iempre hay algo de gozo, de alegría intensa en una ida familiar al barrio-mercado de Tepito, con todas sus consecuencias. Lo que uno compra, lo que inunda los ojos con mercaderías y alimentos en un laberinto de corredores que fueron calles (dicen que por las noches vuelven a serlo por unas horas, muertas). La pista sonora, densa y abundante, retumba a voces y música distorsionada. Gritos de vendedores ambulantes. Televisiones encendidas que nadie mira. Destacan los ocasionales rincones todavía más ensordecedores de las cervecerías, éstas sí de barrio, las chelerías
que atraen sedientos con estruendosos reguetones y sonidos tan apabullantes que dan taquicardia.
En fines de semana son de lo más concurrido, pero hoy debe ser miércoles o algo así. Un puesto más. A un metro de banqueta de un local que expende mochilas y equipo militar pirata, y flanqueado por una orgía de calcetas y calcetines multicolores a la derecha; a la izquierda, uno de los incontables puestos de celulares y aditamentos para la tecnología de bolsillo.
Cuatro o cinco mesas, un equipo casero de sonido, un anaquel con botellas de ginebra Oso Negro, vodka, mezcal, tequila y ron blanco. Una de cada bebida. La música es menos estridente que en las demás chelerías. Se puede platicar. La mujer que atiende lo hace de muy buena gana. Entrada en sus 30, sirve lo que ofrece el menú impreso en una manta sobre nuestras cabezas: micheladas, cheladas, ojo rojo, cubana, cerillos (con ajonjolí), gomichela (gomitas, osos panda, viboritas), frutichela, mezcalchela, chelada blue, bomba, pitochela.
Ocupa la mesa de al lado una pareja joven, hace no mucho adolescente. Él, robusto, casi gordo, grandote, sonriente, con gorra de beisbol y dragones tatuados en los brazos. Ella menuda, arreglada, linda, vestida de colores vivos, en la camiseta un dinosaurio de cómic, sostiene a un niño de brazos a medias cubierto con una cobija aterciopelada verde y amarilla con figuras de jirafas.
La están pasando muy a gusto. Suenan cumbias, reguetones, rancheras, banda. Se las saben todas. Ella canturrea una: De los besos que te di /no sé cuáles echo más de menos / los inocentes o los que llevan veneno
. Luce su cuerpo con entusiasmo ingenuo. Distraídamente canta: Estoy seguro / que en las noches me recuerdas / y los labios te muerdes
.
De quién sabe dónde salen las cervezas. Bueno, sí, salen de una bodeguita en la vecindad adjunta. Con naturalidad, la joven madre ordena una pitochela, y la mujer que atiende prepara y sirve una bebida que, como su nombre indica, se sirve en un envase con forma de miembro masculino y testículos transparentes, rebosante de cerveza y algo más que sólo limón y sal. La punta (un glande bien definido) está cubierta de chamoy, semillas de ajonjolí y gomitas verdes; por lo que sería la uretra sale el popote como sonda urinaria. ¿Qué onda?
A ofrecimiento de su madre, que acaba de sorber un par de tragos por el popote, la criatura lame el glande agridulce del pito plástico. ¿Debería parecernos perturbador ese uso de su lengüita? El padre hace llamadas ocasionales y discute medidas y costos. Comparte la pitochela familiar. Ríe apaciblemente. A manera de conversación cada uno se concentra en su celular sin dejarse de prestar atención. Una suerte de romántica rutina moderna.
En otra mesa, un par de jubilados beben de la botella sendas Victorias sin ingredientes adicionales. Casi imperceptiblemente entra al puesto un hombre sin rasgos particulares, un auténtico cualquiera. A la mujer que atiende se le borra la sonrisa. El hombre se le aproxima y dice algo. Ella, demudada pero no sorprendida, asiente con docilidad. Va al rincón que hace de mostrador y de un bote junto a la ginebra Oso Negro extrae unos billetes, la ganancia de la jornada. Entrega la mayor parte al hombre, que de sólo estar corta el aire, se sigue al puesto de calcetines y repite la operación.
Para la mujer se acabó la alegría. Más triste que enojada, no logra quitar de su expresión el saque de onda. Los clientes apenas si se percatan. Casi se me escapa el incidente. Me lo reveló mi compañera, ducha en estos laberintos de hervor comercial proletario.
Ya ven que los comerciantes que no cubren la cuota para las mafias son a los que luego les queman la casa, les pegan un tiro desde una motocicleta o aparecen tirados en el Bordo de Xochiaca. Luego que pasan por aquí motos peligrosamente rápidas entre la gente que se les abre. Obligan a recordar que, pese a las apariencias, estamos en medio de la calle y no en un corredor de mercado. Y que esta calle tiene dueño.