La Jornada Semanal, 1 de febrero de 1998



UN PURITANO LIBERTINO


Fernando Savater


Fernando Savater se define a sí mismo como un intermediario entre los clásicos del pensamiento filosófico y el gran público. Dueño de un excepcional estilo literario, es el principal divulgador filosófico del idioma. Autor de novelas, obras de teatro y ensayos imprescindibles, Savater es el mejor emblema de la ilustración en nuestro convulso fin de siglo. En esta ocasión, el autor de La tarea del héroe se detiene en uno de sus filósofos predilectos, Bertrand Russell.



Históricamente lo de los filósofos y el sexo tiene ya poco arreglo, al menos hasta el siglo XX. Malas vibraciones. Los poetas se enamoran, los pintores y escultores se deleitan en el desnudo, los novelistas analizan los dramas del adulterio o la promiscuidad, incluso los curas contribuyen a la voluptuosidad de la especie con su morbo de confesionario. Los filósofos miran hacia otro lado y no hablan del asunto. Se atrincheran en el celibato, no por virtud sino por distracción: son anoréxicos eróticos. En vano Alcibíades se mete bajo la misma manta que Sócrates, porque saldrá tan intacto como entró. De la tumultuosa vida doméstica de Sócrates y Jantipa, para qué añadir nada a lo ya señalado por Nietzsche: que un filósofo casado es un personaje de comedia bufa. Supongo que por eso prefirieron no casarse la mayoría de los demás y el propio Nietzsche, que propuso matrimonio a Lou Andreas Salomé, obtuvo profilácticas calabazas. Al amor que sublima su deseo hasta el punto de no tocar la carne amada se le llama (con bastante inexactitud, justo es decirlo) amor platónico. Los pocos sabios que se salen de ese austero guión pueden acabar castigados por do más pecado habían, al modo del reputado Abelardo. De modo que resulta lógico que los pensadores suelan ser tan poco prolíficos como los mulos, aunque por distintas razones. ¡Para uno que procrea varios hijos, el llamado Juan Jacobo Rousseau, y los abandona a la puerta de una iglesia! En fin, que de la mayoría de los integrantes del gremio puede decirse lo que Madame du Deffand comentó del filósofo d'Alambert (que vivió durante años en casta pareja de hecho con Julie de Lespinasse): ``Da la impresión de ser un alma que se ha encontrado en un cuerpo por casualidad y se las arregla como puede.''

Si la biografía erótica y matrimonial de los filósofos es desoladora, tampoco sus teorías rebosan sexo que digamos. Por lo general previenen de la concupiscencia por el simple expediente de desconocerla. Las excepciones a la regla suelen venir de francotiradores de la filosofía: un poeta como Lucrecio, un diletante como Montaigne, un literato como Diderot se atrevieron a decir cosas notables sobre el escabroso asunto. En cuanto consejeros conyugales, los filósofos tampoco valen mucho más. Si alguien insiste en casarse tras leer la definición kantiana del matrimonio como ``mutuo arrendamiento de los órganos genitales'', no cabe duda de que tiene auténtica vocación... Hasta Schopenhauer no se produce una auténtica reflexión filosófica en profundidad sobre la dimensión sexual de lo humano, desde un punto de vista realmente perspicaz, desprejuiciado y adulto. Con Schopenhauer la filosofía abandona por fin su larga adolescencia griega y su infantilismo cristianoide, a fin de convertirse en un ejercicio ``para mayores formados'' (como antes se decía en la clasificación moral de las películas), donde la muerte y el sexo tienen un puesto condigno. Falta, ay, la alegría, que aportará luego Nietzsche, buen lector de Spinoza. Más tarde aún la reflexión sobre la sexualidad será el tema central del gran pensador que uncirá ambos siglos, Sigmund Freud. Y después, en su traza, Bataille, Foucault...

Bertrand Russell no se ocupó de la ontología de la sexualidad sino de la moral y de las instituciones políticas que regulan ese poderoso instinto. A diferencia de la generalidad de sus colegas, en la vida de Russell la sexualidad sin duda ocupó un lugar predominante hasta una edad muy avanzada (murió con noventa y ocho años de edad, lúcido y combativo). Se casó cuatro veces y tuvo numerosos amoríos, uno de los cuales con su propia nuera, si el gossip póstumo no miente. Nada verdaderamente insólito si se le comparaÊcon personajes del cine, el deporte o la literatura, pero todo un récord en el ámbito filosófico. En cualquier caso, el mundillo académico -siempre tan fácil de escandalizar con cualquier muestra de vitalidad que parezca comprometer por contraste su gestión mortecina- le consideró siempre un auténtico libertino. Y no sólo la academia: su nombramiento comoÊprofesor en el City College de New York fue impugnado por una dama iracunda, cuya hija iba a estudiar en ese centro y que temía verla seducida por semejante sátiro. En el juicio sobre el caso, el fiscal arguyó que los libros de Russell eran ``libidinosos, salaces, venéreos, erotomaniacos, afrodisiacos, ateos, irreverentes, de miras estrechas, fanáticos, falsos... y carentes de fibra moral''. El lector o la lectora que tomen hoy en sus manos Vieja y nueva moral sexual, uno de los títulos de Russell que en su día fueron más provocativos, quedará probablemente muy confundido si se toma esa retahíla de dicterios literalmente y los compara con lo que está leyendo. Sea como fuere, el juez americano falló contra Russell y su nombramiento fue revocado.

Sin embargo, Bertrand Russell no fue en modo alguno un simple libertino, si entendemos por tal alguien dedicado a obtener placer sexual a toda costa y caiga quien caiga. Los libertinos de verdad no suelen teorizar sobre sus hazañas eróticas: todo lo más, se jactan de ellas o las rememoran en su vejez con el bendito candor de un Casanova. Las cosas son de tal modo que en cuanto alguien justifica teóricamente su llamada inmoralidad la convierte de inmediato en moral, como le ocurrió al marqués de Sade, a André Gide o a Bataille, auténticos puritanos del exceso y la transgresión. También hay en Russell cierto puritanismo de género mucho más tradicional -del que suele ser consciente-, que proviene sin duda de una educación rigorista en la que se mezclaron la Biblia y Stuart Mill. En modo alguno creyó nunca que cualquier comportamiento sexual fuese igualmente aceptable por la sociedad, o que sea irrelevante la perspectiva moral en tales asuntos pasionales. El supuesto libertinaje de Russell se basa en un principio subversivo que sostuvo toda su vida con característica obstinación: sólo la más triste de las supersticiones puede considerar malo que dos adultos consientan en darse mutuo placer sin pedir permiso al clero ni a las fuerzas de orden público. Lo que él quería no era la inmoralidad sexual sino una moral nueva que partiese de este principio y razonaseÊconsecuentemente otro código de conducta.

Ese código es ya, más o menos, el nuestro. Me refiero a los europeos menos fanáticos, porque en muchas zonas de Estados Unidos o en la mayoría de los países islámicos las cosas siguen funcionando de acuerdo con supersticiones acrisoladas. De modo que el lector español actual de Vieja y nueva moral sexual, en la hermosaÊtraducción de Manuel Azaña ahora editada en Sevilla por Abelardo Linares, corre el riesgo de encontrar el libro algo obvio e incluso obsoleto en algunos aspectos. Le será difícil hacerse cargo -sobre todo si es dichosamente joven- del coraje y la honradez intelectual que hicieron falta en su día para publicarlo, así como le costará comprender por qué fue una de las pocas obras de Russell (junto a Matrimonio y moral o Por qué no soy cristiano) que era imposible encontrar en las librerías durante la dictadura franquista. Créame si le digo que su afortunada perplejidad se debe a que finalmente Bertrand Russell y unos cuantos más como él ganaron la más difícil de las batallas, la que lucha por hacer respetable lo evidente. No muchos filósofos de este siglo se rebajaron a llevar a cabo una tarea tan ``trivial'' y tan emancipadora.

Ahora se habla con frecuencia de educación sexual y, confidencialmente, debo susurrarles que no me gusta demasiadoÊese nombre. Naturalmente, creo muy oportuno que se informe a niños y adolescentes de ciertas verdades fisiológicas e higiénicas tan imprescindibles para una vida cuerda como saber que el fuego quema o el agua calma la sed. Pero no creo que haga falta una especial ``educación'' para disfrutar del sexo: cualquiera puede lograrlo de un modo y otro siempre que no viva ensombrecido por el temor a inquisidores celestiales o perseguido por la policía. Lo importante, lo urgente, no es educar para el sexo sino educar para el amor. Tarea mucho más difícil hoy lo mismo que ayer, amenazados como estamos por nuevas supersticiones eróticas (el sexo como primer producto del gran bazar consumista), distintas de las que combatió valientemente Russell pero no menos tristemente dañinas.