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Cultura

2022-08-26 06:00

El estante de lo insólito

Ilustración Manjarrez / @Flores Manjarrez
Ilustración Manjarrez / @Flores Manjarrez
Periódico La Jornada
viernes 26 de agosto de 2022 , p. 12a

“(…) Una historia antigua que ocurrió en las llanuras del norte de México, cuando la voz era educada a través de la violencia y la justicia tenía las formas del rencor.”

Texto del prólogo narrado por Arturo de Córdova

Dos niños cabalgan con su padre, Reynaldo del Hierro (Eduardo Noriega). El trío exhibe enorme contento de monta y gusto cantando el tema Dos palomas al volar. Pero la estampa alegre pronto igualará la desolación del entorno desértico cuando, desde una duna, un hombre venadea con rifle preciso a Reynaldo. El asesino es el pistolero Pascual Velasco (Emilio Indio Fernández). Así comienza un estupendo y clásico western del cine mexicano: Los hermanos Del Hierro (1961), obra cumbre del realizador Ismael Rodríguez, creador de numerosos títulos de gran éxito taquillero y estima popular. El gran “cineasta del pueblo” tomó distancia de la comedia ranchera o el drama urbano, para hacer lo que muchos consideran su mejor película.

Entender la muerte

En tierra agreste de impulsos inhóspitos, la viuda de Reynaldo (Columba Domínguez) inculca en los hijos un destino único: la venganza. Para eso contrata los servicios de un gatillero profesional (Ignacio López Tarso). Él enseña el arte de las armas a los hermanos, con un pequeño Martín atormentado por ser obligado a tomar el revólver. “¡¿Qué se sabe de Dios en estas tierras?!”, grita la mujer enfebrecida, ajustando hombros y mirada para decirlo de frente a la cámara, al espectador, cuando se defiende de los reclamos del pistolero a sueldo. La madre niega el modelo impuesto: no hay brazos extendidos para salvar del peligro a sus vástagos; al contrario, impone la ferocidad, la muerte del padre tiene que encontrar justicia. No hay plan de vida, porque para seguir respirando debe saber que el enemigo se ha ido también. Es contra natura empujar a los hijos a un destino mortal, pero ella sólo acoge odios.

Reynaldo (Antonio Aguilar) y Martín (Julio Alemán) ya son hombres y se presentan a la fiesta de pueblo en busca de novia, como alguna vez lo hizo su padre, lo que es visto en un flashback bien logrado (como todos en la estructura temporal del relato), cuando conoció a la mujer, ya con un hijo, al que rebautizaría con su propio nombre: “Fue más padre pa’ mí que pa’ éste. Hasta su nombre me puso”, espetará el hijo mayor. Entre la dulzura de los buenos momentos y la amargura de la pérdida, la viuda no pensaba en el asedio del crimen. “Te veías tan contento por última vez”, lo que refuerza la derrota moral y la afrenta de vida.

El gran guion del escritor Ricardo Garibay no aguarda para una tensión perenne de la venganza; eso no será el sustento de la historia, sino su resorte de lanzamiento. Se sabe que Pascual Velasco está cerca y el acelerado Martín se apresta para cumplir la única misión para la que fue preparado en la vida: matar al asesino de su padre. En escena de cantina en que casi pueden respirarse los olores etílicos y el asomo de las reyertas con pólvora, Reynaldo, negado a lo que su madre le inculcó, desarmado y con ansia de entender las razones, habla con el pistolero. Un aliado busca respaldar al veterano matón, pero, antes de que alguien pueda reaccionar, Martín vacía su revólver y los dos rivales quedan liquidados. Mientras un argumento base en el género del western coloca a los forasteros como quienes desestabilizan o se colocan el sombrero de héroe por un pueblo que apenas conocen, en el filme de Rodríguez esos tipos no asumen peleas ajenas de redención, sino son el sendero de la muerte.

Sin embargo, la muerte de quien se ha enseñado a odiar por toda una vida, no significa ningún alivio. El acto enciende los traumas, la ausencia, el vacío y la deshumanización de Martín. Pero la mala fama puede ser buena fortuna al aniquilar a un hombre que era temido. El general Pérez Trujano (Pedro Armendáriz) entiende la naturaleza asesina de Martín. Es el primero en dar el paso para hacerse de los “servicios” del joven Del Hierro. En realidad, los amenaza para que Martín asesine a Fidencio Cruz (Víctor Mendoza). El primer crimen por encargo de una cadena que se alterna con los que caen por el estallido interno, el ansia de seguir cobrando por lo que la vida debe y, particularmente, la canción que no cesa. “Dos palomas al volar dejaron su palomar en el olvido…”, reza el cántico como eje traumático (el tema es autoría de Jesús Gaytán) de la despedida del padre, y sentencia la vida de los hermanos que, como esas aves, no vuelven ni pueden hacer nido.

Ambos se enamoran de Jacinta Cárdenas (Patricia Conde), joven que ama a Reynaldo y termina siendo robada por Martín, lo que marca amenaza de muerte del terco Manuel Cárdenas (David Reynoso), hermano mayor de la chica, quien se obstina en alejarla de la “gente maleada”, pensando en un porvenir maravilloso que nunca llega, orillando a Jacinta a sentirse miserable, coqueteando para liberar su deseo. Los hermanos tienen pasajes particulares con ella: Martín admirándola en su cama, con el atrevimiento de tocar su mano, su hombro, con Reynaldo ayudando a la chica en la ordeña, como el encuentro erótico nunca consumado, la ilusión perdida para los dos.

El prestigio de Ismael Rodríguez y una fase de crisis en la producción del cine mexicano permiten desplegar a grandes figuras de nuestra pantalla en apariciones especiales como (además de los mencionados Armendáriz y Mendoza) Dolores Camarillo Fraustita, José Chávez Trowe, Pascual García Peña, José Elías Moreno, David Silva, Amanda del Llano, Pancho Córdova, Eleazar García Chelelo o Noé Murayama.

Las formas de la oscuridad

Luz contrapicada en momentos de drama al borde de que suene el plomo, con un viento que siempre avisa de malos humores y mantos de infortunio. Veloces paneos, giros de 180 grados, cambios de foco contra objetivos de armas, siluetas como sombras amenazantes en soberbio blanco y negro, que se impone a la muralla del set y se agiganta en las locaciones monumentales de valles y llanuras. Hay tomas cenitales que se cortan entre arrebatos ópticos de zooms, cortes múltiples (la edición es de Rafael Ceballos). La partitura, de Raúl Lavista, tiene lances que tocan los bordes del cine mexicano de horror, acompañando al viento que despeina, que hace tragar el polvo, que obliga a sujetar el sombrero, que ensucia la comida, golpea las maderas y, claramente, borra las huellas de todo, porque ningún personaje puede trascender en territorio de la muerte, donde la aridez pasa de las grietas y la carencia de raíces, a la gente como silueta, ente fantasmagórico, gatillero que deambula o La Muerte que colecta los caídos que le tocan. La alegría es breve, la sonrisa, el posible amor, la fraternidad genuina son como la sequedad, la fiesta interrumpida siempre, o esos bailes “calabaceados”, en los que apenas se gira unos pasos con la dama, cuando hay que ceder al caballero que sigue. Sólo permanecen los rencores, la sed de sangre y, por supuesto, las culpas. Cuando el destino de los hermanos llama a la sangre, la viuda busca detener al mayor: “¿Quién me va a perdonar si a ti también te matan?”

La continuidad del relato

Ricardo Garibay decidió que el guion y la película, con sus méritos, su reconocimiento y su éxito, necesitaban más, así que escribió Par de reyes, novela que profundiza en la historia (inspirada en hechos reales, según su testimonio), extiende el asomo sicológico de los traumas y las instantáneas de la muerte como único cauce existencial de los Del Hierro. Esa espesura mental fue cruce auténtico del actor Julio Alemán, a quien Ismael no veía en el papel y ni siquiera había sido invitado al casting. Julio intentó, habló con ejecutivos y terminó presentándose sin estar en la lista de pruebas. Con guion aprendido, planteó la naturaleza sicológica de todos los personajes. Se quedó con el personaje y uno de sus mejores trabajos en el cine. Uno de sus vástagos se llamó Martín porque, decía Alemán, “ese papel me costó un hijo”.

La revolución del western

Ismael ganó enormemente en la realización de Los hermanos Del Hierro, que a nivel internacional se consideró un western revolucionario. Como siempre, hubo críticos que se expresaron de su película como una obra “de éxito relativo”, o que atacaron sus preciosismos y excesos técnicos, del mismo modo en que alababan los mismos conceptos de cineastas de otros lares. La realidad es que la película sigue siendo motivo de admiración y análisis. Formación de hijos y llanura de duelos son cosas que siguen marcando como canción de cuna.

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