Opinión
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Los sábados de Monsiváis
L

os encuentros semanales con Carlos Monsiváis fueron legendarios. No sólo por la erudición que compartía como se comparte el pronóstico del tiempo y en medio de carcajadas sino por los encuentros que propiciaba.

Todos los cabos se ataban los sábados en la Plaza del Ángel, en el extinto salón de té Auseba, en el legendario restaurante Bellinghausen adonde acudían los viejos políticos para hacerse ver, en la librería El Péndulo y en los Vips y Sanborns de la Zona Rosa.

Un sábado podíamos acompañar a Carlos a cuatro lugares como si pasáramos de un salón a otro donde asuntos y comensales eran distintos: los temas: política (casi todos los políticos a los que refería eran imbéciles o miserables e invariablemente corruptos), cine (‘‘me gusta más Buster Keaton que Chaplin porque su humor no tiene moraleja”), mascotas –que naturalmente eran gatos, y específicamente alguno de sus 13 gatos: ‘‘Según los técnicos fue el orín de los gatos lo que le dio en la torre a la pantalla pero yo no creo, Miau Tse Tung es el más chico y no creo que lo haya hecho. Además ya la arreglaron’’.

Otros temas frecuentes fueron sus hallazgos de coleccionista: una foto vintage de Edward Weston, de Tina Modotti, una caricatura de Orozco o García Cabral, un grabađo de Leopoldo Méndez. ¿Es pieza o no es pieza?, nos preguntaba a un grupo de asombrados contertulios que solamente asentíamos con la cabeza. El único que podía contestarle con cierta autoridad y razones era otro coleccionista: ‘‘es pieza”, decía El Fisgón, con quien competía por comprar grafica en la Plaza del Ángel y en La Lagunilla. El único que les hacía sombra en estos asuntos –y desde la distancia– era Francisco Toledo, quien no sólo tenía la mayor colección de grabados de Jose Guadalupe Posada, sino también no pocas de sus planchas de impresión.

Otro tema obligado eran libros y autores: por él conocí un texto fundamental en materia de derechos humanos: Los derechos en serio, de Ronald Dworkin, cuya muerte en 2013 no mereció ni una mención en la prensa de nuestro país. A Carlos le habría indignado saber que ninguna minoría ni siquiera lo registró, pues Dworkin fue el gran teórico.

Monsiváis, MonsiMad, Monsimarx como le decía Jose Emilio Pacheco, daba la impresión de que había leído todo, que ningún autor le era ajeno.

Un tema frecuente también era la literatura: de Harry Potter a Dylan Thomas, de Susan Sontag a las delirantes letras de las canciones de Paquita la del Barrio que canturreaba entre carcajadas mientras golpeaba la mesa con la palma.

Oírlo cantar era una locura. Cantaba con frecuencia. Su rostro pétreo se dulcificaba con una sonrisa. La canción del sur era una de sus favoritas: ‘‘Zip-A-Dee-Doo-Dah...”

Muchas veces nos socratizaba de tal manera que llegué a sentir su inteligencia como algo material. Cada una de nuestras respuestas le daba pie para hacernos otra pregunta y otra y otra.

Esos sábados me enteré que la consigna zapatista ‘‘nunca más un México sin nosotros’’ era de él. Y allí en algún café de la Zona Rosa planeamos viajar a Michoacán para ver al subcomandante Marcos y lo hicimos.

A los más jóvenes los citaba en los Vips y Sanborns; a los veteranos en el Bellinghausen, donde era un lujo sentarse junto a Julio Scherer, y a la Plaza del Ángel a quienes quería presumir las compras que le exigía su coleccionismo.

En esa plaza conocí a Carlos Slim –‘‘el único tocayo, decía Monsiváis, al que reconozco”– porque se habían citado allí y allí mismo conocí, en la bellísima librería de Amalia Porrúa, a Francisco Toledo.

Un sábado cuando comía una sopa de frijol con tortilla –se había convertido en uno de sus platos favoritos– me inquirió con su clásico ‘‘¿qué hay?”

Le conté que había ido con temor a Ixmiquilpan, Hidalgo, en el paupérrimo Valle del Mezquital, para hablar sobre intolerancia religiosa. Me habían invitado porque había escrito algo en La Jornada, habían baleado a varios disidentes religiosos que buscaban calmar los ánimos y dejar claro que no pagarían por las festividades religiosas que no compartían.

Pocas veces lo he visto tan molesto conmigo. Me reclamó que no lo hubiera invitado. ‘‘Ese tema me importa –me dijo–, y lo sabes, no se vale, la próxima me invitas. Es de lesa amistad no hacerlo”. Al Monsiváis cronista le interesaba estar en esos lugares límite por su olfato periodístico pero también, sin duda, por su origen protestante. Cuáquero como decía.

Carlos era el crisol de todas la minorías, feministas, homosexuales, religiosas, contra la crueldad animal aunque todas sus causas parecieran causas pérdidas.

Que lástima que no vio el triunfo de López Obrador. Me hubiera gustado leer sus crónicas de ese día de fiesta cívica y votación multitudinaria. No conoció el triunfo de una de sus causas. Ni él, ni su amigo José María Pérez Gay, cuya casa fue punto de reunión del grupo cercano de López Obrador durante mucho tiempo.

Me gustaría imaginar que hoy es sábado para tenerlo entre nosotros y preguntarle lo que se iba a publicar mañana; para preguntarle qué pensaba sobre los opinadores incrustados en las nóminas de gobierno; sobre la venta de archivos de escritores al extranjero; sobre la depauperización del discurso intelectual; sobre el México que aún podemos construir.

Carlos fue –y fue un privilegio– nuestro Google, nuestra memoria extendida, nuestra megadata, nuestra Wikipedia. Su memoria cruzaba toda la información que tenía para compartirla. Me alegra que aún me pueda encontrar con sus amigos, con Jenaro, con Jesús, con El Fisgón, con Iván Restrepo, con Martha y sobre todo con Elena Poniatowska, que sigue siendo emocionante, como decía Carlos.