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Ver día anteriorSábado 23 de febrero de 2019Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La educación insular
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odo el debate sobre el cierre de las estancias infantiles –anunciado por el gobierno federal– podría encontrar otro sustento si las estadísticas oficiales fueran menos vagas, confusas y difusas. En 2015, según el Inegi, el número de menores hasta cuatro años ascendía a cerca de 10.5 millones. La cifra no es exacta. Frecuentemente, sobre todo en el mundo rural, los padres no inscriben a los recién nacidos en el Registro Civil. Su número real podría alcanzar 11.5 millones. De este universo, al menos 4.5 por ciento merecía atención en una de las modalidades que reciben sus fondos de la Federación. Por un lado, las guarderías del IMSS y del Issste; por el otro, las que se multiplicaron al amparo del DIF y Sedesol con las administraciones panistas. La diferencia es que las segundas obtienen sus ingresos del erario público y de cuotas que pagan los padres. En el debate no ingresó el otro universo que representa el cuantioso número de guarderías privadas. Si se suma todo, no menos de 9 por ciento del total de los niños del país es enviado a centros de cuidado infantil.

Una cifra ínfima, se podría decir. Los argumentos oficiales que se esgrimen para justificar el cierre de las estancias bajo amparo de DIF y Sedesol son, en esencia, tres: sus administradores abultan la cifra de inscritos, existen innumerables demandas por descuido y maltrato de los niños y la mayor parte del personal no está capacitado para realizar sus labores. Argumentos, sin duda, de peso. Desde la perspectiva de la subsecretaria de Bienestar, Ariadna Montiel Reyes, las 9 mil 382 estancias beneficiadas por la extinta Sedesol equivaldrían a otras tantas bombas de tiempo. Por esto, la política consistirá en entregar directamente los fondos públicos a los padres o los abuelos de los menores, para que éstos se encarguen directamente del cuidado de los niños.

La respuesta crítica de una parte considerable de la opinión pública no se hizo esperar. Entregar directamente el dinero a los padres de familia no sólo no garantizaría el cuidado de los niños, sino que acrecentaría las patologías que hoy entrecruzan a la condición familiar. Para muchas madres trabajadoras dificultaría enormemente sus vidas y alargaría hasta el cansancio sus jornadas. Y la pregunta: ¿por qué no iniciar un conjunto de reformas que garanticen el cuidado profesional de los niños y eviten la corrupción? ¿Por qué no reflexionar sobre nuevas modalidades de guarderías? Si las instituciones no funcionan, si secuestran los fondos dirigidos a la sociedad, ¿la solución es acaso prescindir por completo del principio mismo de la institución? No hay que olvidarlo: del otro lado de ese abismo, sólo hay individuos insulares.

Pero hay otro dilema, aún más profundo, que subyace a esta seudo filosofía familiar. Desde hace un par de décadas, el cuidado de los hijos se ha vuelto una labor más demandante y difícil. El repliegue de las esferas mediante las cuales el Estado proporcionaba opciones para la formación de los menores (y hablo ahora de las edades que van hasta los 11 o 12 años) –la misma escuela pública, los talleres que impartían formación en las artes o las ciencias, los centros deportivos, etcétera– obligan a los padres a sustentar cargas económicas y de tiempo que simplemente los desbordan.

Madres que trabajan por la mañana y deben llevar por las tardes a sus niños a escuelas de idiomas o actividades deportivas. Padres buscando opciones privadas para evitar el calculado fracaso escolar de la mayoría de los niños. Todo en aras de aumentar un poco su capacidad competitiva para enrolarse en las cadenas productivas.

Si algo trajo consigo el modelo de formación neoliberal fue transferir responsabilidades públicas a las espaldas de una familia, ya entrecruzada por su propio desquiciamiento en el mundo del consumo. Una familia cuyo destino es la acumulación de culpas, escisiones y dislocaciones irreversibles. Si se le suman las condiciones de la inseguridad pública que atentan sobre todo contra los más jóvenes, el resultado es la escena actual: padres anclados en sus hijos (y viceversa) de la manera menos edificante posible. En términos de formación, una educación insular de futuras soledades.

Ni el modelo de las guarderías privadas ni el de las estancias panistas alivian el problema. Por el contrario, lo agudizan. Pero reiterar una política que termina delegando el cuidado de los menores en la familia no hará más que profundizar la actual crisis de la condición infantil. En principio una solución que no distinguiría en absoluto las opciones que se requieren de las que volvió disponibles el régimen neoliberal. Existen múltiples modalidades hoy día para hacer frente al problema: la guardería comunal, la estancia autosustentable, las comunidades colectivas de cuidado, la propia guardería pública desprovista de su coraza burocrática, etcétera. Pero, al menos en este rubro, al gobierno de Morena parece interesarle más la suma de votos que el destino de las generaciones que vienen.