Letra S, 2 de abril de 1998
A principios del siglo XX, el etnólogo británico B. Malinowski desconcertó a sus contemporáneos con las creencias sexuales de ciertos pueblos del Pacífico Sur, quienes desconocían, o mejor dicho, no estaban interesados en la participación del hombre en el proceso de procreación, pues consideraban que únicamente las mujeres tenían capacidad progenitora (Malinowski, 1932. La vida sexual de los salvajes).
La idea era escandalosa, pues los nativos de Melanesia desafiaban certezas y sensibilidades caras para Occidente. ¿Cómo podían los primitivos ignorar el semen masculino en la procreación? Y es que en el siglo XIX, la ciencia médica había reestablecido la función conceptiva del coito, a la vez que decidido que el orgasmo femenino era innecesario para la fecundación. Se trataba de una idea consolidada recientemente, apenas en el siglo XIX. En efecto, la sexualidad occidental tiene una larga historia que comienza a ser desentrañada. Y el orgasmo femenino es un buen ejemplo, como lo muestra el historiador Thomas Laqueur en su libro Making Sex, Body and Gender from the Greeks to Freud (Harvard University Press, 1990).
Procreación y placer femenino
Laqueur cuenta que en el siglo XVIII una joven cayó en estado de coma y todos la creyeron muerta. No obstante, un monje necrófilo se prendó de su belleza y ``la poseyó'' la noche del velorio; luego, el joven huyó sin saber que su amada había ``resucitadó''. La felicidad de los parientes era completa, excepto por el inexplicable embarazo de la muchacha. Tiempo después, el monje regresó, supo lo ocurrido, confesó su falta y desposó a la joven.
Laqueur sugiere que a mediados del siglo XVIII, la medicina veía este relato con escepticismo, pues parecía inconcebible que la mujer se embarazara sin haber participado activamente en el acto; es decir, sin placer y sin orgasmo. En cambio, los médicos que reexaminaron el caso 50 años después, ya en el siglo XIX, pensaron que la historia era completamente verosímil. A fines de la Ilustración, en el periodo entre estas dos interpretaciones, la ciencia médica dejó de pensar al orgasmo femenino como un fenómeno relevante para la procreación. Una sabiduría milenaria, que se remontaba a los griegos de la Antigüedad y que creía que ``sin placer, ninguna cosa muerta venía a la vida'' fue relegada al rango de una mera sensación exterior al proceso de procreación.
La discusión sobre el placer femenino no era nueva. Según el historiador Jean-Louis Flandrin (Juan Granica, 1984. La moral sexual en Occidente, Barcelona) los teólogos de los siglos XVI y XVII enfrentaron tremendas dificultades para conciliar el discurso cristiano con las creencias procreativas. En esa época, el influyente texto de Aristóteles, La generación de los animales, enseñaba que la concepción ocurría cuando el semen irrigaba, por así decirlo, la sangre menstrual. El proceso era independiente del placer femenino, pues el menstruo era producido involuntariamente en el cuerpo de la hembra. En cambio, el tratado de Galeno De semine, que era otra autoridad de la época, explicaba cómo el semen del varón se unía a otra clase de semen femenino a través del acto sexual. Así, no había fecundación sin placer. O en otras palabras, si el acto sexual no conducía al orgasmo de la mujer debía ser, en rigor, condenado por los moralistas cristianos, pues no ``propiciaba la procreación''.
Los teólogos católicos, explica Flandrin, no podían seguir del todo ni a Galeno ni a Aristóteles sin caer en complicadas dificultades doctrinales. Las ideas de uno concedían demasiada importancia al placer femenino, las del otro minaban los principios del sacramento matrimonial pues cuestionaban el débito conyugal. Como sea, los teólogos de la época llegaron a una solución intermedia: el placer femenino no era indispensable pero convenía para procrear hijos bellos y saludables.
No obstante, el asunto era escabroso, pues diluía las fronteras entre reproducción y lujuria. ¿Qué hacer si el hombre eyacula antes que la mujer?, ¿deben los esposos excitarse antes de la penetración? Hay riesgo de polución, advertía el teólogo Tomás Sánchez. ¿Entonces puede masturbarse la mujer después del coito? Los religiosos aquí vacilaban; unos lo reprueban rotundamente temiendo, por ejemplo, que el varón se sintiera con derecho a masturbarse. Otros teólogos lo toleran a pesar de los riesgos.
La diferencia de los sexos
En cualquier caso, para el siglo XIX la ciencia médica le había dado la espalda a las teorías de Galeno. ¿Cómo se definió el conflicto doctrinal? Laqueur indica que el descrédito del orgasmo femenino fue una manifestación de profundos cambios culturales operados en la sociedad burguesa. De la mujer medieval de sensualidad desbordante que debía ser refrenada por una rígida moral, se pasó a la idea de una mujer pasiva y desapasionada. Los valores tradicionales asociados a los géneros se trastocaron; ahora el hombre quería sexo y la mujer relaciones, cuando antes la amistad era atributo masculino y la carne femenino.
La descontinuación del modelo de Galeno --que concebía que ambos sexos tenían órganos genitales simétricos, interiores e imperfectos en la mujer, exteriores y cálidos en el hombre-- expresó cambios fundamentales en la manera de considerar las relaciones entre los géneros. De un modelo vertical y jerárquico que veía dos clases de cuerpos similares, uno superior al otro, se pasó a un modelo horizontal que subrayaba la existencia de dos cuerpos y dos sexos radicalmente distintos. Un índice de este cambio, indica Laqueur, fue la invención decimonónica del concepto de ovario, en vez del antiguo orchies, también usado para nombrar a los testículos.
A fines del siglo XIX, escritores de todo tipo insistían en las diferencias físicas y morales entre hombres y mujeres. Incluso el biólogo P. Geddes dijo haber encontrado las diferencias celulares que hacían a la mujer pasiva, conservadora, perezosa y estable mientras que al hombre lo volvían activo, enérgico, pasional y variable. Se establecía una nueva relación entre cultura y naturaleza; los sexos habían sido diferentes desde el principio de la evolución, desde la existencia del primer protozoario.
El triunfo del ``modelo de dos sexos'', indica Laqueur, no se explica por el sólo avance científico. De hecho, la cronología de la ciencia no se corresponde con los cambios de las concepciones, pues la comprensión científica de la autonomía de la ovulación respecto del orgasmo fue posterior (aunque en el momento del cambio del modelo habría evidencias para apoyarlo). Más bien, hay que buscar las explicaciones en ciertos cambios culturales, como la desvaloración de la mujer y de la actividad procreativa. Es claro, dice el autor, que la diferencia y la semejanza habían estado en todos lados, de maneras más o menos explícitas, pero entonces lo que se consideró y destacó fue definido fuera de las fronteras de la investigación empírica.
En cualquier caso, la derrota del orgasmo femenino involucró un cambio fundamental, la ruptura de una antigua metafísica que situaba al ser humano, y a la calidad y delicias de su sexo, como parte del orden social y cósmico. El siglo XIX heredó sus nociones de sexo y procreación a esos lectores del siglo XX que descubrían asombrados las creencias de los salvajes de Malinowski. Claro, las creencias sexuales occidentales, históricamente construidas, quedaban entredichas.
Historiador.
Chava se apagó. Chava no tenía más que rabia e impotencia. Esa mañana se tragó cuantas píldoras encontró sobre la mesita. Lo encontraron bocabajo, con la soledad incrustada en las pupilas y la espuma del desprecio en la boca.
Murió en un camastro como nunca lo imaginó ningún otro miserable: rodeado de flashazos y reporteros, quienes consignaron con saña una truculenta historia para ejemplo de todos los maricas con sida. Por si no fuera suficiente, dieron santo y seña con nombre, apellido y domicilio del suicida. Chava se fue pero no se fue. Lo peor de su vida quedó como único legado para una azorada familia.
Todo esto lo recuerdo mientras escucho la desganada intervención del doctor Tapia Conyer en la inauguración del Foro Legislativo el pasado 25 de marzo. Luego vendría la paradisiaca ponencia de la doctora Uribe, donde habló de un etéreo Programa Nacional. Puras palabras, humo, nada sobre el vertiginoso vacío donde se pierden nuestros Chavas.
Me hubiera gustado ver el rostro del Secretario de Salud cuando le llovían pedradas de todo el país y de otras naciones por su obcecada negación frente al litigio de los enfermos del protocolo humanitario, o por su tramposo Fonsida, o por el invisible recurso que se
asigna al sida. Pero sobre todo me imagino su mueca cuando caiga en la cuenta de que, sin querer queriendo, el diputado Santiago Padilla y algunos humildes activistas le acomodaron un fenomenal golazo político.