Sábado 23 de febrero de 2019, p. a12
Este es el tremendo tesoro que les vengo manejando esta semana: Bach. Goldberg Variations. Céline Frisch. Café Zimmermann.
No es la enésima grabación de esa obra maestra de Bach, las Variaciones Goldberg. Es, en cambio, el referente mejor documentado y magníficamente interpretado de esa partitura, piedra de toque.
Álbum de dos discos, amplía el panorama: el primer volumen consiste en la obra de Bach que conocemos, interpretada en su versión original, para clavecín, por Céline Frisch. El segundo tomo es una alucinación: ‘‘14 canons on the first eight notes of the bass of the aria of the Goldberg Variations, BWV 1087”. Material prácticamente inédito, hasta ahora, en disco.
Le venimos manejando lo que vienen siendo las piezas originales en las que Bach tomó punto de partida para su obra, además de dos canciones populares alemanas, una de ellas francamente burlesca, cantada por un barítono que imposta voz femenina añeja, práctica que años más tarde seguiría también Mozart, de quien existe una grabación donde se recogen las canciones humorísticas y satíricas que solía cantar con sus amigos en sus francachelas en Praga.
Es un material valiosísimo, muy disfrutable. A diferencia de las grabaciones discográficas que recogen materiales originales que dieron vida a obras famosas, no se trata aquí de material académico nomás. Ante todo, es lúdico, lúbrico. Una delicia.
Lo interpreta el conjunto especializado en periodo barroco y anterior al barroco: Café Zimmermann, con instrumentos de época y con Céline Frisch al clavecín.
Ah, el material que recogió Bach de la calle lo puso en la línea de bajo en las primeras ocho notas de sus Variaciones Goldberg.
Las dos canciones alemanas rústicas fueron utilizadas por Bach en la Variación 30 (la obra consta de un aria general y 30 variaciones), que consiste en un Quodlibet, una forma musical que combina diferentes melodías en contrapunto, por lo general temas populares y muy sencillos. La Variación 30 de Bach es el ejemplo por antonomasia de quodlibet; otro ejemplo lindo es el Galimathias Musicum, de Volfi Mozart, escrito a 17 partes. Volfi tenía 10 años de edad cuando escribió esa lindura.
Esas canciones populares pertenecen a la categoría del kebraus (no confundir con ‘‘quebradita”, que también se baila) y era la danza que se ejecutaba al final de las fiestas, como una manera de decir: ‘‘¡qué a toda madre la pasamos! ¡nos salió bien chida la fiesta! Y aquí se rompió una taza’’).
Este hermoso disco segundo del álbum que hoy recomendamos con gran jolgorio, es una manera óptima de acercarnos todavía más a una obra que está muy honda en nuestro corazón, las Variaciones Goldberg, que también tiene su leyenda.
Como a los musicólogos de la época del almidón y cuello lustroso les encantaba inventar leyendas, no fue excepción el caso de las Variaciones Goldberg.
La (proto)telenovela consistía, para luego ser rotundamente desmentida por los musicólogos de última generación, en decir que esa obra que tituló Bach como ‘‘Aria con variaciones diversas para clave con dos teclados”, dizque fue un encargo del conde Hermann Carl von Keyserlingk, de Dresde, quien sufría de insomnio y pidió al señor de la peluca le escribiera una musiquita así, bien cool, bien entretenida para que si iba a estar despierto por las noches, al menos se entretuviera en algo.
Y añadieron en el casting los ‘‘musicólogos” de vieja escuela a un alumno de Bach: Johann Gottlieb Goldberg, quien también, por supuesto, usaba peluca, y lo pusieron, en la telenovela barroca, a tocar la obra que escribió Bach para el que no podía dormir, en una habitación contigua a la recámara recóndita del conde, quien no soñaba que nadaba ni nada de nada. Le gustó tanto la obra que en recompensa le regaló una copa de oro que contenía cien luises de oro, casi el sueldo de un año.
Ese dato sí les salió bien a los musicólogos románticos: aunque fuera ficción, que un compositor resultara bien pagado por su trabajo.
Ya el guion sería desmontado pieza por pieza por los aguafiestas, digo por los neomusicólogos, desarticulando el andamiaje con los tornillos de sus inconsistencias en fechas, nombres, lugares y etcéteras.
Lo que sí es rotundamente cierto es que amamos las Variaciones Goldberg.
La grata sorpresa de la versión que hoy nos ocupa y recomendamos con fruición es que la técnica interpretativa de Céline Frisch es tan pulcra, inteligente, bien planeada, bien pensada, que nos coloca todas y cada una de las notas musicales en todas las regiones de nuestro cerebro, para delicia de todos nuestros sentidos.
Porque la música para clavecín, al menos es el caso del Disquero, cuando no está bien interpretada, satura el oído, se convierte en una cascada de hojas de lata. Por el contrario, el fraseo de esta tecladista francesa es exquisito, fragante, para esplendor y gozo del escucha.
Es tan buena la versión en clavecín (la original, para ese instrumento la escribió Johann Sebastian Bach) en este disco, que nos impele a re-escuchar las versiones canónicas: en primer lugar, indiscutible, la de la polaca Wanda Landowska. Y enseguida la del gran director de orquesta, organista, pianista y clavecinista alemán Karl Richter. Y ya entrados en sonido metálico, la versión de otro alemán: Igor Kipnis.
Ah, existe una versión para clavecín, sumamente interesante, que grabó Keith Jarrett.
Como el espacio se está por acabar, quiero recomendar una lectura: Contrapunto, libro de Don DeLillo que ejecuta un quodlibet delicioso en el que aparecen Glenn Gould, Thelonious Monk y Thomas Bernhardt.
Y ya que dije Gould, el Disquero reitera, frente a la belleza del álbum doble que hoy recomienda con placer y gozo, su delectación por la creación que realiza el pianista canadiense Glenn Gould, para piano, de las Variaciones Goldberg, en especial la segunda que hizo, leeeentaa y deliciosa, como una meditación.
Escuche usted, querida lectora, amable lector, este álbum delicioso, y al final aviéntese una quebradita, digo una kebraus, una danza como para decir: ¡ah, pero qué chingón está este disco!