Jorge García-Robles
William Burroughs

Oh, William Burroughs, hechicero alrevesado que heriste de muerte a la palabra. Brujo hacedor de silencios. Truhán saqueador del tiempo. Exterminador de lenguas y eructos mentales. Feligrés del vicio y las armas de fuego. Adorador del ruido y sus excesos silentes. Chamán descomponedor de leyes y órbitas. Rara Avis. Fascinante. Ser teúrgico vomitado por los infiernos. Amurallado rostro pedregoso. Impávido soldado del ansia. Chillona puta crapulosa. Oh, William Burroughs has muerto y no sé qué decir. No quiero definirte. No quiero interpretar tu obra. No impostarle clichés a tus espaldas. Aunque pudiera no lo haría. Prefiero dejarme arrollar por tu oleaje. Prefiero pensar que la muerte era tu verdadera patria. Que al morir rompiste por fin la cáscara de este mundo. Para nacer en otro donde para existir hay que estar muerto.

Arribaste al planeta Tierra en San Luis Missouri hace 83 años. Tu abuelo inventó la máquina sumadora. Tu madre acabó sus días en el manicomio. A tu esposa le metiste una bala en la sien. Tu hijo murió alcoholizado en una calle de Florida. Te cortaste la punta de un dedo y se lo obsequiaste a tu psicoanalista. Libaste y te pinchaste las venas hasta la atrocidad. Supiste de los bajos fondos mexicanos y marroquíes. Fuiste a Chalma y te molestó la muchedumbre. Probaste Lecumberri. Los penes islámicos. Las terapias desintoxicadoras inglesas. La selva amazónica. Te enamoraste de Allen Ginsberg. De dos o tres gandules. Acabaste tus días amando a tus gatos. Te atragantaste de locura. Besaste los labios de la insania. La demencia acarició tus hombros. Le escupiste a la muerte en los dientes. Saliste ileso. Te gustaba meter las narices en aguas negras. Lamer tus vísceras. Chuparte los huesos. Esputarlos. Rescatarte justo antes del extravío. Te gustaba que el vértigo te encajara las uñas. Encharcara tus pasos. Pintarrajeara tu rostro de verde. Sólo estando sucio tenía sentido limpiarse. Te gustaba esmerilarte la piel. Cocer tu alma en altas temperaturas. Calcinarte el vientre. Vulcanizarte el aliento. Todo menos grisuras vitales. Todo menos estandartes incoloros. Querías a la vida. La querías tanto que te urgía deshacerla. Amabas tanto la armonía que te arrojaste al caos. Tanto el equilibrio que preferiste caerte. Nos quisiste William Burroughs. Nos quisiste. A los hombres. A la vida. Por eso le apretaste el cuello tan fuerte. Por eso le restregaste estiércol en el rostro. Qué mejor manera de celebrar la existencia, de saludarla, que arrancándole a pedazos el maquillaje.

Escribías como destajando una res. Te cuidaste de no repetir viejas letanías. En lugar de palabras pergeñaste símbolos. Crípticos. Tu lenguaje. Tus sospechas. Pero en el fondo tus maletas estaban vacías. Tus sonrisas disecadas. Quisiste significar nada. Te repugnaba el lenguaje apilado con simetría. Te hastiaba la paja verbosa. Las pasturas vocabulares. Naciste en el planeta No-Quiero. Me recuerdas a Utrillo. A Villon. Sólo que tu plumaje era más correoso. Olías a mariguana. A estupor. Sabías a heroína. A renuncia. Tu genio era voraginoso. Alejado de la calma. Qué loco estabas. Qué necesariamente loco. Qué espléndidamente loco. Espeluznante demente con el rabillo del ojo alerta. El sol brilla en tus encías. La luna en tu bragueta. Puto William Burroughs. Qué puto eras. Qué adicto a la putez. Qué inepto para cultivarla. Te volviste puto para estar en contra de lo que odiabas. Vomitaste en los manteles largos y almidonados de nuestra época. Te orinaste en sus recintos sagrados. Te cogiste a sus hijos sin consultarlos. Le faltaste el respeto a la pureza. Tanto que la redimiste de viejos conceptos. Sólo el lodo limpia. Algún día los marginados de la Tierra te beatificarán, Burroughs y los beats: cabrones abyectos corrosivos ácidos granujas malahadadas aves aviesas escurridizas grullas canturreándole al acaso. Al ocaso.

Tu obra no transcurre en el tiempo. Ningún reloj la rige. Su plataforma es el espacio. Cartógrafo del silencio por exceso de ruido giras tanto que desapareces, golpeas tan fuerte que acaricias, demueles a tal grado que construyes. Te supiste poseído por espíritus malignos. Un necio demonio anidaba en tu alma. Te encantaba alojarlo. Te gustaba amamantarlo. Expulsarlo te hubiera acarreado problemas. Nunca lo enfrentaste realmente. Preferiste tolerarlo. Abrirle las puertas. ¡Qué hubieras hecho sin él! Lo que menos deseabas: ser como tus enemigos, bajar la guardia, perdonarle al mundo sus bajezas, alzar los hombros al saber que la CIA promueve el narcotráfico. Tu demonio tomaba partido y tú lo obedecías. ¿En dónde terminaba él y empezabas tú? El hecho es que siempre lo aceptaste como algo más que un huésped. Sin él no hubieras funcionado. Alimentarlo con tus delirios fue la razón de tu vida. Y acusarlo. Tanto cedías a él como proclamabas aniquilarlo. Pero finalmente nunca lo abandonaste. Tu adicción no fue a la heroína. Fue a tu demonio. La heroína igual la dejabas. Al demonio no. Escribir te servía para ambas cosas. Para mantenerlo dentro de ti y para quejarte de su existencia. Pero las quejas no lo ahuyentaban. Al revés. Eran parte de su juego. ¿Qué será de tu demonio ahora que te ha dejado? ¿Realmente te dejó o partió contigo? ¿Estará buscando alguien nuevo a quien poseer o después de ti ya nada quiere? ¿Qué harás ahora? ¿Seguirás escribiendo mitologías supramodernas o te dedicarás a contemplar las cosas sin más? ¿Continuarás bebiendo vodka todos los días o te convertirás en el jefe máximo de la Cuarta Dimensión? ¡Mándanos una señal, Bill, una sola! ¡Dinos hacia dónde coños vamos todos! Y es que este mundo es tan absurdo que si no hay otro lo mejor será dejarse poseer por un demonio como el tuyo... Espero que nunca descanses en paz, Bill, y que la Muerte sea tan inimaginable como siempre lo deseaste. Salud.