iempre he sido bastante inútil. Soy de esos que abren el cofre cuando se descompone el auto para mirar adentro, como si en realidad supiera distinguir el carburador del alternador. Y mientras me hago güey, me entrego todo a la esperanza de que alguien pase por ahí, alguien que entienda el cablerío ese y sepa arrancar de nuevo el coche. De hecho, la única receta que entiendo para arreglar cualquier aparato descompuesto es apagarlo y luego volverlo a encender. O sea, el famoso reset.
Me pregunto si un día no terminaremos por reconocer que todo esto de la pandemia no ha sido sino una intervención divina, orientada justamente a ponerle un reset al mundo. En una de esas, estoy más hecho en imitación a la imagen de divina de lo que yo he querido creer, y resulta que Dios tampoco entiende nada de mecánica, ni tiene idea de cómo arreglar un mundo tan complicado como el nuestro. Puede que Dios tampoco sepa distinguir entre una refinería y un molino de viento, y que se haya desesperado por no saber cómo enderezar nuestra sociedad, que claramente está descompuesta, y que por eso ideó la pandemia como una forma de ponerle el reset a todo esto.
¿Acaso el precio del petróleo en números negativos no significa de hecho que la economía se está extinguiendo? Si están regalando petróleo, eso significa que no se está consumiendo esa energía, y si no se está consumiendo, es porque todo está parado. Se apagó la economía, pues. ¡Estémonos en casa otro poco más y pintemos una marca roja en el dintel de nuestras puertas, para que el ángel de la muerte no visite nuestros hogares! ¡No salgamos de los refugios, sino en el instante en que algún enviado de Dios nos sepa conducir hacia la Tierra Prometida!
Está difícil narrar lo que sucede. Encontrarle algún orden. El contrapunto entre la quietud del encierro y el estruendo de todo lo que se cae alrededor es exagerado. Las imágenes de animales salvajes paseándose por nuestras ciudades –coyotes paseándose por las calles de San Francisco, delfines jugando en los canales de Venecia–, los cielos azules en la megalópolis, la hora del café y la hora del vino, la paz doméstica... Todo eso contrasta con nuestros temores: con el resquejabramiento de nuestras instituciones más sólidas.
Las grandes tiendas departamentales estadunidenses, por ejemplo, fueron un símbolo del progreso y la modernidad a lo largo del siglo XX; hoy están al borde de la extinción. Cierto que algunas de éllas, como JC Penney, Sears o Barneys, ya estaban quebrando aun antes de la pandemia, pero hoy no hay una sola tienda departamental que no se sienta ante un futuro incierto. Y así, varias otras instituciones robustas. Aerolíneas nacionales, compañías petroleras, cadenas hoteleras... Las grandes universidades europeas y estadunidenses están volviendo a pensar sus economías por la reducción en los números de estudiantes extranjeros –especialmente chinos– que estarán viajando menos ante la pandemia.
En Nueva York nadie está seguro de cómo va a ser todo cuando la ciudad despierte de este letargo. ¿Existirán todavía los bares y los restaurantes históricos? Volverá la actividad frenética a los teatros de Broadway? ¿La gente va a seguir usando aquel espacio democrático y transclasista que ha sido desde siempre el Metro?
El enconchamiento de la ciudad de Nueva York me recuerda un cuento muy famoso de uno de sus primeros autores, Washington Irving, donde el protagonista, Rip van Winkle, toma un brebaje que lo duerme durante 20 años. Cuando Rip despierta, descubre que Nueva York ya no forma parte del imperio británico. Que ha habido una independencia, y el mundo ya es otro. Así van a estar los neoyorquinos cuando salgan de su encierro, asombrados por un lugar que ahora desconocen, como extranjeros en su propia ciudad.
En México, el imaginario económico de la 4T está haciendo agua: la caída en picada del turismo, la bajada de las remesas, la crisis de la industria automotriz y el derrumbe de los precios petroleros hacen que las cuentas del gobierno, que eran de suyo optimistas, ya nomás no cuadren. El Presidente trata de animar a la población declarando que todo se va a arreglar con todavía más austeridad y todavía menos corrupción, pero no hay ningún cálculo real que se base en números concretos... Y si el gobierno no puede recaudar dineros suficientes para realizar sus metas básicas, no habrá austeridad que alcance, ni honradez que valga.
Por eso, yo tengo mis esperanzas puestas en la magia del reset, que es la única que conozco para casos complicados –en una de esas, cuando todos salgamos de nuestras madrigueras, y los negocios puedan abrir de nuevo, conseguiremos acomodarnos mejor y funcionar por fin como Dios manda.