La Jornada 7 de julio de 1996

En la Tarahumara, muerte y silencio

Blanche Petrich, enviada /I, Sisoguichi, Chihuahua El indio Pascual Rodríguez Nevares puso candado a su cabaña en el fondo de la barranca de Recawata. Hacía tres días que se había acabado la última ración de pinole y su familia no había comido nada. Con su familia --cuatro niñitos-- trepó, cruzó el bosque y llegó a mediodía a Creel, la puerta de entrada a la Sierra.

Visitó a su comadre Margarita, una mestiza dueña de una posada. Ella los sentó a la mesa y los sació: arroz con leche, frijoles, tortilla, sopa, pollo con pipián. Una vez satisfecha el hambre se levantaron y salieron apesadumbrados, escabulléndose. Cumplían un compromiso con la comadre... atrás se quedaba, distraída primero y aterrada después, la pequeña Marta Magdalena, de cuatro años.


Pacientes tarahumaras en espera de consulta en el
Hospital San Carlos de Norogachi.
Foto: Víctor
Mendiola

``Al menos así come ella'', decía luego Pascual. La madre viajaba en silencio, con los niños que le quedan. Margarita prometió escuela para la niña. Pascual se repetía en el camino de regreso: ``Va a comer bien''.

En la posada, las mujeres de la casa se afanaron para bañar y despiojar a la pequeña fiera que se resistía con todas sus fuerza a su primera experiencia chabochiasí le dicen los tarahumaras a los blancos en la regadera. Magdalena no habla ni una palabra en español. En la posada sólo saben decirle teweca, tewequita, niña. Su vida de rarámuri se alejaba con los pasos de sus padres, que caminaban nuevamente rumbo a la barranca de Recawata.

Silencio en el Hospital de Santa Teresita

A mediados de junio el director del Hospital de Santa Teresita, en Creel, el padre jesuita Luis Verplanken, informó que en lo que va del año 15 niños murieron por desnutrición en ese centro. Y eso que aún no entra con todo su rigor el periodo más crítico del año por la falta de alimentos en la Sierra Tarahumara: el ciclo verano-otoño.

Dos semanas después de hacer pública esta información, en rueda de prensa en la capital estatal, Verplanken da un giro: cierra las puertas de su hospital a la prensa al menos a La Jornada y se niega a hablar con los periodistas. ``Evitar el manejo amarillista de la prensa'', la explicación.En Chihuahua, el director de Salubridad y Asistencia, Eduardo Rico, proporciona la información oficial: entre enero y abril de 1996 ocurrieron en la Sierra Tarahumara defunciones de 77 niños indígenas: 14 por ciento con segundo grado de desnutrición; 8 por ciento con desnutrición de tercer grado y el 86 restante por ``otras causas relacionadas''.

El año pasado, continúa Rico, de la delegación de la Secretaría de Salud (Ssa), la falta de alimentos en la región provocó la muerte por hambre de 215 niños.

Una ojeada más detallada a las estadísticas de la Ssa indica que lo que pasa ahora, por grave que parezca, no rebasa lo que entre los tarahumaras es una tasa normal de mortandad infantil. Si acaso, la curva ascendente de 1995-1996 se acerca a los niveles de mortandad que ocurrieron en 1990, cuando se reportó el deceso de 262 menores de cinco años en la sierra, el pico más agudo registrado en una década. Las cosas están mal, pero están así, o peor, desde hace mucho tiempo.

Crucita

Crucita Torres es la versión rarámuri de Pocahontas. Por lo menos son igual de bonitas y de ello da fe su doctor, Armando Loya, director del Hospital Privado Infantil en Chihuahua. Crucita tiene 14 años y es pura rarámuri. Se apena con toda la coquetería púber ante la cámara de Víctor Mendiola, aunque sea en una cama de dicho nosocomio.Este hospital recibió, en el primer semestre de 1996, 27 casos de niños tarahumaras desnutridos; cinco fallecieron. ``Este no es un problema de ahora: es ancestral'', dice el doctor Loya. Crucita, de Basíguachi, bien podría ser un símbolo de la enfermedad ancestral de los rarámuris. Llegó con tercer grado de desnutrición, hace varios años, y es hija de madre y padre tuberculosos. Ella padece tuberculosis Maldepor, que le afectó desde pequeña la columna vertebral, le deformó los huesos, la dejó inválida y le impidió, también, el control de esfínteres. Ha pasado 17 veces por el quirófano.

A muchos dirigentes indígenas les molesta que ``desde afuera'' se diga que los rarámuris se están muriendo de hambre. Los misioneros jesuitas que continúan en la sierra la obra del obispo José Llaguno comparten esa molestia.

En la localidad de Norogachi, Juan Gardea, líder natural y quien fue el primer presidente municipal seccional rarámuri electo en la historia, da su explicación sobre este problema: ``Hay necesidad, y de la necesidad deriva el hambre. Pero de que el rarámuri se muera es falso, porque el indígena es más solidario. Entre unos y otros se echan la mano''.

Javier Espino, paciente de pronóstico reservado

Otra es la opinión que se ha formado Jaime Zacarías durante los ocho meses que lleva de servicio en el Hospital San Carlos, en la misión jesuita en Norogachi: ``Todos los niños tarahumaras, o casi todos, padecen desnutrición en algún grado''. A este joven médico le tocó, en el periodo julio-diciembre del año pasado, la experiencia de perder a cuatro pacientitos.

Y ahora tiene a Javier Espino en la sala de cuidados intensivos. Lo recibió inconsciente. Tiene segundo grado de desnutrición, cuatro años y el tamaño de un niño de dos. Lo grave es el trauma encefalocraneano. Zacarías no se atreve a adelantar un diagnóstico sobre la sobrevivencia del niño. Con el oxígeno, el suero, otros tubos más y aún inconsciente, Javier llora débilmente. La enfermera sufre con él. Hay otro problema: síndrome de niño maltratado: viejos y nuevos moretones en el tórax, las piernas, los brazos. Cicatrices de uñas clavadas. El doctor dice que en la espalda es peor.

Javier fue abandonado por sus padres. Dos ancianos que se dijeron sus abuelos lo llevaron desde una ranchería en Ricúsachi al Hospital San Carlos ``porque se cayó''. En la tradición rarámuri no hay ni abandono ni maltrato a los niños, que son el eje del hogar y el inicio de la vida. Pero muchas veces se desintegra el tejido social y cultural de los indios... y esta es la consecuencia.

Al mediodía el doctor reporta convulsiones. Javier fluctúa entre la febrícula y la fiebre. No despierta. Tres horas después nos cruzamos, por el camino de brecha que lleva a Norogachi, con la ambulancia del Seguro Social de Guachochi. Dos días después el pequeño es trasladado en avioneta al Hospital General de Chihuaha. No había recuperado la conciencia.

Bomberazos, la política asistencial

En Sisoguichi, que fuera la antigua sede del obispado de José Llaguno, el párroco Javier Avila 21 años de acompañamiento a la pastoral en la región aporta su interpretación:``Los niños no se están muriendo de hambre ni tampoco es un problema de ahora. Es un problema de empobrecimiento de los tarahumaras que nos obliga, a todos, a cuestionarnos todo, hasta nuestra existencia misma''.

A partir de 1994 no es ``pura coincidencia'' con el levantamiento indígena en Chiapas las caravanas de ayuda a la Sierra Tarahumara se pusieron de moda. Participaron todos: entidades sociales, privadas, extranjeras y también del gobierno federal y estatal.

La instancia local creada en 1993, la Coordinación Estatal de la Tarahumara, elevó ese año su presupuesto a acciones asistenciales: de 13 millones 823 pesos que gastó en 1993, cuando echó a andar, pasó a 20 millones 712 pesos en 1994. En 1995 y para 1996 su presupuesto está en el rango de los 18 millones de pesos.

La Organización de Naciones Unidas (ONU); a través de su Programa Mundial de Alimentos, destinó parte de su proyecto mexicano a la región rarámuri con más de 900 toneladas de alimentos. El año pasado estalló en Chihuahua el escándalo en torno a esta ayuda: al menos un tercio de este embarque se quedó ``embodegado''.

Los empresarios chihuahenses muchos de los cuales fincaron sus fortunas con los minerales y bosques de los rarámuris crearon un fondo estatal en 1995, con la intención de canalizar a la región cerca de 15 millones de nuevos pesos. Están, además, la Fundación José Llaguno, que administra en Monterrey la familia del difunto obispo; el Programa Conjunto de Apoyo a la Tarahumara, en el que participan el Banco Nacional de México y el gobierno estatal, y varias agrupaciones más.

De bomberazos califica el jesuita Javier Avila a la filantropía quizá bien intencionada, esporádica y en ocasiones ineficaz: ``La asistencia y las donaciones de emergencia que se promueven año con año son bomberazos. Gastamos mucho en kilómetros de manguera para apagar el incendio; no nos detenemos a pensar por qué año con año se nos quema la casa. No se ataca la causa de los niños muertos de hambre''.