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Grecia: Occidente, exhibido
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legó ayer a su fin el régimen de vigilancia reforzada impuesto a Grecia por la Comisión Europea para verificar que Atenas continuara implementando las reformas y las privatizaciones a las que se le obligó, a cambio de tres planes de rescate por 289 mil millones de euros desplegados entre 2010 y 2018. El término de este periodo de excepción significa que el gobierno griego contará con un mayor margen de maniobra para disponer de su presupuesto, pero el país heleno seguirá bajo supervisión de sus acreedores durante otras dos generaciones, pues los últimos préstamos, otorgados bajo condiciones, vencen en 2070.

La aplicación de las medidas dictadas a lo largo de estos 12 años por la troika conformada por la Comisión, el Banco Central Europeo (BCE) y el Fondo Monetario Internacional (FMI) supuso la pérdida de una cuarta parte del producto interno bruto (PIB) griego, tasas de desempleo de hasta 28 por ciento, recortes de sueldos y pensiones, abandono de la administración pública y de derechos humanos, como la salud y la educación, traspasos masivos de bienes públicos a manos privadas, establecimiento de impuestos regresivos y, en suma, un castigo cruel que empobreció a las mayorías. Junto con todas las calamidades económicas, la intervención de la troika significó una anulación fáctica de la soberanía y la democracia griegas y la toma de control de toda una nación por los grandes capitales y las instancias multilaterales que fungen como su brazo ejecutor. No se trata de retórica: en este lapso, Grecia fue sometida a un sistema que no puede calificarse sino de colonial, pues se le prohibió votar reformas sin la previa aprobación de los acreedores, y debió ceder activos estatales a un fondo de cobertura fuera del control gubernamental.

Para colmo, nada de lo que se presentó como rescate de la economía griega fue tal, sino una mal disimulada operación para inyectar capital a bancos privados mediante el saqueo contra Grecia. Incluso un personaje de credenciales neoliberales tan incuestionables como el ex presidente estadunidense Barack Obama expresó en sus memorias haberse dado cuenta de que Angela Merkel y Nicolas Sarkozy, entonces respectivamente canciller y presidente,rara vez mencionaban que los bancos alemanes o franceses eran algunos de los mayores prestamistas de Grecia, o que buena parte de la deuda acumulada por ésta se había producido por la compra de exportaciones alemanas o francesas. Es decir, que las dos mayores economías de la eurozona primero se beneficiaron de las exportaciones financiadas con el endeudamiento griego, y luego lucraron aplicando tasas de interés estratosféricas a una deuda que el propio FMI llegó a reconocer como impagable.

Los resultados están a la vista: tras un inconmensurable sufrimiento humano, Grecia aún detenta uno de los cinco mayores débitos del mundo en relación con su PIB, y mantiene una tasa de desempleo de 12.3 por ciento, que no sólo es una de las más altas del continente, sino que se encuentra maquillada por el éxodo de jóvenes con preparación profesional.

Por último, no debe olvidarse que en 2015 el pueblo griego votó en referéndum por rechazar las condiciones de la troika y encarar las consecuencias de un default (cesación de pagos), pero la ex canciller Merkel y la Comisión presionaron a las autoridades helenas hasta obligarlas a aceptar un plan ruinoso para el país. En este sentido, la historia de esta nación balcánica debe servir de ejemplo y denuncia de la nula importancia que la democracia tiene para los líderes occidentales cuando se trata de decidir entre el respeto a la voluntad popular o la defensa de los grandes capitales.