Opinión
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Azaleas de las clarisáleas
A

ntes de leer la más reciente columna de Clarisa Landázuri en La Voz Brava , la última en la parte inferior del reverso de la foja y la única firmada, yo ignoraba que la azalea fuera un arbusto originario de las montañas de Asia, del que se cultivan diversas especies por la belleza de sus flores. Tampoco sabía que pertenecen a la familia de las ericáceas ni que su nombre viene del griego azaleos, que significa seco. Por cierto, significado que no puedo remediar, por más que me confunda y me provoque una pregunta tras otra. No que, por otra parte, tuviera yo la certeza de que comprendería la respuesta si la encontrara. Es que tampoco puedo comprender por qué me surgió el nombre de esta flor justamente cuando me disponía a leer, uno después del otro, las prosas con las que Clarisa ocupó su espacio en la presente ocasión, breves textos a los que a mi vez yo me atrevo a denominar clarisáleas, Lector, no me preguntes por qué. Te las entrego en la voz de su propia autora, numeradas con letra, tal como aparecen en la publicación.

Primera

Hacía tiempo que no tomaba un avión, ni siquiera en un vuelo nacional, corto, de apenas 40 minutos de duración. Me llamó la atención que las autoridades abrieran mi maleta de mano, en la que no llevaba sino lo indispensable para pasar una noche en el hotel al lado del centro universitario en el que, a la mañana siguiente, antes de regresar a la ciudad, y de la Ciudad a Brava, leería una conferencia sobre la identidad de una escritora. Un camisón, un par de pantuflas, tres turnos de medicamentos, los de esa noche y los del desayuno, y la comida del día siguiente, el jueves, fecha en la que empezaría la primavera. Pasta y cepillo de dientes, cepillo de pelo y crema para la cara. También un par de libros míos, por no llegar con las manos vacías ante mi anfitrión. Un chal para abrigarme la tarde de mi llegada, aunque no pensara salir de mi habitación. Una blusa limpia. Mientras una empleada de seguridad revisaba el contenido del maletín, otra, igualmente uniformada, con guantes sujetó el asa con una pequeña hoja de papel y se retiró con ella entre los dedos. Pregunté si acaso la policía habría tomado mis huellas digitales. No, señora; buscamos explosivos. Los únicos explosivos en mi maleta son éstos, declaré, casi divertida, sin alterarme, al entresacar mis libros y mostrárselos.

Segunda

Caminaba hacia el norte por el camellón cuando, bajo la luz roja del semáforo, ante los conductores que se dirigían hacia el sur, reparé en un par de hábiles jóvenes malabaristas, con la particularidad de que a uno de ellos le faltaba una pierna, y al otro, un pie. Más admirable la destreza en sus malabarismos, pensé. Distraje la vista de ellos y miré mi camino de frente. Pero se me interpuso una nueva distracción. Contra el tronco de un árbol estaban apoyadas las prótesis de una pierna y de un pie, al lado de dos viejas mochilas, abultadas y descoloridas. Este espectáculo me conmovió hasta las lágrimas. Discapacitados nacidos de buena cuna no se ganan la vida como malabaristas callejeros, aunque en sus propias terapias hubieran aprendido a hacer malabarismos para rehabilitarse. Mucho menos, se atreverían nunca a desembarazarse en público de las adiciones artificiales que los hacen pasar como personas normales.

Tercera

Mientras a mí me entregaban una chequera nueva y me hacían contar los cheques para comprobar que no faltara uno solo, en la ventanilla junto a mí un señor mayor, y de vestimenta limpia, aunque desgastada y barata, de este lado del vidrio argumentaba ante la empleada bancaria que a él, desempleado, le cambiaran el cheque a nombre de su esposa, pues ella, costurera, acababa de sufrir un problema médico y había quedado inválida. Se me dificulta levantarla y llevarla de un lugar a otro. Yo tengo firma en su cuenta, insistía; Le puedo mostrar a usted mi credencial de elector y la del Instituto Nacional de la Senectud, y aquí traigo también las de ella, alegaba, inútilmente.