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El pésimo manejo del agua en la cuenca de México
D

on Nabor Carrillo Flores fue rector de la Universidad Nacional Autónoma de México y defensor de la zona lacustre de la cuenca de México. Tuve el privilegio de conocerlo gracias a don Gerardo Cruickshank García. Ambos estaban empeñados en conservar lo que quedaba de la zona lacustre que integraron los lagos de Chalco, Zumpango, Xaltocan, Xochimilco y Texcoco. La idea era rehidratar las áreas no urbanizadas de este último para: 1) librar a la ciudad de inundaciones; 2) terminar con las tolvaneras que cada año afectaban la salud pública con base en un programa de siembra de especies resistentes a la salinidad, y 3) aprovechar el agua de lluvia para recargar el manto freático y evitar traer el líquido de lugares lejanos.

Parte de sus planteamientos se plasmaron en 1965 en el Plan Texcoco, que, a la muerte de don Nabor, en 1967, continuó exitosamente don Gerardo hasta finales del siglo pasado. Otro destacado personaje, don Eduardo Chávez, por un tiempo secretario de Recursos Hidráulicos en el sexenio de Miguel Alemán, propuso obras para captar lluvia y con ella recargar el acuífero y evitar el hundimiento de la ciudad. Desecharon su propuesta y en algunas columnas políticas la calificaron de loca.

Los pasados 70 años el gobierno hizo todo lo contrario a lo que proponían los tres ilustres mexicanos. Especialmente a partir del sexenio de Díaz Ordaz comenzó la expansión urbana hacia el oriente en el estado de México. Líderes de invasiones, junto con inmobiliarias, funcionarios y políticos, se apoderaron de toda la tierra posible para crear lo que hoy es Nezahualcóyotl, Chalco, Zumpango, Atenco, Chimalhuacán, Ecatepec, Los Reyes... Si los nuevos pobladores levantaban sus casas en zonas de reserva ecológica o ilegalmente, en tiempo de elecciones su situación se regulaba a cambio de votar por el partido que impuso su ley por décadas. Lo mismo sucedió en el Ajusco. Hace 30 años comenzó otra invasión de zonas de recarga de agua: el poniente, con Santa Fe y áreas aledañas, ejemplo de éxito empresarial a costa de la naturaleza.

En paralelo, desde hace décadas se pierde por fugas más de la tercera parte del agua inyectada a la red de distribución. Se subsidia altamente el servicio a hogares, comercios e industria, lo que alienta el despilfarro del líquido; pero mientras en las colonias de alto ingreso abunda el agua y la malgastan, escasea y es de pésima calidad la que llega, por ejemplo, a Iztapalapa. No existen suficientes plantas para tratar las aguas negras y reutilizarlas. Y menos un programa regional para captar la lluvia y recargar con ella el manto freático. Si se aprovechara la mitad de esa agua, no se necesitaría seguir sobrexplotando el acuífero, tendríamos más seguridad ante los sismos, menos daños a la infraestructura pública y privada por el hundimiento de la urbe y se podrían cubrir las necesidades de quienes hoy reciben el líquido a cuentagotas. Pero por absurdos no paramos: aunque la cuenca de México la forman la capital del país y los estados de México, Hidalgo, Morelos, Puebla y Tlaxcala, no hay ningún programa gubernamental destinado a regular el uso del suelo y la conservación de las áreas de recarga del acuífero. Al contrario, las entidades que rodean Ciudad de México alientan la extensión de la mancha urbana a costa de suelos agrícolas, áreas lacustres o de conservación. El ejemplo más reciente es la construcción de un nuevo aeropuerto internacional en el oriente de la cuenca. Este no sólo es un atentado contra los recursos naturales y la sostenibilidad de la megaurbe, sino que propicia el surgimiento de una enorme ciudad habitacional y de servicios a su alrededor. Y todo en beneficio de poderosos intereses político-empresariales que ya se apoderaron de las tierras aledañas.

El gobierno federal que inicia labores el sábado próximo dice tener la fórmula para acabar con los problemas del agua en el país. La cuenca de México es la mejor oportunidad de demostrarlo. Para ello no hace falta que convoque a una consulta. Simplemente debe hacer cumplir lo que está en la Carta Magna: garantizar a la población agua suficiente y de buena calidad.