Hace algunas semanas escribí en esta misma columna que una de las razones para volver a publicar Ajuste de Cuentas era la necesidad de volver a pensar en México, de repensar México.
La segunda razón es que el psicoanálisis puede ser repensado como un instrumento para volver a pensar en ``los mexicanos'', en nosotros mismos.
En un país en donde la gesticulación y los atavíos son tan importantes; en un país donde cada quien trae el ser-por-fuera, resulta particularmente urgente volver a pensar en el viejo y freudiano problema de la identidad: ¿quiénes somos?
Hijos de Santa Anna y La Malinche, la crisis de nuestra identidad es hoy, entre otras cosas, un enorme negocio en donde se nos promete ``encontrarnos a nosotros mismos'' o ``predecir el futuro''. Oscilamos hoy entre Raúl Velasco y Walter Mercado y ya no (si alguna vez lo hicimos) en Juan Rulfo y José Gorostiza, entre Octavio Paz y Xavier Villaurrutia.
Soluciones tan esotéricas como solipsistas --la proliferación de religiones extrañas y de sus variantes, respuestas místicas, e inmortalidad gimnástica, entre otras-- son hoy las respuestas que se ofrecen a la vieja pregunta ¿quiénes somos?
Una vertiente inagotable de respuestas falsas son las prácticas aparentemente psicoanalíticas y el silencio de los psicoanalistas en torno de todas esas técnicas para ``sobar'' el alma. Los psicoanalistas simplemente brillan por su ausencia, el psicoanálisis no se ha discutido seriamente desde hace muchos años.
Volvernos sobre nosotros mismos, reconciliarnos con los fantasmas de lo que quisiéramos ser, de lo que no somos, de lo que hemos creído creer que somos es, después de todo, la receta de los viejos toltecas que eran (según reza en las paredes del Museo de Antropología) unos sabios ``porque solían dialogar con su propio corazón''.