La cuenta de kilómetros gira en el tablero a razón de 90 por hora. Velocidad reglamentaria. Como si alguna vez alguien fuera a enterarse de que esa carcacha viaja a exceso de velocidad. Y traerá muy abiertas las ventanillas, pero lo que es el aire dentro no hace otra cosa que adensarse. Horacio intenta animar la conversación y se dirige al gordo:
-¿Y es interesante?
-¿Qué? ¿El escritor?
-No, la vida de ésta.
-Pregúntele.
Mira al retrovisor y repite que si es interesante. La bonita voltea hacia fuera, en un tramo donde el mar queda cerca de la carretera, pero lejos porque se hunde en un acantilado. Masculla:
-Coman mierda.
Pasando por alto la sugerencia alimentaria de la pasajera, Horacio no ceja:
-Y el escritor, ¿quién es o dónde vive?
El gordo pone cara de a mí ni me preguntes. El alto parece a mil kilómetros de aquí, con la quijada dura de un quarterback. Clancy finge demencia.
-¿En la ciudad?
Ella menea la cabeza, y antes que Horacio suelte su irónica letanía de alternativas (Tepoztlán, Valle de Bravo, San Miguel Allende, o lugares bizarros como Escárcega o La Piedad Cabadas), dice:
-En el gabacho.
-¿Qué parte?
-Nomás tengo el número. La dirección creo que es California.
-Y el señor, ¿se llama?
-No creas que. Es un viejito.
Enseguida dice el nombre: Richard algo. A Horacio no le suena, se le escapa el apellido. Pudo ser Black, White o Brown. O Richard Grey. No, Green definitivamente no. Por la cara que pone el alto, Horacio comprende que eso es nombrar la soga en casa del ahorcado, y en inusitada solidaridad masculina, se dispone a cambiar de tema. Demasiado tarde. El alto rechina las muelas y pregunta, cavernosa y lentamente:
-Entonces, ¿para qué toda esa pinche danza si dices que el teléfono no la hacía?
-Estaba ensayando -dice Clancy.
-¿Qué? -ladra, no Trampero, sino el alto.
-Necesito saber bien lo que voy a decir. Para Ricardo las llamadas son importantes. Las apunta. Soy su libro, qué no ves.
-Y te paga -insiste el gordo como si la acusara de puta.
Los tres contra ella. Ah, los hombres. Que coman mierda. Obstina su gesto, mira hacia la maciza nuca del gordo y dice:
-Tu abuela.
Horacio piensa: ``Esto ya lo leí''. Siente en un espasmo el dejá vu artificial del lector empedernido. Su memoria trabaja despacio, torpe, llega a un título, algo parecido a...
-¿Conocen Besos caníbales?
No. Ninguno. No que tan sabios. La bonita no se mide, dice que ella no lee más que los nombres de las calles. El gordo piensa agregar: ``y la denominación de los billetes'', pero reprime su jodelón interior y sigue la plática de Horacio:
-¿De quién, el libro? Es novela, ¿o qué?
Entonces Horacio es el que no sabe. Así es para los apellidos. Un francés, cree, que firma con distintos nombres.
-Igual que Boris Vian -dice el gordo.
-Algo así -murmura Horacio.
-¿Y luego? -(la voz de Clancy).
-¿Qué es peor: que el arte imite la vida, o que la vida imite al arte? -pregunta Horacio.
-¿O que el arte imite al arte? -agrega el gordo. Y Clancy:
-Lo peor es que no haya nada que imitar.
El alto trae otra frecuencia. No puede más. Interviene la cháchara con el reclamo que trae rumiando:
-¿Te le tienes que reportar a tu patroncito todo el pinche tiempo? Ni siquiera es tu marido. Y por dinero. Eso sí, no haces más que hablar de libertad y albedrío y bla bla.
La bonita se afea como si fuera a vomitar.
-Ya cállate -dice-, haz el favor, ¿quiéres?
Estando así de agradable el ambiente de convivencia entre los pasajeros, la llanta, tronando, hace su aportación al diálogo:
-Aj, la pú... llanta -resopla Horacio. El carro renquea de atrás.
Siguen unos segundos atónitos, silenciosos. Horacio abre la portezuela, toma aire y recuerda con nostalgia a las tortugas. Los tres jóvenes se bajan tras él. El gordo se interna en los juncos, el alto y Clancy caminan sobre la carretera, y cuando están suficientemente lejos, comienzan a discutir. El manotea, ella se cruza de brazos. El hecho es que Horacio cambia él solo la llanta. Distrae su mal humor reflexionando sobre la majadería de las nuevas generaciones, su falta de espíritu de cooperación. ``Entre más conozco a la gente, más quiero a las tortugas'', piensa.
Termina. Recoge el gato, la llave, los birlos, la llanta exánime. Avienta todo a la cajuela. Arranca, con la intención de dejarlos. Pero espera. El gordo y el alto regresan rápido. La bonita lo hace con toda la calma del mundo, retadora, a ver, déjenme.
Sube. No dice ni gracias. Horacio suda. El aire del carro en movimiento y una brisa repentina lo hacen sentir mejor.
En la desviación a Solano, una aldea de pescadores a 2 kilómetros de la costera, el alto anuncia:
-Aquí bajo.
-¿No van hasta Delicias? -pregunta Horacio, y enseguida se arrepiente. Ojalá se bajaran los tres. Qué va. Frena.
El alto agarra su mochila con decisión sobreactuada, salta y, de inmediato, sin decir ni media palabra, echa a caminar rumbo a Solano como si cualquier lugar del mundo fuera mejor que el carro de Horacio.
El gordo pone las manos sobre el tablero y dice:
-Nosotros seguimos a Delicias. ¿Verdad flaca?
Clancy se arrellana en el asiento, cierra los ojos y se dispone a dormir. En todo este tiempo, el perro Trampero ha fungido de esfinge. Se extiende en el lugar que ocupaba el alto, pone sus belfos sobre el regazo de Clancy y se lame los bigotes. Horacio mira sonreir a la muchacha por el espejo. ``Es una bruja'', piensa.