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Del affaire Calderón
L

os reveses que ha sufrido Felipe Calderón en los últimos años se anticiparon cuando estrenó su chamarra militar. Sólo él no supo advertir el tóxico efecto político y mediático que tendría su alarde supuestamente de paladín valiente, fuerte y sagaz. Miles de caricaturas proyectaron un ser menor, inconsciente, ajeno a su entorno, sin autoestima e impotente. Fue su Waterloo entre los caricaturistas.

De sus cinco secretarios de Gobernación, los de Defensa y Marina, sus tres procuradores, todos integrantes pasivos de su gabinete de Seguridad Nacional cuando lo vieron empinarse en su guerra contra el narco, nadie objetó nada. Todos aplaudieron. Fue una muestra de su liderazgo de cartón. Nadie contradecía tanta ingenuidad, ¿para qué?

Así, pasmados, pero callados, vieron surgir a Mr. Hyde en García Luna. Lo vieron hipertrofiarse, aceptaron sus agravios, sus públicas ofensas personales, sobre todo el procurador de Justicia de la República. Vieron su pausado dominio de la voluntad presidencial y se sumieron. De eso y ante la pequeñez presidencial callaron, como ahora se mantienen mudos.

En ese mismo tiempo el simple crimen, organizado y no, se disparaba convirtiéndose en violencia oficial, criminal y social, tríptico que 12 años después sigue creciendo. En ese clima de ausentismo presidencial, de asesores calmos y un ambicioso desatado, bien pudieron haberse dado los hechos que oscuramente plantea la embajadora Jacobson, sobre los que, respetando la presunción de inocencia, habrá que esperar la sentencia del tribunal que lo juzga en EU, ya que en México ninguna justicia lo ha requerido.

En cualquier caso, García Luna es un producto del sistema siniestro que por décadas en ciertos espacios nos caracterizó: buen estudiante, aprendiz voraz, fantasioso natural, hábil comunicador, de lenguaje y gestos convincentes. Con ese equipaje pudo saltar de policía federal al despacho presidencial. La mesa estaba servida, no obligadamente para lo que la embajadora apunta, perosí para cualesquiera descalabros en el nivel presidencial.

Otra parte interesante del decir de la embajadora es cómo hace público lo que debiera ser claro para ciertos opinadores: los servicios de inteligencia política o criminal, CIA, FBI, DEA, ATF y otras de EU y de cualquier país que los opere, lo hacen normalmente en linderos de la legalidad, del respeto a los gobiernos de países anfitriones que fueran sus supuestos aliados. Su credo es: si hay que violar algo, se viola. No se les puede suponer una actitud distinta. Es su tarea: los reclutan, forman, pagan y honran por ello.

Recuérdese el caso del secuestro del doctor Álvarez Machaín efectuado por policías estadunidenses en 1990 en Guadalajara. Fue sentenciado por cortes de aquel país y, ante el reclamo oficial del gobierno mexicano, exigiendo la entrega de los secuestradores, requerimiento sustentado en el Tratado de Extradición vigente, la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos, en junio de 1992, resolvió que el secuestro había sido un acto legal y cerró el caso.

Recuérdese que los servicios policiales de aquel país, a nada, a nadie deben nada, salvo al interés del propio y esto por encima de la ley y el interés del ajeno. De ello podemos inconformarnos, pero no nos sorprendamos.

Es sustentable pensar que García Luna, como numerosos funcionarios mexicanos, teóricos defensores de la ley, haya delinquido de mil maneras. Es totalmente defendible decir que los servicios estadunidenses nada quisieron ver y menos denunciar mientras de ello se servían.

Alientan la corrupción ajena en la medida de sus intereses y la denuncian en ese mismo sentido. No les conviene enterarse de lo que ellos mismos provocan y que revelan cuando les acomoda, siempre contra el interés mexicano.

De todo este espeso caldo es posible derivar que el presidente Calderón y varios integrantes de su equipo, los secretarios de Gobernación, Defensa, Marina y el procurador general de la República sí sabían que algo inocultable olía mal en el sistema. La operación encubierta Rápido y furioso de Estados Unidos existió, luego si García Luna lo aceptó, sin sancionarlo Calderón, malo, o si el presidente lo supo y aprobó, peor.

Para salvar intereses privados, en 1998 Ernesto Zedillo disimuló la Operación Casa Blanca de lavado de dinero de igual origen. Si se desea investigar, han habido otras operaciones con armas, droga o dinero que también fueron permitidas por el gobierno.

Es sustentable decir que miembros del gabinete sabían de las irregularidades que funcionarios cometían, o no las querían saber, que es cosa distinta y también bastante frecuente entre las sucias prácticas políticas. En ese ambiente es pecado de inocencia creer que no pasa nada, que priva la virginidad. Hay que vigilar cada paso, mas no siempre se desea hacer.

Considerando el caso distinto, en el increíble hecho de que nada supieran, que nada sospecharan, que nada vigilaran, tal vez la conclusión fuera peor: qué nivel de estulticia presidencial e irresponsabilidad de colaboradores caracterizó a aquel gobierno. Como fuera, Calderón lo tiene merecido.