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Retos del normalismo rural
S

ilvano Aureoles detesta las ­normales rurales. Tanto así que, para celebrar los 50 años de la masacre del 2 de octubre en Tlalteloco, se dedicó a atacar públicamente a la Normal Rural Vasco de Quiroga, de Tiripetío, la más antigua del país.

En su discurso en Diálogo por Michoacán, el gobernador de la entidad se fue de frente contra esa institución educativa. “Todo mundo sabe –dijo– que esa escuela la utilizan mucho para rollo de adoctrinamiento. En lugar de formar profesores es para adoctrinarlos en las locuras que traen algunos, que por cierto no son de aquí siquiera del estado. Para andar metiéndoles ideas a los muchachos que luego traen de rehenes”.

No son nuevos los ataques del mandatario estatal contra Tiripetío. Año con año, acostumbra combinar la denostación con los golpes. De manera que, mientras los acusa de vándalos, violentos, transgresores de la ley y manipulados, envía a la policía a pegarles.

No es el único político que aborrece estas escuelas. En Chiapas, desde finales de junio de este año, el gobernador Manuel Velasco ha soltado una y otra vez a los perros para apalear a los jóvenes estudiantes de la Escuela Normal Rural de Mactumatzá. Y, en otras entidades, multitud de funcionarios se llenan la boca con epítetos que escupen contra estas instituciones académicas y sus alumnos: ollas de grillos, fascinerosos, provocadores, son algunas de las descalificaciones que usan. Ahora, además, se les quiere asociar ya no sólo con grupos armados, sino con el crimen organizado.

A pesar de ello, algo cambió desde el 26 de septiembre de 2014. La tragedia de Ayotzinapa colocó en el centro del debate nacional la situación de las normales rurales. Puso a flor de piel el acoso de que son víctimas, evidenció la estigmatización que sufren sus alumnos, y mostró la precariedad de sus instalaciones y presupuestos. Hoy, hay muchas más personas y medios que hablan sobre estas escuelas con información fidedigna de las que se ocupaban de ellas antes de esa fecha.

Eso no significa que se haya detenido el clima de acoso en su contra ni la campaña de odio hacia sus integrantes. Durante 2017 fueron salvajemente reprimidos las estudiantes de Cañada Honda (Aguascalientes), de Panotla (Tlaxcala) y los muchachos de Tiripetío (Michoacán). En 2018 se han cebado sobre Mactumatzá y la José Guadalupe Aguilera (Durango).

Parte de los ataques en su contra utilizan los cursos de inducción que los aspirantes de nuevo ingreso deben ­tomar para enfrentar los retos de una educa­ción a contracorriente. En muchos me­dios de comunicación se les presenta co­mo salvajadas, Los jóvenes sostienen que no son novatadas sino cursos para que quienes llegan se familiaricen con la escuela y demuestren que son hijos de campesinos capaces de dominar las labores del campo. Uno de los retos que el normalismo rural enfrenta es explicar a la opinión pública que efectivamente son eso y no perradas denigrantes.

En contra del normalismo rural se dice que México es un país crecientemente urbanizado y que, por tanto, no se requiere una enseñanza para el campo. Sin embargo, esta afirmación oculta un hecho central. Cuarenta y tres por ciento de los planteles de educación básica en el país son escuelas multigrado. En sus aulas se atiende a poco más de 1.7 millones de alumnos de prescolar, primaria y secundaria, la mayoría en comunidades rurales aisladas y de alta marginación. A pesar de que la enseñanza en ellas es mucho más difícil que en las escuelas de un solo grado –dotadas con recursos e infraestructura– usualmente se manda a ellas a los maestros más inexpertos o a becarios.

Una parte de la materia de trabajo específica del normalismo rural es (o debiera ser) la enseñanza en escuelas multigrado. De manera natural, muchos de sus egresados van a laborar a esas aulas, entre otras razones, porque casi nadie más quiere ir allí. Trabajar en ellas requiere no sólo de vocación y preparación especializada, sino de la experiencia de crecer y vivir en un contexto precario y marginal. Justo como el que experimentaron quienes estudian en normales rurales.

Pero, es cierto que el campo mexicano es hoy diferente al de la época en la que las normales rurales se fundaron. Hay nuevas dificultades que los maestros que laboran allí deben enfrentar, y para los que requerirían una formación especial. Es el caso de la violencia y la acción del crimen organizado; la creciente migración que hace de las escuelas una especie de estacionamiento de mano de obra, en las que los niños esperan sólo a tener la edad suficiente para partir a otras tierras; la devastación ambiental; los graves problemas nutricionales, y el uso de las nuevas tecnologías en un entorno en el que no se tiene acceso a ellas.

Lejos de ser un lastre del pasado, las normales rurales son una necesidad para otro futuro. Hoy, más que nunca, se requieren de más escuelas de este tipo y de un mayor número de maestros y maestras egresados de ellas.

Twitter: @Lhan