en sus reacciones y para los escritores innovadores y constantes. Y los afectos -¡caramba, miren de qué antigualla estoy hablando! siempre que estén estimulados por la eficacia profesional, la rapidez de decisión y el cumplimiento de los compromisos, todavía determinan las elecciones de muchos autores.

Sólo así se explica que Bioy Casares edite con una joven pero pujante editorial, o que Quino, Fontanarrosa y tantos otros autores de mi sello, no se hayan dejado seducir por los cantos de sirenas de los camiones transportadores de caudales. Por eso aquí, y a pesar de que parezca lo contrario, hemos estado hablando de literatura.