Los Pinos se abre al público
Domingo 2 de diciembre de 2018, p. 20
Eran las 9:07 horas cuando se decretó el fin de una época. El enorme portón de hierro forjado que pertrechaba la sede presidencial se abría para dar acceso público irrestricto a la otrora residencia oficial de Los Pinos y mostró la intimidad del poder con su opulencia, sus lujos y sus despropósitos. Ayer una realidad, hoy reconvertida por el nuevo gobierno en sala de exposición en ciernes: el museo del poder.
Vedado por décadas, su condición cambió radicalmente. Muy temprano esperaba sólo un puñado de ciudadanos, que en poco tiempo se transformó en casi un torrente de gente intrigada por conocer los entretelones palaciegos de Los Pinos. Ingresaron 20 mil, según el primer reporte oficial.
Se adentraron por los caminos que cruzaban los hasta ahora solitarios y enormes jardines a disposición del mandatario en turno, destinados a su exclusivo uso y disfrute, a la reflexión de las más elucubradas decisiones o el sosiego de las tensiones provocadas por el ejercicio de gobierno.
Adentrarse en lo que era el epicentro del poder metaconstitucional –dirían los clásicos para definir a los omnipotentes presidentes– es entrar en largos espacios de jardines, residencias y estatuas que ocupan 14 veces el espacio de la Casa Blanca.
Paradojas de la historia: construida por el general Lázaro Cárdenas como sinónimo de austeridad frente al despropósito republicano de vivir en el Castillo de Chapultepec –al inaugurar la nueva época posrevolucionaria–, Los Pinos concluyó su historia oficial con ese carácter de residencia, como expresión de la parafernalia gubernamental.
Camino a la Casa Miguel Alemán, entre la arboleda pulcramente cuidada por el extinto Estado Mayor Presidencial y por la denominada Calzada de los Presidentes se encuentran las versiones en bronce de quienes han sido sus residentes: Lázaro Cárdenas con sombrero en mano; Gustavo Díaz Ordaz, quien optó por una inimaginable pose con la mano tendida; Carlos Salinas, cuya efigie esculpida porta un legajo de hojas con el título TLC-Solidaridad, o la desparpajada imagen de Vicente Fox, con su inseparable V de la victoria.
Los secretos
Quiero conocer los secretos que alberga este sitio
, resumió un joven antes de ingresar. Sería un hecho: la apertura desveló la exuberancia en la que vivían.
Tras un largo andar se llega hasta la Casa Miguel Alemán, una mansión concebida con estilo francés, de casi 6 mil metros cuadrados. Es la más grande, ostentosa, opulenta y algo más: es la que apenas desocupó Enrique Peña Nieto.
Hay días en que la historia transcurre a ritmo de vértigo: el recinto ha pasado de albergar la cotidianidad en el ejercicio de gobierno a convertirse en histórico sitio que expresa la suntuosidad del poder.
Azorados, los visitantes no dan crédito: ¡Cuánto lujo!
, lanza una septuagenaria mujer a las puertas de la casa. Y con nuestro dinero
.
Un gigantesco candil dispuesto para iluminar el acceso por donde sólo ingresaban invitados distinguidos es el primer encuentro de los visitantes con la residencia. “Como si fuese el pianista del Titanic”, describía con sorna otro visitante, un músico es encargado de recargar de nostalgia: Adiós a Los Pinos.
Es el primer choque que admira el ciudadano al encuentro con lo que era el centro del poder. En sucesión le seguirá, siempre con impecable piso de mármol: la ostentosa biblioteca José Vasconcelos; la oficina presidencial, de la que se llevaron casi todo, con excepción del escritorio y la bandera; la oficina de la ayudantía, y si se tiene suerte, encontrará abierta la puerta –de entre las decenas que aún están clausuradas– que conduce a la alberca techada.
Hay arrobo, indignación y hasta la satisfacción del final de una época. Conforme se adentran los visitantes en la Casa Miguel Alemán, se torna en un caótico ir y venir de la gente. La improvisada apertura implica conservar decenas de puertas cerradas –de finísima madera– que esconden un laberíntico conglomerado de salones y cuartos. Sólo la certeza de que no hay espacio en Los Pinos abandonado por la suntuosidad adecuada al estilo personal de gobernar.
Subiendo las escaleras de mármol se llega a espacios de mayor privacidad: la recámara presidencial, cuyas ventanas dan a la Rotonda de la Reforma, un extenso jardín con las efigies de Benito Juárez y los protagonistas de aquella gesta. Un lujoso comedor para 28 personas, una de cuyas puertas conduce a una pretenciosa cocina de donde surgían las creaciones gastrónomicas para satisfacer el paladar presidencial.
La visita resulta toda una experiencia que permite imaginar la práctica del poder. Los caminos conducen a las otras residencias, entre ellas la de Lázaro Cárdenas, que dista mucho de la jactanciosa Casa Miguel Alemán.
Los jardines están convertidos casi en una romería. Nadie imaginaría que conformaban una de las zonas de seguridad nacional más celosamente resguardadas. La Secretaría de Cultura programó decenas de grupos musicales regionales y clásicos para celebrar la llegada de la Cuarta Transformación en el corazón mismo del extinto régimen priísta.
En la famosa hondonada, enclavada entre los jardines, se colocó una pantalla gigante, ante la cual se congregó una multitud de simpatizantes de Morena que observaron la ceremonia de traslado del Poder Ejecutivo y lanzaron su irreverente grito cuando el mandatario saliente se despojaba de la banda presidencial: ¡Fuera, Peña!
, lamentaron cuando se ratificó el perdón y vitorearon cuando el nuevo presidente confirmó que no vivirá en Los Pinos.
Aun bajo resguardo castrense, las maneras de la Policía Militar distan mucho de la despótica disciplina del Estado Mayor Presidencial, que en su extinción aún dejó su lema en las paredes a manera de epitafio: Al Presidente nadie lo toca...