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Mar de historias

No me dejes

T

e juro que la idea no fue mía sino de Andrés. No por eso me siento menos culpable. Ven, déjame abrazarte. Necesito sentirme muy cerca de ti para suplicarte que me perdones por los malos días que te hice pasar. En mi descargo, confieso que durante el tiempo que estuviste lejos sufrí tanto como tú. No podría resistir otra separación. Antes que padecerla prefiero que nos vayamos a otra parte, aunque sea más pequeña y modesta.

Me parece extraordinaria la forma en que te encontré. Si no hubiera atravesado por el jardín y si no se me hubiera abierto la bolsa no te habría visto debajo de una banca cuando me arrodillé y me puse a recoger las monedas que habían rodado por todas partes, como si se tratara del bolo que lanzaban los padrinos de un bebé el día de su bautizo.

En el tuyo –si es que puedo considerar bautizo al hecho de haberte puesto nombre– no hubo ceremonia alguna. Fue un arranque de inspiración el que me aconsejó llamarte Blanca. Eso fue todo. Para siempre, mientras estés a mi lado, serás Blanca, Blanquita, Bla-Bla cuando te escondas y te llame a comer o para que me devuelvas lo robado.

II

El día que te llevé al albergue tu nombre fue lo primero que me preguntaron. La empleada, después de registrarlo en la computadora, me dijo que pedir ese dato no era más que un trámite porque de seguro tu nuevo amo te llamaría de otra manera. Luego quiso saber –por simple curiosidad, dijo– qué razones había tenido para llevarte allí. Le conté que el dueño del edificio, el actuario Márquez, prohibía estrictamente que tuviéramos animales en los departamentos. De no acatar esa disposición nos aconsejaba mudarnos.

Andrés me lo informó el mismo día que en el trabajo me dijeron que este año no habría aumento de sueldo ni más horas extras. Sin esa ayuda me quedaba con un pie en el aire pero con los gastos de siempre y los extras que nunca faltan.

En la nochecita Andrés regresó para preguntarme qué iba a hacer contigo, mi Blanquita, porque el nuevo dueño del edificio... Tuve una idea: ir a ver al actuario para convencerlo de que me permitiera quedarme contigo, aunque fuera bajo la (cruel) promesa de no dejarte salir al corredor. Andrés me dijo que iba a ser inútil y mejor pensara en otra alternativa. Creí que me sugería echarte a la calle pero él me aclaró que sólo estaba considerando la posibilidad de que te llevara a un albergue. Allí, como eres tan bonita, no faltaría quien quisiera adoptarte en buenas condiciones.

Enseguida te imaginé libre, saltando en una casa espaciosa y llena de luz, haciéndole compañía a personas que dispusieran de más tiempo libre que yo para jugar contigo y sacarte de paseo. La eventualidad de que tuvieras una condición mejor me dio fuerzas para llevarte al albergue.

III

Quiero ser sincera contigo: cuando decidí seguir el consejo de Andrés tuve que encontrarle un lado bueno a nuestra separación. A partir de que ya no estuvieras conmigo tendría el departamento ordenado, sin tropezar a toda hora con el reguero de toallas, medias, trapos de cocina desgarrados por ti. De esas pillerías no hablé en el albergue, te lo juro. Quise dejarte con la mejor reputación para que lo más pronto posible disfrutaras de un nuevo domicilio.

Cuando me despedí escuché tu chillido, el mismo que oía cuando por la mañana me iba al trabajo. Yo interpretaba tu expresión desgarradora como una súplica –No me dejes– y se me salían las lágrimas. Una vez que se lo conté a Lourdes, mi compañera en la mesa de embobinado, ella dijo que sólo una tonta como yo podía sufrir de esa forma por un ser como tú.

Después de dejarte en el albergue quise convencerme de que tu ausencia podía tener otra ventaja para mí: recuperar mi libertad. Para ejercerla de inmediato entré en un café. Pedí un mil hojas y un capuchino y me quedé allí un buen rato, sin urgencia de regresar a la casa para verte y asegurarme de que estabas bien y habías comido.

IV

Esa noche, cuando entré en el departamento y no saliste a recibirme dando vueltas como loca, olfateándome, tirándote al piso ansiosa de que te acariciara el pechito, sentí renovada la soledad que tu habías ahuyentado con tu presencia. Aunque era tarde abrí las ventanas que habían permanecido cerradas durante meses para evitar que te salieras a la calle. Me fui al sillón –que acabó siendo más tuyo que mío–, me saqué los zapatos y me calcé las chanclas sin peligro de que las mordisquearas. ¿Sabes qué hice entonces? Me puse a acariciarlas precisamente allí donde encontré las huellas de tus dientes.

Encendí la tele sólo por oír voces y me puse a cenar tranquila, sin la presión de la conmovedora mirada que me lanzabas para que te diera probaditas de mi comida o sea: todo lo que el veterinario te tiene prohibido. Aunque sin sueño, me fui a la cama dichosa porque ya no te apropiarías de ella, estirándote a tu gusto y dejándome en la orilla, con riesgo de caer.

Blanca, a pesar de todas esas ventajas, te juro que los días que estuviste lejos me resultaron insoportables. Llegó el momento en que no pude más y el domingo regresé al albergue con el temor de no encontrarte. Pero resulta que estabas allí, ovillada, triste, indiferente a tu platito de croquetas. La cuidadora me informó que te habías pasado así todo el tiempo. Para compensarte me acerqué y te abracé con la ilusión de sentir tu respuesta a mi caricia.

V

Fue fácil recuperarte. La doctora me felicitó y me dijo que, últimamente, muchas de las personas que acuden a los albergues ya no van a adoptar animales abandonados sino a deshacerse de sus mascotas. Confío en que algunos se arrepientan, como yo, y vuelvan para decirles a sus antiguos compañeros lo que le dije a Blanca: Me haces falta. Te amo.

El lunes hablé con el actuario. Le pedí hasta el fin de semana para desocuparle el departamento. Blanca y yo nos iremos a un cuarto redondo en donde podrá ser libre y feliz, como todo buen perro.