La Jornada Semanal, 1 de febrero de 1998



DALI, LA GUERRA Y LA LINEA CURVA


Héctor Rivera


El arquitecto español Félix Candela renovó las técnicas de construcción en México (baste recordar obras excepcionales como el Palacio de los deportes y la fábricaÊde Bacardí). Candela murió hace algunas semanas en los Estados Unidos. Héctor Rivera, periodista de Proceso, pasó una larga temporada con él y rescató para nosotros esta invaluable conversación.



Con los cabellos entrecanos, cortos, ligeramente encorvado por el peso de los años, haciendo una vida monacal, el arquitecto Félix Candela vio pasar sus últimos años en Raleigh, una pequeña ciudad de 300 mil habitantes en la costa atlántica norteamericana, donde residía desde 1990. Muy religiosa y cuidadosa de las buenas costumbres, esta localidad de Carolina del Norte no tenía una idea clara de quién era ese hombre que hablaba el inglés manoteando y con marcado acento español, que paseaba a menudo entre los árboles y la hojarasca del bosque que rodeaba su casa de madera blanca. Muy pocos sabían que ese hombre que frecuentaba los restaurantes estudiantiles en una comunidad básicamente universitaria, era uno de los arquitectos más importantes del mundo.

De ello dan testimonio en la ciudad de México, entre muchas de sus muy notables obras, el Palacio de los Deportes, la iglesia de la Medalla Milagrosa y el Pabellón de Rayos Cósmicos de la Ciudad Universitaria. Cuando lo visité en noviembre de 1993, se veía bien a sus 83 años, repuesto de un par de cirugías cardiacas más o menos recientes. Acababa de comprar una computadora para escribir sus memorias. Candela, quien vivió en México desde 1939 (cuando llegó con el exilio español) hasta 1970, falleció el pasado 7 de diciembre.

Por qué se retiró en pleno éxito?

-Hay que retirarse cuando está uno en lo alto. Yo creo que, como los toreros, la gente debe retirarse cuando está en su auge, no cuando está de caída. Como los atletas.

-No...

-Sí, claro. Desaparece uno y no pasa nada.

-Pero Buñuel, Picasso...

-No. Ellos eran otra gente.

-Buñuel corría a los ochenta y tantos años. Tenía muy mal carácter pero buena condición física...

-Sí, era muy agrio.

-Y Picasso también estaba bien, hasta el fin de sus días, y Dalí...

-Dalí es de los que tuvieron un mal final. Siempre tuvo negocios en Estados Unidos. Yo no lo he tragado nunca. Me pareció siempre una persona odiosa, un personaje verdaderamente lamentable en todos los sentidos. Pero tuve que relacionarme con él por Emilio, un amigo nuestro, que inventó unas cúpulas de hierro que se desplegaban. ƒl mostraba un modelo, tiraba de una cuerda y se habría la cúpula. Era un genio. Murió muy joven, a los treinta y tantos. ƒl le había hecho a Dalí varias cosas, entre ellas una cúpula en su estudio, en Figueras. Hacia 1968 este amigo me fue a ver a México. Yo era uno de los profesores que se habían quedado encargados de mantener aquello en la escuela de arquitectura mientras duraba la huelgaÊde los estudiantes. Me amenazaron de muerte, y gentes del gobierno me mandaron un recado: dile a ese Candela que se cuide. Pero bueno, me fue a buscar Emilio a México. Me dijo que tenía esas patentes, que si las podíamos vender con mis amistades. En Washington fuimos a ver al ejército, a la marina, para tratar de vender el invento. Anduvimos por todos esos sitios con el modelo ese, y él sin hablar una palabra de inglés, y yo que lo hablo muy mal. Todos se quedaban muy emocionados, pero al final no pasó nada. Al cabo de unos meses fui a dar una conferencia en una universidad en Houston; estábamos hablando de este chico y de las cosas que hacía y alguien dijo que tenía unos amigos en la Nasa. Nos pusieron en contacto y nos dijeron que nos fuéramos inmediatamente para allá. Resulta que acababan de llegar del viaje a la Luna, y se habían traído un poco de polvo lunar, un polvo negro, y eso lo habían echado en unos cultivos vegetales. Y donde echaban unos granitos de esos, crecían los vegetales como tres o cuatro veces más. Aún no habían descubierto por qué pasaba eso, y estaban muy interesados en montar una especie de invernadero, cubriendo uno de los cráteres de la Luna. Entonces este invento les caía de perlas y, además, Emilio ya había inventado una de esas cúpulas que se abrían solas, con unos muelles. Nos enseñaron el mapa de la Luna y nos dijeron: a ver, cuál es el cráter que les gusta para cubrirlo. Estábamos muy entusiasmados con la idea. Pero los técnicos de la Nasa presentaron el proyecto a sus superiores y no les pareció la idea para nada.

-Bueno, todo esto venía porque hablábamos de Dalí...

-Ah, sí. Emilio le hizo a Dalí una ventana portátil enorme. Era una ventana que se llevaba en un cubo geométrico. Al abrirla, se abría la estructura y, al mismo tiempo, llevaba las plantas de vidrio pegadas. Con ese motivo, Dalí se hizo en París unas fotos debajo de la torre Eiffel, enseñando la ventana. Emilio me llamó por teléfonoÊa Chicago desde Madrid, diciendo que Dalí me llevaría el modelo de la ventana, a ver qué podíamos hacer con él. Yo pensaba que podíamos ir a la televisión con cualquiera de estos tipos que hacen entrevistas y enseñar la ventana como propaganda. Ya sé que no te gusta Dalí, me dijo, pero no me queda más remedio que hacerlo así. Fui a ver a Dalí al hotel en Nueva York. Después de un rato de estarlo esperando, bajó con una capa y su bastón y con una rubia muy despampanante, muy aparatosa, para presumir, claro. Pero el paquete con la ventana no llegó a tiempo y se nos fastidió todo el asunto de la publicidad con la televisión. Pero de todos modos la relación con Dalí no era buena; a mí siempre me había caído mal.

-¿Se habían conocido antes?

-No. Yo sabía que él le había ofrecido a Franco una monstruosidad de esas increíbles: hacer una serie de estatuas desde Madrid hasta el Valle de los Caídos; eran estatuas cada vez más grandes, construidas con los huesos de los milicianos republicanos muertos. Una cosa tremenda. Cuando Emilio murió, muy joven, en un accidente de automóvil, me llamaron y fui desde Chicago a Madrid a leer un texto en la ceremonia fúnebre que le hicieron en el Ministerio de la Vivienda. Antes de eso, pusieron una peliculita de Dalí en la que hablaba de la monarquía, que era como una esfera, decía, y en cambio la república era plana. Y dijo una serie de cosas que a mí no me gustaron nada. Entonces dije que no estaba de acuerdo con Dalí, con sus ideas de la monarquía. Todavía vivía Franco, y además hablé de Federico García Lorca, que entonces no se podía hablar de él. Se organizó un tumulto tremendo. El que salvó el asunto fue el ministro de la Vivienda, que era del Opus Dei.

-¿Le duele aún el tema de la guerra?

-Lo que se jugaba en España en aquel momento era muy importante. La guerra nuestra fue la última causa por la que valía la pena dejarse matar y, efectivamente, mucha gente dejó la vida ahí. Era una cosa muy enternecedora ver a esa gente joven en las Brigadas Internacionales. Yo estaba entonces en Albacete, trabajando como arquitecto para el ejército, y ahí estaba el cuartel general de las Brigadas Internacionales. Los conocí a muchos de ellos. Se iban al frente y volvían unos cuantos y destrozados.

-¿Cómo era Madrid antes de la guerra?

-Era una ciudad encantadora, con sus tranvías. Era un paso mucho más lento. Se paseaba todavía a la una y media de la mañana, se iba a la calle de Alcalá. Era muy agradable, conocía uno a todo el mundo. Yo conocí a García Lorca, éramos cercanos, amigos de amigos, parte de un grupo.

Ortega y Gasset nos recibió un día a mí y a un amigo. Nos echó una conferencia estupenda sobre lo que era la arquitectura popular. Era un hombre que tenía conocimientos enciclopédicos. Hablaba muy bien, con una soltura extraordinariaÊy con una precisión total. Era un encanto oírlo.

Tuve la suerte de vivir una época de oro en España, los años treinta, la época en que Valle-Inclán, Unamuno, Ortega y un montón de gente más dominaban el panorama intelectual, y lo viví en Madrid, viéndolos en la calle y hablando con ellos y yendo a la tertulia de alguno. Después, en México, conocí a todos esos monstruos: Diego Rivera, Tamayo... He vivido, quizás un poco como espectador, los mejores momentos de la cultura española y mexicana.

-¿Dejó a su familia en España?

-Perdí a mi padre muy joven. Murió de tuberculosis, que entonces era una enfermedad muy corriente. A mi madre y mi hermana me las llevé a México en 1945. Al poco tiempo llegaron mi hermano y su mujer. ƒl era aparejador, como llaman en España al ayudante del arquitecto. Se hizo aparejador en dos años sin haber estudiado nada, ni primeras letras.

-¿Está de acuerdo con la definición que lo hace heredero de Gaudí?

-No. Bueno, eso lo dice un arquitecto que escribió sobre mí en España. Dice: es como si le hubiera salido un tío en España. Claro que me parece muy bien.

-¿Dejó alguna influencia en la arquitectura en México?

-Al contrario: México me influyó a mí. Yo siempre he tenido esa teoría de que no se puede hacer la arquitectura mexicana, o la típica de algún país, de una manera consciente, sino que la gente la hace de manera inconsciente, porque viene de adentro, porque la ha mamado. La Ciudad Universitaria, por ejemplo, es mexicana, cuando lo que querían era hacer cosas de estilo internacional, porque era la época en que se descubre de un golpe el movimiento arquitectónico moderno, por llamarlo de alguna manera.

-Pero tuvo en México miles de alumnos...

-El otro día fui a un diálogo público y resulta que todos habían sido alumnos míos y yo no me acordaba. En realidad he sido un profesor muy malo, lo que pasa es que he tenido muy buena gente ayudándome.

-¿Cómo se definiría usted mismo en términos de corrientes de arquitectura?

-No tengo ninguna corriente. Yo lo que quería hacer era desarrollar mis ideas y lo hice, y esas ideas no tienen antecedentes. Hay antecedentes de cosas semejantes, pero la variedad y la riqueza de lo que yo hice no existían.

-Su arquitectura no es exactamente funcionalista...

-No, qué va a ser. El funcionalismo no existe, no hay tal cosa. ¿Qué es el funcionalismo? ¿El cumplir con un programa? Eso es un requerimiento de cualquier obra de arquitectura, pero no tiene nada que ver con el aspecto estético. Funcionalismo quiere decir que lo que importa es que funcione el edificio, y se supone que funcionando bien tiene que resultar bonito, lo cual no es cierto. Yo creo que hay que poner algo más; la voluntad de forma es importantísima, el detalle.

-¿Cómo ve a la arquitectura norteamericana?

-Es seria en muchos sentidos. Lo que pasa es que ha tenido una época de crisis muy grande. Bueno, la arquitectura siempre está en crisis en un cierto modo, siempreÊse está haciendo y deshaciendo. Y en esos intentos de deshacer, el primero que tuvo éxito fue el llamado estilo internacional. Después de eso vinoÊel posmodernismo, que quiso terminar con ese estilo sin ofrecer nada valioso en sustitución. Y hay gente que ha vivido de eso quince o veinte años.

-¿Cómo ve el futuro de la arquitectura?

-No lo sé. No tengo ni idea. Hay otros intentos, como el high tech, como el Pompidou, de París...

-¿Le parece feo?

-No es que sea feo, es una exageración, es todo lo contrario de la sencillez.

-¿Cómo ve el futuro de la arquitectura mexicana?

-Depende del futuro del país, pero en eso no me voy a meter. Yo no puedo influir en la evolución del país. Quiero decir que la arquitectura refleja la situación del país. Lo que pasa en la arquitectura es un reflejo de lo que está pasando en la sociedad mexicana, y si esa sociedad cambia también la arquitectura. No se puede separar la arquitectura del funcionamiento de la sociedad y de lo que se llama cultura.

-¿Qué época le gusta más?

-Naturalmente me gusta más la época que yo viví. Yo siempre me he encontrado un poco fuera de época en todos los sitios, porque en este siglo se ha dado el cambio más tremendo en la historia de la humanidad: desde principios de siglo hasta ahora se ha cambiado más que en todos los siglos anteriores. Entonces, el hecho de que todavía siga por aquí y me permita incluso opinar sobre este asunto me parece absolutamente increíble. Yo tendría que estar totalmente arrinconado en un sitio, porque ya no pertenezco a esta época. He tenido que ir adaptándome, malamente, a como van las cosas, y he conseguido sobrevivir, pero nada más.

-¿Cómo fueron sus treinta años en México?

-Fueron estupendos, porque además son los mejores de mi vida. Llegué a los treinta y me fui a lo sesenta. Fueron los más productivos y los mejores en todos los sentidos. Además disfruté un México que me parece que era más amable que el de ahora. México tenía un encanto especial.

-¿Su idea de los cascarones fue bien recibida en México?

-Fue bien recibida, pero me costó un trabajo espantoso meterlos. Fue bien recibida porque los hacía muy baratos, no porque les parecieran bonitos. Los clientes que tenía eran personas a las que no les preocupaba en lo más mínimo el aspecto de la cosa. Lo único que les interesaba era cuánto costaba. Me decían por teléfono: tengo diez mil metros, a cómo me pone usted los paraguas. Pues tanto, y ahí va. Y luego ya las otras cosas fueron con otros arquitectos a los que les empezó a gusta la idea. Sobre todo Enrique de la Mora, que le llamaban el Pelón. Fue uno de mis mejores amigos y me ha dado veinte mil ideas. He construido con él unas cuarenta iglesias. ƒl me ponía a trabajar, y yo tenía que apresurarme a ver cómo les metía mano a los números necesarios para hacer aquello, y entre los dos conseguimos cosas muy buenas.

-Al salir de México en 1970, ¿ya tenía conciencia de lo importante que era su aportación a la arquitectura?

-Tenía muchos premios, pero esos premios los consigue uno porque hace amigos. Es cierto, pero para tener esos amigos hay que tener algo que les interese. Yo tengo dos o tres doctorados honoris causa. Y lo curioso es que ejercí en México sin título.

-¿No lo pudo sacar de España?

-No lo pude sacar de España porque no lo tenía. Había que pagar 800 pesetas y no las tenía. Luego conseguí que mi hermano, que se había quedado en Madrid, fuera a la escuela a buscarlo. No se lo querían dar porque decían que tenía que ir yo personalmente, pero al final consiguió amigos y pudo mandarme el título. Entonces fui a ver al director de la escuela, que era Enrique del Moral, el socio de Pani, a quien llamaban El Gringo. Me dijo que tenía que examinarme en dos o tres materias, porque no estaba muy seguro de que en España se diera la clase de Resistencia de Materiales tan bien como en México. Y yo precisamente de lo que sabía era de eso. Total que tenía que hacer una tesis y tal y cual, y yo dije que ya era muy viejo para meterme en estos asuntos; no hice las gestiones necesarias para revalidar el título, lo fui dejando y dejando, y al final me lo dieron digamos que con mordida, a última hora, cuando ya casi me iba de México.

-Un honoris causa a la mexicana...

-Lo curioso es que vine a Estados Unidos y me dijeron que querían darme el título de arquitecto. Fui a Chicago a ver al secretario de la Asociación de Arquitectos, y me dijeron: ¿es usted americano? No, respondí. Entonces no podemos dárselo. Fui luego a España y me dijeron lo mismo, que como ya no era español tampoco podía tener el título. Después en España me lo arreglaron.

-Me impresiona que al cabo de tantos años no haya caído en la tentación de hacer elaboraciones filosóficas o artísticas sobre su trabajo.

-Sí, pero no vienen al cuento. Una obra de arte no necesita explicación.

-Me parece que usted parte en dos a la arquitectura, entre la línea recta y la curva...

-Lo que pasa es que una superficie que tiene líneas rectas en dos sentidos, dos sistemas lineales, produce una serie de curvas, y según se mire tiene curvas en un sentido y en el otro. Es decir, tiene doble curvatura hecha con rectas planas. Es una especie de milagro. La belleza no consiste solamente en la curva. Las proporciones son importantes. En un hueco, por ejemplo una ventana, la proporción es importante. ¿Por qué es noble una ventana vertical y no una ventana horizontal? ¿Por qué sentimos nobles esos balcones en los edificios renacentistas, verticales, con una altura descomunal, comparadosÊcon una pila de ventanas horizontales? Es la proporción. Los dos son lo mismo, son cuatro rectas.

-Hay una ruptura en la arquitectura con la curva, una opción por los ángulos y las rectas...

-Sí, pero hay mucha gente que siguió haciendo curvas. Los puentes se han hecho con curvas siempre.

-Pero usted ha llevado la curva hasta abajo...

-Bueno, sí... Lo que pasa es que hablamos de lo que se conoce desde los tiempos griegos como una de las cuádricas; es decir, una superficie que se representa por una ecuación de segundo grado. La esfera, el elipsoide, el paraboloide, el paraboloide hiperbólico, el hiperboloide, son figuras geométricas de segundo grado, inventadas en la antigua Grecia. Los franceses empezaron a usarlas en la construcción desde los años treinta, y yo las tome de ahí, y empecé a desarrollarlas un poco más.

-Es la época del art decó, de la arquitectura decorativa.

-Pues sí. Y antes que eso, el art nouveau. Esa época es la que influye a Gaudí y a todos los catalanes de la época. Fue en Bélgica donde se empezó con el art nouveau, y también en Austria. Es una época muy rica, anterior al art decó. Las rejas del metro de París están hechas en el estilo art nouveau, que influyó mucho en el mundo de entonces.

-¿Se nutrió usted del gótico?

-La Milagrosa, por ejemplo, dicen que es un gótico lineal. Ahí no hay curvas; bueno, sí hay, pero lo que se ve más bien son las rectas. Ahí sí hay un espíritu que podríamos llamar gótico, pero son cosas que salen por casualidad.

-¿Y cómo va la escritura de sus memorias?

-Me he arrancado varias veces, pero no estoy haciendo mucho. Es agradable para mí, pero no sé si las cosas que digo han de tener ninguna importancia, porque no son más que las cosas que me pasaban: que fui a la escuela y me daban palmetazos...

-¿Era mal alumno?

-No, pero creo que se los daban a todo mundo.