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Un recuerdo de Carlos Fuentes
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ecordar los triunfos de Carlos Fuentes siempre es para la comunidad literaria un gusto enorme. En los años 50, Fuentes sobrevoló entre las nubes del cielo mexicano y estalló entre ellas como un fuego de artificio, y todas las luces cayeron sobre nuestra cabeza. Bajo ese cielo, en los salones populares a los que acudíamos gracias a Margo Su y a Iván Restrepo, Pérez Prado nos hacía bailar y Fuentes cantaba en el Salón México: Yo soy el icuiricui, yo soy el macalacachimba, y a las primeras de cambio, gracias al icuiricui, se convirtió en el gran novelista que apabulla a los jóvenes de hoy.

En su corazón, que latía a mil por hora, se grababan voces y acontecimientos que otros pasaban por alto. En las reuniones del cineasta yucateco Manolo Barbachano, Fuentes sobresalía por su pasión por las horchatas y los papadzules yucatecos. Fue Carlos quien le puso a la Ciudad de México Kafkahuamilpa. Caminaba por la calle de Madero como si fuera a recibir un premio en el Zócalo.

Su admiración por Buñuel y por Octavio Paz resultó contagiosa; su amistad con Fernando Benítez y su indignación superó fuegos y tragedias; y lo llevó a actos de solidaridad como el de acompañar a la familia de Rubén Jaramillo, asesinado el 23 de mayo de 1962; en Morelos. Su pasión por México y por lo que sería su propia obra lo convirtió en un volcán humano. Carlos Fuentes hacía juego con el Popocatépetl y la Iztaccíhuatl, vivía en una región tan fogosa como las páginas de su primera novela, La región más transparente, que muy pronto atravesó océanos y nos animó a todos.

En nuestras reuniones, Fuentes imitaba a los demás y habría sido un gran caricaturista, pero su talento lo hizo abarcar un campo más amplio, el de la literatura. Su erudición y su crítica nos dieron una idea más generosa de nosotros mismos. Quienes colaboramos en México en la Cultura respiramos un gran viento de libertad a través de las pasiones de Carlos Fuentes, quien supo muy pronto cuál sería su vocación y se lanzó cuando otros esperaban la aparición de la musa. Fuentes abrió la puerta a lo que sucedía tras la cortina de nopal (como la llamó José Luis Cuevas), y del brazo de Octavio Paz nos situó en el globo terráqueo que hizo girar al lado de Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, el único que sobrevive.

Un escritor que tiene como antepasados a dos volcanes es un creador, un árbol de sorpresas, un volador capaz de lanzarse al vacío mientras en lo alto el flautista lanza notas que acompañan a los que extienden sus alas y al llegar al piso abrazan a todos. Flauta y tambor fueron los instrumentos musicales que Fuentes tocó mientras advertía a la gran orquesta de la literatura mexicana: ¡México, ahí te voy!, y sin más se unió a los voladores.

Al vacío, Fuentes lo llenó con sus letras. Nos conocimos en los cincuentas. En esos años, los embajadores de Inglaterra, Francia y Estados Unidos cortejaban a la juventud dorada. En sus fiestas se bailaba La bamba, La raspa y hasta la conga con la misma sabrosura que la de Carmen Miranda con una piña en la cabeza: ticotico sí, ticotico no. Nuestro relajo tenía mucho de recreo escolar. Los jóvenes nos veíamos en casa de Carito Amor y Raoul Fournier, y con esa pareja excepcional jugábamos adivinanzas frente al único mural que Tamayo pintó en una casa particular. Fuentes era el más dispuesto a salir de sí mismo, a jugársela y a reconocer a los demás, porque no cabía de gusto por los regalos que incendiaban su propio talento.

En los años 40, al pueblo de San Jerónimo Lídice le llegó de pronto una gigantesca ola de cultura, porque la Universidad Nacional Autónoma de México se mudó al sur. Un mundo de investigadores, maestros y estudiantes viajó de las colonias Roma y Juárez a ese inmenso desierto llamado el sur, al que algunos íbamos de día de campo. El sur era considerado una huerta de tejocotes. Enrique del Moral, Mario Pani y Teodoro González de León levantaron edificios excepcionales, y Juan O’Gorman trajo las miles de piedras de colores que cubren los muros de la Biblioteca Central. El Estadio Olímpico nos hizo felices tanto por la belleza de sus líneas como porque los Pumas y los Pumitas metían gol, y ese grito de ¡gol! también lo dio Carlos Fuentes, quien ya había canjeado la abogacía por una de las escrituras más briosas y fragantes del continente. A Fuentes, ningún sol derritió sus laderas, ninguna cortinita de nopal impidió que atravesara océanos, ninguna crítica logró detener su camino ascendente.

El astrónomo Guillermo Haro lo invitó a escribir en el observatorio de Tonantzintla, que en Puebla se yergue en una pequeña loma a un lado del cielo barroco de la iglesia de Santa María Tonantzintla, y ahí, bajo esos dos cielos –uno creado por manos indígenas y otro para ojos científicos– nació Cambio de piel, en 1967. Visitamos juntos la pirámide de Cholula y entramos en sus túneles. Fuentes ya había descubierto que viviría en la punta de la pirámide. Ya La región más transparente había atravesado el océano. Fernando Benítez fue el primero en subir a bordo: “Hermanito, eres un genio; hermanito, nadie como tú; hermanito, tuyo es el gran valle de México en la Cultura”. En 1954, Los días enmascarados habían zarpado porque como cantaba el propio Fuentes, en el mar, la vida es más sabrosa; en el mar se vive mucho más.

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▲ Elena Poniatowska, durante un homenaje a Carlos Fuentes realizado en enero de 2000.Foto archivo La Jornada

Veracruz y Fuentes tenían todo en común. Muy joven, el novelista se hizo dueño de una disciplina parecida a la del seminarista de Stendhal en El rojo y el negro. Escribir con un solo dedo, desvelarse y desmañanarse frente a la página en blanco, alimentarse poco, entusiasmarse y vivir al rojo vivo dio resultados inesperados que mucho tienen que ver con la tinta negra del cielo de Tonantzintla y su profusión de luces. Fuentes no sólo observó el cielo, sino la vida de quienes habitan viviendas casi vacías. Trescientas sesenta y cinco iglesias y capillas, cuyos campanarios resuenan con tristeza, le dieron su bendición. Fuentes se sentó a escribir frente a un áspero escritorio de esos que duran una eternidad y ante un ventanal miró día tras día a la Iztaccíhuatl y al Popocatépetl.

En Tonantzintla, las tortillas provenían de un maíz caído del cielo, porque eran azules. Los volcanes custodiaban al joven novelista, y cuando la actriz Rita Macedo los vio por primera vez, nos sorprendió al exclamar: Mira, Fuentes, igualito al telón de Bellas Artes. Día tras día, mes tras mes, año tras año, Fuentes alimentó su vocación de carbón ardiente, su agilidad de flecha al sol; la energía de La región más transparente, publicada en 1958, cruzó otros cielos. William Styron, Susan Sontag, Juan Goytisolo, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y todas las editoriales saludaron su aparición en el cielo o en el infierno de la literatura universal, como antes lo había abrazado su gran interlocutor Gabriel García Márquez. Nosotros, los primerizos, sabíamos de Martín Luis Guzmán y de Nelly Campobello, pero muy poco del México surgido a raíz de la Revolución, el de Federico Robles, quien la transformó en su cuenta bancaria. México saludó a Carlos Fuentes, quien a su vez, desprendido y admirativo, enérgico (tres de sus grandes cualidades), recibió a Octavio Paz cuando Octavio, tercer secretario de la embajada de México en Francia, regresó en 1954. Fuentes le ofreció una fiesta memorable, sobre todo para mí, porque apenas empezaba a colaborar en Excélsior.

En una reunión de esas que inmortalizan los reporteros en las páginas de Sociales, don Rafael Fuentes me comentó: Antes era yo el señor embajador; ahora soy el papá de Carlos Fuentes. Aquí mismo quisiera dejar constancia de lo mucho que Fuentes amó a su padre, así como años más tarde, Cecilia, su hija, habría de amar a su abuela, Berta Macías de Fuentes.

A raíz del triunfo de La región más transparente, críticos y admiradores siguieron la vocación de un autor de tiempo completo. Su talento lo lanzó a la gran literatura de nuestro planeta. Su presencia fue requerida en universidades de los cinco continentes. Su escritura abrió una puerta a un interés inédito por México y su literatura.

En México, la adoración se afila con cuchillos de carnicero. Imposible entregarse a la propia obra sin pasar por el altar de los sacrificios, imposible mantenerse ileso entre el amor y el odio, pasiones tan diversas como las siete plagas.

En los años 50, a pesar del miedo al rechazo, muchas Rosarios Castellanos, Elenas Garro, Guadalupes Dueñas, Josefinas Vicens, Alines Pettersons se lanzaron, pero todavía hoy nadie sabe dónde está enterrada Nelly Campobello, la única autora de la Revolución Mexicana. A Pita Amor, la Liga de la Decencia la regañó diciéndole que no se podía recitar a San Juan de Dios con un escote hasta el ombligo. Más tarde, la Diana Cazadora habría de abrazar con su desnudez la glorieta del Paseo de la Reforma, y los mirones, felices, festejamos la libertad de sus senos y sus brazos abiertos. Jesusa Palancares, Lupe Marín, Tina Modotti, Leonora Carrington, Remedios Varo, María Félix, Dolores del Río, muchas María Candelaria, muchas Toña Machetes, invadieron mis letras entregadas a la editorial Era.

Mis tres hijos y yo reflejamos lo que el estrellero Guillermo Haro quiso enseñarnos en el cielo, primero en el de Tonant-zintla y luego en el de San Pedro Mártir, en California. Curiosamente, una sierra llamada La Elenita se reúne en lo alto con el Pico del Diablo, y desde lo alto del Pico del Diablo se ven dos mares, el de Cortés y el océano Pacífico.

Guillermo Haro nos enseñó a amar con veneración los frutos, las estrellas y los volcanes de México. Devolver algo de lo mucho que hemos recibido es un gusto enorme. Habría yo deseado abrazar a Jesús Sánchez García, quien me abrió las rejas del Palacio Negro de Lecumberri, la cárcel preventiva de la Ciudad de México de la que saqué un sinfín de relatos que se volvieron también una guía de vida. Hablar en 1959 con los ferrocarrileros presos, y en 1968 con los estudiantes encarcelados, me permitió escuchar también no sólo a los jóvenes presos, sino a obreros, así como años más tarde oí en la cárcel la voz del carpintero Alberto Lumbreras y la del líder oaxaqueño Demetrio Vallejo, que era tan adictiva como la de Juan Gabriel.