a Ciudad de México ha estado triste, cubierta por una densa capa amarillenta, dañina, que obligó a los habitantes a resguardarse en sus casas, negocios y oficinas con ventanas cerradas. El calor era agobiante, pero la amenaza de respirar contaminantes letales era mayor.
Escuchamos términos nuevos como partículas finas PM2.5, que resultan ser las más peligrosas porque, entre otros daños, limitan el crecimiento pulmonar de los niños.
Fue una crisis distinta a las que hemos vivido con anterioridad, mucho más grave porque ahora se mezcló con el humo de innumerables incendios que no han sido combatidos eficazmente. El resultado fue un coctel de minipartículas, de ozono y compuestos liberados por autos y fábricas.
Algunos chubascos despertaron la esperanza de que eso resolvería la situación; no fue así. Miles de automóviles dejaron de circular, se detuvieron actividades contaminantes, pero nada parecía paliar el problema. La ciudad estaba triste; muchas madres enfrentaron problemas para ir a trabajar porque cerraron las escuelas.
Mi primer encuentro con esta situación angustiosa, que desde hace años se pronosticaba como consecuencia del calentamiento global, fue hace unos días, cuando el piloto del avión en que viajaba anunció el descenso a la ciudad. Como es mi costumbre me acerqué a la ventanilla para admirarla desde el aire; sin embargo, una bruma espesa impedía la visibilidad. Por un momento pensé que podía ser mi visión afectada por el largo viaje.
Al dejar el aeropuerto escuché en la radio lo que sucedía y sentí los efectos: se cerró mi garganta y me ardieron los ojos.
Venía de Tokio, capital de Japón, la ciudad más poblada del mundo, tiene 36 millones de habitantes, 13 millones de ellos en la ciudad y el resto en su área metropolitana, un fenómeno muy parecido al de la Ciudad de México.
Asimismo, es el centro económico, cultural y de entretenimiento del país. También se encuentra en una zona sísmica.
Durante las décadas de 1950 y 1960, igual que México, Tokio experimentó el llamado milagro económico
, lo que llevó a la ciudad a una era de desarrollo, crecimiento y prosperidad. En menos de 20 años Japón se volvió la segunda economía del mundo.
El crecimiento desmedido trajo una burbuja económica que se inició en 1986 y tronó en 1990; el resultado fueron 10 años de recesión que se recuerdan como la década perdida.
A pesar de eso, Tokio continuó creciendo; actualmente es una de las capitales más modernas del mundo con la mayor concentración de sedes corporativas, instituciones financieras, comerciales y culturales de todo Japón.
Ahí acaban las semejanzas: Tokio es una ciudad limpia, segura, con excelentes medios de comunicación: metro, autobuses, trenes puntuales e impecables. No hay congestionamientos viales, la gente es muy amable y no admite propinas.
Poblada de edificios altos, en muchas construcciones se advierten paneles solares para generar energía limpia. Durante la década de los sesenta, Tokio llegó a ser una de las metrópolis más contaminadas del mundo. Una serie de medidas que se aplicaron con rigor la han convertido en una de las urbes con aire más limpio.
O sea, sí se puede tener una megalópolis con orden, seguridad y buen aire, pero se requiere un gobierno honesto y eficaz y ciudadanía comprometida y responsable. A ver si después de esta triste experiencia nos ponemos a cumplir nuestro papel antes de empezar a caer muertos en la calle, como en Londres hace unas décadas.
Para concluir, vamos a comer a un restaurante japonés. Mi favorito es Murakami, en Torcuato Tasso 324. Ofrece comida auténtica de ese país. Gran parte de platillos le serán desconocidos, arriésguese, seguro van a ser una exquisitez. Entre mis preferidos: el karazumaa, atún fresco con especias sobre una cama de arroz blanco, la sopa udon, con camarones y verduras y el nabo con champiñones. De postre, el taiyaki, galleta horneada en forma de pescado y rellena de frijol dulce.